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tribuna
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La inagotable desfachatez

Los medios tienden a considerar que a un escritor consagrado se le debe consentir todo, pero el matonismo de columna contribuye al ambiente irrespirable que se ha apoderado de nuestro debate público

Sanchez Cuenca 07 01 25
Sr. García

Hace años, un inglés afincado en España me comentaba lo extraño que le resultaba que las personas que tienen un cierto protagonismo en el debate público gocen en nuestro país de tanta impunidad a la hora de opinar. Según su punto de vista, una vez que una firma se vuelve conocida y consigue tener unos lectores fieles, nadie le afeará las cosas que pueda decir, por atrabiliarias, absurdas o hirientes que resulten. Mientras que en cualquier profesión suele tener consecuencias que el desempeño del profesional empeore significativamente, en el debate público las cosas son algo diferentes: no se paga coste alguno por rebajar el nivel de las intervenciones públicas hasta extremos que resultan embarazosos. Los medios tienden a considerar que a un autor consagrado se le debe consentir todo, como a un niño mimado. Sobre todo si escribe bien.

Acerca de este asunto publiqué hace casi diez años un librito que se llamó La desfachatez intelectual en el que criticaba algunos excesos de intelectuales prestigiosos que intervienen frecuentemente en los debates públicos. El libro despertó cierto interés y también alguna controversia. Me centré sobre todo en los escritores, que en España tienen una presencia desmedida en los medios (basta una comparación sumaria con la prensa en inglés para darse cuenta de ello). Albergo gran admiración y respeto por la labor literaria de los escritores, pero sus intervenciones como intelectuales en el debate público no merecen siempre un juicio tan elogioso. Soy consciente de que estoy generalizando injustamente, pues hay de todo, como en todas partes, pero a mí me resulta llamativo el número tan elevado de escritores y ensayistas con una merecida fama en su quehacer profesional que, sin embargo, participan en el debate público con argumentos pobres y escasa información sobre los asuntos de los que opinan.

Una vez publicado el libro mencionado, y tras verme envuelto en algunas polémicas sobre la cuestión, decidí dejar el tema de lado, pues da para mucho y corría el riesgo de quedarme preso del mismo en detrimento de mi trabajo académico. Voy, sin embargo, a hacer una excepción porque, inesperadamente, se han cruzado en mi camino los dos mundos, el académico y el del debate público.

La historia es la siguiente. He tenido el privilegio de participar en una investigación sobre la violencia anticlerical en la Guerra Civil bajo el liderazgo de Paloma Aguilar, junto con mis colegas Francisco Villamil y Fernando de la Cuesta. El resultado de dicha investigación apareció recientemente, tras un prolongado y exigente proceso de evaluación y revisión, en una revista académica prestigiosa, Comparative Political Studies. Después de años de recopilación de datos y complejos análisis estadísticos, llegamos a la conclusión de que el odio a la Iglesia, que estaba muy extendido en las izquierdas, no era suficiente para entender por qué en algunos lugares se mató más que en otros durante los primeros meses de la guerra. Según vimos, hubo también un componente estratégico o instrumental, por lo demás muy habitual en los conflictos violentos de todo tipo: en este caso, se asesinó a más clérigos en aquellos lugares en los que los representantes de la Iglesia podían tener mayor influencia en la movilización de las fuerzas antirrepublicanas. En concreto, mostramos que la presencia de asociaciones de propietarios agrarios aumentaba considerablemente la probabilidad de que los milicianos asesinaran a clérigos. Por supuesto, se trata de una tendencia, no de una ley de hierro, así que hay excepciones, como en todo análisis estadístico de un fenómeno complejo, pero los resultados eran contundentes, incluso teniendo en cuenta muchos otros factores posibles. El periodista Ángel Munárriz publicó en las páginas de este periódico un reportaje sobre la investigación en el que se resumían las ideas principales y se entrevistaba brevemente a los autores.

A los pocos días, apareció un artículo furioso del escritor Juan Manuel de Prada en el diario Abc en el que descalificaba nuestro trabajo en términos más bien gruesos. Siguiendo una tradición patria muy asentada, De Prada, con indudable desdén, no menciona los nombres de los autores del trabajo. Se refiere genéricamente a los autores como “politólogos”, así, entre comillas, supongo que para poner en duda la seriedad de nuestra profesión y actividad. Le parece llamativo que el trabajo sea breve (33 páginas de la revista, más un apéndice online), desconociendo el formato habitual de las revistas científicas internacionales. Pero lo peor son las afirmaciones arbitrarias, como la acusación de que justificamos la violencia anticlerical (¡!). Llega a decir que intentamos disfrazar “académicamente” el odio a la Iglesia “para justificarlo vomitivamente como ‘estrategia’ necesaria”. Por supuesto, el estudio le parece “delirante”. Lo más extraordinario es que en el artículo académico decimos esto: “No negamos la existencia de un odio muy extendido contra la Iglesia, pero afirmamos que la capacidad de los clérigos para movilizar el apoyo de la derecha local determinó de manera crucial la violencia contra ellos”. Él zanja la cuestión, por lo demás, alegando que ha leído algunos artículos de la época en los que había mucho odio contra los curas. Nuestra tesis es que ese odio, aun estando muy extendido, no explica por qué en unos municipios la violencia anticlerical fue más intensa que en otros. Y para demostrarlo, analizamos las características de los municipios en los que se produjo el asesinato de 6.028 clérigos durante la Guerra.

Juan Manuel de Prada es el mismo autor que publicó un artículo tras la dana de Valencia en el que destilaba al menos tanto odio como el de los milicianos republicanos hacia los curas. Según él mismo explicaba refiriéndose a los políticos, “la hecatombe no la ha producido ningún ‘cambio climático’, como pretenden estos hijos de la grandísima puta, sino su incompetencia criminal. Si los españoles de hogaño no tuviésemos horchata en las venas, tendríamos que ahorcarlos y después descuartizarlos”. Recuerdo que hace años publicó otro artículo en el que atribuía la corrupción española al laicismo de los políticos, que no asumen el pecado original del hombre. En fin…

La investigación en cualquier campo de conocimiento es incomparablemente más aburrida que estas bravuconadas con voluntad de estilo, pero tiene a cambio la inmensa ventaja de que ayuda a disciplinar la opinión. La prudencia y la contención son tediosas, pero evitan hacer el ridículo y previenen frente a diagnósticos y soluciones simplistas. Es asombroso que a estas alturas un De Prada cualquiera se líe la manta a la cabeza y embista sin ton ni son, creyéndose en posesión de la verdad, algunos medios le bailen el agua y gracias a todo ello consiga construir una imagen excéntrica, popular y fácilmente reconocible.

Que este tipo de columnismo siga teniendo adeptos y lo cultiven ciertos medios produce melancolía. Muestra que nuestro debate público conserva reductos de casticismo. La desfachatez de la que hablé en mi libro se refería justamente a este tipo de intervenciones, irracionales en su virulencia y que pueden llegar a producir vergüenza ajena por la mezcla de atrevimiento e ignorancia. El matonismo de columna contribuye al ambiente irrespirable que se ha apoderado de nuestro debate público. Hay opiniones que resultan tóxicas y no siempre es por su contenido, muchas veces es por el tono hiriente y zafio que se utiliza. Va siendo hora de superar esa forma de “hacer opinión”.

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