Unos padres increíbles
Mi generación ha normalizado ir a terapia, y ha identificado, más que las que la precedieron, sus heridas y traumas. Y eso puede ayudarnos, pero también convertirnos en soberbios e ingratos
Hay varias formas de llegar a una serie. La más habitual es el bombardeo, aunque a decir verdad en ese caso uno no llega a la serie sino que la serie le llega a uno. Lo hace a través de propaganda en marquesinas y anuncios de YouTube, de programas de radio en los que los tertulianos se apuntan un tanto haciendo un símil entre la política y alguna trama y de conversaciones con amigos. Pero también hay otras maneras, como pasarse 20 minutos buscando en la plataforma que corresponda con la mirada perdida hasta que uno se cansa.
A la nueva de Sorogoyen yo llegué porque decían que era muy mala. Había leído críticas en las que se acusaba a Los años nuevos de ficción clasemediera, de drama romántico que encierra lo peor de mi generación —la millennial—, de serie gris hecha por modernos para modernos. Y probablemente sea todo lo anterior, pero el caso es que, hace unos días, me sorprendí a mí misma emocionándome con el capítulo cuatro.
Los años nuevos nos presenta a Óscar y Ana, dos treintañeros. Él es médico y ella una de esas camareras con estudios universitarios, él vive en un apartamento que a duras penas puede pagar y a ella no le queda otra que compartir piso con tres. Ana y Óscar se enamoran en una fiesta de Año Nuevo, y la serie nos muestra sus diez Nocheviejas siguientes, haciéndonos partícipes de su relación de los treinta a los cuarenta. En la Nochevieja del capítulo cuatro acaban de irse a vivir juntos e invitan a cenar a los padres de ella y a la madre de él. Las conversaciones que tienen son un buen resumen de cómo hemos sido educados los hijos de padres progresistas en los 90. En un momento, la madre de ella le pregunta a la de él por su divorcio, y Óscar cuenta que entre los seis y los ocho años, sus padres estuvieron separados pero se lo ocultaron; después de darle un beso de buenas noches, su padre se iba a su nueva casa. La cosa se tuerce cuando la madre le quita hierro y él acaba reprochándole que, cuando siendo un crío tus padres te mienten de esa manera, te dejan una herida para toda la vida: la de la desconfianza. Entonces la madre se levanta de la mesa para digerir lo que su hijo acaba de revelarle: que, queriendo hacerlo bien, lo hicieron mal. Y que eso tuvo consecuencias. Pasado un rato, aparece Óscar para decirle que no se preocupe, que han sido unos padres increíbles.
La escena me recordó a Cinco lobitos y a un lugar común de mi generación. Hemos tenido el privilegio de pensarnos a nosotros mismos mucho más que nuestros padres —quizá demasiado—, hemos normalizado ir a terapia —incluso lo hemos sacralizado—, hemos identificado, más que los que nos precedieron, nuestras heridas y traumas. Y eso puede ayudarnos, pero también convertirnos en soberbios e ingratos. Puede hacernos creer —¡angelicos!— que nosotros no generaremos traumas en nuestros hijos. Puede hacer que el reproche opaque la gratitud.
Quizá por eso aquel desenlace me emocionó: estoy más acostumbrada a oírnos reproches que palabras bonitas sobre nuestros padres a los de mi edad. Yo misma nunca les he dicho a los míos que algunas de mis heridas son fruto de que, aunque quisieron hacerlo bien, a veces lo hicieron mal, como los padres de la serie. Pero que yo haré lo mismo con mis hijos, y mis hijos con sus hijos, porque la historia del mundo es la de los seres heridos. Tampoco les he dicho nunca que, como los de Óscar, han sido unos padres increíbles, ni que todo lo que tengo de bueno es suyo. Igual esta víspera de Reyes es un buen momento para hacerlo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.