La era de la incertidumbre
"En el siglo pasado, los capitalistas estaban seguros del éxito del capitalismo; los socialistas, del socialismo; los imperialistas, del colonialismo, y las clases gobernantes sabían que estaban hechas para gobernar. Poca de esta certidumbre subsiste en la actualidad. Y sería extraño que subsistiese, dada la abrumadora complejidad de los problemas con que se enfrenta la humanidad". Estas frases de John Kenneth Galbralth fueron escritas en 1973, pero nunca como hasta ahora tuvieron tanta actualidad. En ese año, el gran economista norteamericano fue llamado por la BBC para hacer una serie de televisión sobre algún aspecto de la historia de las ideas económicas o sociales; Galbraith, cuyo talento divulgativo es conocido, aceptó inmediatamente. Así escribió La era de la incertidumbre, mostrando el contraste entrePasa a la página 11
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las grandes evidencias del pasado y las indecisiones con que se abordan los problemas en nuestro tiempo.
Dieciséis años después, la excepción es la regla. Se diría que estamos viviendo el fin de la historia como sucesión lógica de hechos o manifestaciones de la actividad humana, de tendencias estructuradas, dotadas de coherencia interna. No la reconstrucción de la historia en el sentido propuesto por el sociólogo norteamericano Francis Fukuyama, que entiende que ha llegado el final del conflicto ideológico en el mundo por goleada del capitalismo sobre el socialismo. La muerte de la historia, de ser cierta, se da como conjunto de antecedentes y consecuentes dialécticos; acontece un devenir a borbotones. Catástrofe a catástrofe se suceden los hechos (muchos infaustos) que alteran gravemente el orden habitual de las cosas.
Los años noventa que llegan se caracterizan por la perplejidad ideológica; los modelos sociopolíticos que nacieron tras la II Guerra Mundial están agotados. El saber se trocea una y otra vez en ramas especializadas, rompiendo los esquemas de conocimiento global hegemónicos hasta ahora. En el socialismo realmente existente los pedazos son sorprendentes: en China, los estudiantes herederos del pensamiento de Mao Zedong son aniquilados precisamente en aras de una nueva revolución cultural basada en la vigilancia policial, el adoctrinamiento político y la autocrítica pública. En la URSS, patria de la revolución socialista, la perestroika -que se reclama del leninismo- demanda una renovada Nueva Política Económica (NEP) con certificado de defunción de la economía planificada centralmente, y verificación de aspectos tales como que no hay verdadero socialismo sin economía de mercado o, más aún, que no puede haber verdadero mercado sin auténtico socialismo.
Polonia, otro país del mismo bloque, tiene un primer ministro alejado de la cultura marxista y ha terminado con el papel dirigente del partido comunista, fundamento de la teoría marxista-leninista clásica. Por no hablar de Hungría, donde los nuevos dirigentes están más cerca a veces de una versión moderada de la Escuela de Chicago que de los conceptos elementales del materialismo dialéctico al uso hasta hace escasos meses; el Partido Socialista Obrero Húngaro se ha hecho el harakiri y ha cambiado, de modo vertiginoso, de nombre, programa, estatutos e ideología. Al mismo tiempo, decenas de miles de ciudadanos de la República Democrática Alemana se pasan de bando y burlan el muro de Berlín a través de las diversas fronteras de los países del Pacto de Varsovia.Tampoco en el otro lado las cosas caminan por la senda de la ortodoxia, aunque ambas crisis no sean comparables. El capitalismo avanza con las muletas prestadas por su propia seguridad social (un logro del welfare state). De las recesiones, de los desequilibrios económicos, se sale con la medicina de la intervención, antinomia filosófica por excelencia del liberalismo del laissez faire, aunque ello se oculte frecuentemente mediante el recurso retórico a la desregulación. Las empresas individuales cada vez pintan menos, en beneficio de los conglomerados, los monopolios y los Estados. Hace apenas una semana se tenía uno de los paradigmas más evidentes; el mundo financiero occidental se conmovió a causa de una crisis bursátil, todavía de imprevisibles consecuencias. Justo 60 años después del famoso crash de 1929 y dos después del último revolcón (19 de octubre de 1987), Wall Street traspasaba su enfermedad a la mayor parte de los mercados de valores europeos y asiáticos. No existe un desencadenante que se destaque sobre los demás en las explicaciones científicas de la crisis, pero lo cierto es que para superarla hubo que olvidarse del mercado y acudir a una intervención manifiesta del aparato del Estado.
El sector financiero, vanguardia del capitalismo, no está regido precisamente por las reglas de la oferta y de la demanda, sino por las decisiones arbitrarias del poder constituido. La cantidad de dinero en circulación no depende sólo o de manera principal del momento de las actividades lucrativas, sino de decisiones políticas de los Gobiernos, lo que constituye una aberración para la tan enarbolada teoría liberal. El presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, ha resaltado estos días una y otra vez que el banco emisor norteamericano seguía muy de cerca los acontecimientos de los mercados asiáticos y europeos y que había mantenido "contactos productivos" -es decir, inyecciones de liquidez monetaria- con los presidentes de los bancos centrales de los otros países del Grupo de los Siete, que reúne a las naciones más ricas del mundo. En Francfort, una de las plazas centrales bursátiles, los valores sufrían el pasado lunes la mayor caída en un solo día desde el final de la II Guerra Mundial. La codicia, y en otros casos la estupidez, de los abanderados del liberalismo está poniendo en peligro la pureza del capitalismo a causa de sus excesos: la desregulación, la incompetencia, la imprudencia, el fraude, la usura.
El Tercer Mundo, demandador permanente de un nuevo orden económico internacional, ha perdido el tren en la última década y se debate entre la deuda externa y el subdesarrollo. En fechas no muy lejanas, esta zona del planeta pudo acaso convertirse en la punta de lanza del período más revolucionario de la historia de la humanidad, según algunas interpretaciones; y, sin embargo, se encuentra padeciendo ese principio tan cíníco de los ajustadores de economías -los testigos del rigor mortis de los pueblos- de que los pobres del mundo deben sentir el acicate de su propia miseria para reaccionar.
Así pues, ni hay final de las ideologías (Daniel Bell dixit) ni conclusión del conflicto ideológico por la universalización del liberalismo, como difunde la última moda. Por el contrario, se conforma cada vez más una convergencia de los sistemas en liza, una mezcla de mercado y planificación, una socialdemocratización del planeta en el sentido más amplio. En la Unión Soviética se lucha contra la burocracia y se tiende hacia el mercado libre; en Estados Unidos se interviene en momentos de crisis y el papel de la pequeña empresa privada disminuye ante las permanentes intrusiones del Gobierno y del complejo industrial-militar. En Estados Unidos, la inflación genera insatisfechos; en la. URSS produce colas. En el mismo texto citado dice Galbraith: "Las ideas dominantes de la época guían a la gente y a los Gobiernos. De este modo contribuyen a formar la historia misma. Lo que cree el hombre sobre el poder del mercado o sobre: los peligros del Estado influye en las leyes que se promulgan o se dejan de promulgar, en lo que pide al Gobierno o en lo que confía a las fuerzas del mercado".
Quizá sea buena esta incertidumbre; quizá sea el principio de acciones exentas del fanatismo y del dogmatismo del pasado reciente. ¿Se ha reflexionado lo suficiente, por ejemplo, sobre el hecho de que después de una guerra nuclear ni el ideólogo más comprometido sería capaz de dar cuenta de las diferencias entre capitalismo y comunismo? La duda es un privilegio de todos.
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