La 'cumbre'
¿Irán juntos George Bush y Mijail Gorbachov a Berlín tras su cumbre marítima de Malta? ¿No sería un paseo conjunto de ambos presidentes sobre las ruinas de un muro, que ayer todavía los dividía, la forma más espectacular de anunciar al mundo el fin de la guerra fría? Hay una cosa obvia: los acontecimientos extraordinarios que tienen lugar en la antigua capital del Reich alemán han contribuido a acercar a las dos superpotencias mucho más que sus cumbres de años anteriores. El presidente Bush ve en la caída del muro de Berlín la prueba definitiva de que la perestroika emprendida por Mijail Gorbachov es irreversible. En cuanto a este último, sin adjudicarse, por supuesto, la paternidad de la decisión de su aliado Egon Krenz de abrir las fronteras de su república, tampoco oculta el importante. papel que ha desempeñado su inspiración política. Los portavoces soviéticos han resumido su pensamiento en esta lacónica fórmula: "Felizmente, el muro acaba de caer, pero la frontera entre los dos Estados alemanes debe permanecer". Esta fórmula no molesta para nada a los norteamericanos, que también piensan que el problema de la reunificación de Alemania es demasiado importante para dejarlo únicamente en manos de los alemanes.Sin embargo, desde primeros de septiembre esta problema ha saltado de forma casi espontánea al primer plano, a causa del éxodo masivo de alemanes del Este hacia el Oeste. Los datos de que disponían Moscú y, Washington sobre el alcance de estas salidas coincidían plenamente: si las cosas no cambiaban rápidamente en el reino de Erich Honecker, más de un millón de sus súbditos se pasarían a la República Federal de Alemania. Por el contrario, lo que no se sabía era la significación política profunda de este movimiento. ¿Expresaba la voluntad del conjunto de los alemanes del Este de unirse a la República Federal de Alemania? ¿Llevaba el agua al molino de los que en el Oeste, apostaban por una reunificación inmediata de las dos Alemanias?
El 25 de septiembre, en Wyoming, el secretario de Estado norteamericano, James Baker, preguntó directamente al ministro soviético de Asuntos Exteriores, Edvard Shevardnadze, si Gorbachov, en el caso de que movimientos populares pusieran en peligro los intereses vitales de la URSS, recurriría a una solución del tipo de Tiananmen. Shevardnadze respondió: "Eso está excluido, porque significaría el fin de la perestroika; es decir, el fin de nuestra razón de ser".
Me llegó un eco indirecto de este intercambio en Varsovia, el 18 de octubre, día de la dimisión de Erich Honecker. Un general polaco situado en las altas esferas me contó que durante su reciente estancia en Moscú, militares soviéticos le habían dicho: "Si mañana grupos masivos de alemanes se pusieran a desmantelar el muro de Berlín y las alambradas de espino que separan ambas repúblicas, nuestras 35 divisiones estacionadas en la República Democrática Alemana no se moverán, ni siquiera dispararán una salva de intimidación".
Mi interlocutor polaco que puesta, porque, en su opinión, una Alemania espontáneamente reunificada no tardaría en reivindicar los territorios del Este que perdió en beneficio de Polonia y de la URSS al término de la II Guerra Mundial. "No es casual que Helmut Kohl haya faltado a su palabra y no haya venido a Polonia el 1 de septiembre con ocasión del 50º aniversario de la invasión hitleriana", me dijo como despedida, sin querer siquiera plantearse la posibilidad de una hipótesis menos catastrófica.
No obstante, ha sido el precedente polaco lo que ha permitido a Mijail Gorbachov sortear el peligro, real o hipotético, de una reuni icación en caliente de las dos Alemanias. El actual mandatario soviético, aunque asume en parte la herencia de Nikita Jruschov, iniciador de la de sestalinización, no cree en absoluto en la tesis de este último sobre la competencia entre dos sistemas radicalmente distintos, uno socialista y otro capitalista. En su opinión, esta concepción se saldó con una costosa búsqueda de la autarquía en el bloque del Este, que condujo a su economía al presente callejón sin salida. En un discurso pronunciado recientemente ante los economistas reunidos en el Kremlin declaró que a causa de esta política su país "ha perdido 15 años preciosos y no ha sabido introducir nuevas tecnologías". Es la razón de su determinación, que tiene que gustar necesariamente a los occidentales, de integrar a la URSS y a su bloque en la economía mundial y aceptar la división internacional del trabajo ("no sabemos ni tenemos interés en producirlo todo, nosotros"). Quizá por ello insista en la existencia de una sola civilización basada en valores comunes para toda la humanidad.
Esta voluntad de apertura al mundo no impide a Gorbachov creer en la posibilidad de preservar algunos rasgos específicos de su sociedad, excluyendo, para empezar, la idea de privatización de las industrias y, con menos convicción, el pluripartidismo. En su opinión, un partido comunista renovado que deje de intervenir directamente en la gestión de la economía podría seguir siendo el inspirador de la sociedad y conservar su papel dirigente. Ésta es la imagen de la perestroika en la continuidad que Igor Ligachov, el más ortodoxo de los dirigentes soviéticos, expuso a primeros de septiembre en Berlín Este con ocasión de una conferencia sobre la ideología. Ahora sabemos que el equipo Egon Krenz-Hans Modrow, que está actualmente en el poder en la RDA, surgió aprovechando una división entre los comunistas alemanes durante el debate sobre la exposición de Ligachov.
Por otra parte, Egon Kreriz, apenas hubo tomado posesión, se marchó a Moscú, donde Gorbachov en persona le dio su opinión sobre las tres prioridades que deberían guiar su actuación. Curiosamente, parecen más inspiradas en el ejemplo polaco que en el de la URSS. Sólo la primera de estas tres prioridades es universal, por así decirlo, y está destinada a todos los dirigentes comunistas: según Gorbachov, tienen que renovar radicalmente su partido y adaptar su doctrina a las exigencias del mundo contemporáneo. En los dos puntos siguientes hizo comprender (sin poner los puntos sobre las íes) que en los países en los que existen diferentes partidos que se supone representan a distintas capas sociales -y es tanto el caso de Polonia como el de la República Democrática Alemana-, una confrontación pluralista no tiene nada de anormal; todo lo contrario, podría consolidar la sociedad existente. Para terminar, en tercer lugar, si en una confrontación de este tipo el partido comunista no se muestra lo bastante dinámico y convincente y llega a perder algunos resortes del poder -como acaba de suceder en Varsovia-, el cielo tampoco se le caerá encima de la cabeza. Egon Krenz, reforzado por estos consejos, se marchó inmediatamente a Polonia para ver si era así en la realidad.
De su escala en Varsovia se llevó sin duda la impresión de que el Gobierno de Tadeusz Mazowiecki ve en su pertenencia al Pacto de Varsovia no un simple deber heredado del pasado, sino también la exigencia de la razón de Estado, correctamente percibida por la mayor parte de los polacos. Al no existir un tratado de paz debidamente firmado por los cuatro aliados de la II Guerra Mundial y las dos Alemanias, la URSS resulta ser el único garante incondicional de las fronteras actuales de Polonia. Además, los debates en el Bundestag de Bonn sobre este tema no son nada tranquilizadores, aunque se acabe por aceptar el estado de cosas existente.
Según la versión soviética de la historia del muro de Berlín, éste sólo se levantó tras la negativa de las potencias occidentales a firmar un tratado de paz con las dos Alemanias y a reconocer la división de este país. Seis días antes de la decisión de cerrar las fronteras de la RDA, el 7 de agosto de 1961, Nikita Jruschov, en un discurso televisado, propuso conceder a Berlín el estatuto de ciudad libre a cambio de un tratado de paz. Como los occidentales ni siquiera contestaron, no encontró otra respuesta que encerrar a su aliado germanoriental tras un telón de acero y de cemento hasta el día en que su bloque pudiera demostrar su superioridad sobre los occidentales. Algunos historiadores soviéticos opinan que las cosas hubieran podido desarrollarse de modo diferente y que el muro de Berlín es sobre todo la consecuencia del fracaso de la cumbre de Viena entre Kennedy y Jruschov. Hubo que esperar 10 años más para que la RFA, durante el mandato de Willy Brandt, se resignara a la existencia de otra Alemania y reconociera las fronteras actuales de Polonia.
En cualquier caso, 28 años más tarde, el derribo del muro constituye efectivamente una prueba concluyente de que Gorbachov apuesta por la apertura de su bloque para llevar a buen puerto la perestroika. La respuesta que ha elegido para mantener en vida la RDA se sitúa exactamente en las antípodas de la que eligió Jruschov en otros tiempos. Todo permite creer que a lo largo de la crisis actual ha mantenido un contacto muy estrecho con Washington, con la seguridad de que a Estados Unidos ni siquiera se le ha ocurrido sacar partido de sus dificultades. La prudencia de la Casa Blanca en este asunto no se explica por el carácter de George Bush, sino por la reticencia de todos los responsables norteamericanos ante la perspectiva de una reunificación precipitada y fuera de control de Alemania. ¿Acaso no suspiraron de alivio al ver, primero, que los menifestantes de la RDA volvían a casa tras su espectacular excursión por la parte occidental de su ciudad? Su sentimiento no tenía nada de antialemán, porque lo compartían los dirigentes de las principales fuerzas políticas de Bonn, empezando por Willy Brandt y por el presidente de la República Federal, Von Weiszecker.
En un mundo que no corre el riesgo de la uniformidad pero que se quiere más unido, liberado del miedo a un nuevo conflicto generalizado, ya es hora de poner el punto final a la guerra que devastó Europa hace exactamente 50 años. Es absurdo hablar de una segunda Yalta a propósito de la próxima cumbre de Malta, porque ya no se trata de repartir el Viejo Continente y porque los acontecimientos en Alemania han demostrado que en nuestros días la presencia militar, en el Este o en el Oeste, no garantiza a las potencias afectadas ninguna baza decisiva. La firma de un tratado de paz con las dos Alemanias no supondría su unificación a largo plazo. No obstante, a corto plazo anunciaría el advenimiento de una Europa pacificada y solidaria con aún más fuerza de la que le daría el hipotético (y deseable) paseo de Bush y Gorbachov sobre las ruinas del muro de Berlín.
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