Malvinas en Madrid
LA GUERRA de las Malvinas hizo caer a unos dictadores, lo que es en sí un excelente resultado, y en nada contribuyó a la descolonización del archipiélago. Siete años después de la aventura que les costó el poder, los triunviros argentinos ahora indultados se habrán preguntado cuánto ha avanzado la patriótica causa por la que declararon la guerra al Reino Unido, cubrieron de escarnio a su Ejército y derramaron inútilmente la sangre de sus jóvenes. La respuesta es "nada". O, tal vez, menos que nada, porque hizo que la reclamación de la soberanía sobre el archipiélago quedara archivada por un tiempo imprevisible.Nunca es fácil hablar con el Reino Unido sobre la devolución de sus colonias. En España lo sabemos bien. Pero si además media una guerra, la cuestión se complica aún más. En esta tesitura se encuentra el problema de las Malvinas. Las primeras conversaciones, dos años después de la guerra, se suspendieron bruscamente en el mismo momento en que los argentinos suscitaron la cuestión de la soberanía.La declaración conjunta anglo-argentina de principios de septiembre, por la que ambas partes decidían sentarse a hablar de todos los aspectos que les separan desde 1982, excluye expresamente la discusión sobre la soberanía sobre el archipiélago. El lugar de reunión escogido, Madrid, da idea de lo fiable que es para ambas partes una sede que tiene excelentes relaciones con las dos capitales y que conoce bien los entresijos de una negociación descolonizadora. Mañana empieza el encuentro. Si algo puede aconsejarse a los argentinos es que se armen de paciencia y se dispongan a conseguir al menos una negociación previa que conduzca a reuniones sucesivas no demasiado frecuentes.
Contrariamente a los deseos de Buenos Aires, es improbable que se restablezcan relaciones diplomáticas; en todo caso, para que ello ocurriera meramente a nivel consular, sería preciso que Argentina levantara formalmente el estado de guerra que mantiene con el Reino Unido. Debe hacerlo. Y, aun así, difícilmente conseguirá que Londres desmonte su dispositivo militar.
Por lo que a el Reino Unido respecta, si pretende que se produzcan medidas que fomenten la confianza (la que nace de saber que nadie lanzará ya nunca más un ataque militar contra las Malvinas), debe ser capaz de mostrar cierta generosidad para con el enemigo vencido. Es cierto que en las postrimerías del siglo XX no hay causa colonial que justifique batalla alguna, pero tampoco es justo que Londres, con la insensibilidad y chouvinismo que le son propios a la hora de tratar asuntos en los que se dirime entre lo británico y lo de los demás, ignore la irritación y frustración que produce su actitud.
El asalto contra las Malvinas en la primavera de 1982 fue una medida descabellada, pero era también el reflejo de muchos años de frustración argentina en torno a una reivindicación territorial empantanada por toda clase de maniobras dilatorias de los Gobiernos británicos. Nada sería más fructífero que ver a los delegados del Reino Unido negociando con sus interlocutores los pasos necesarios, no sólo para ir a una normalización de relaciones diplomáticas y económicas con el país austral, sino para embarcarse resueltamente en la vía pacífica de la descolonización de las Malvinas.
¿Cuántas veces puede lanzarse a una fuerza expedicionaria a cruzar medio globo para defender, con un coste enorme de vidas, material y alianzas, un pequeño archipiélago que sería mucho mejor mantener intacto y en paz con buena voluntad? Entonces, Argentina lanzó el ataque; ahora, una garantía solemne suya de que nunca más se utilizará la fuerza para reivindicar las Malvinas debería permitir a ambas partes entablar negociaciones constructivas. Éstas, a su vez, facilitarían a los argentinos prestar su oído al consejo que, como a España, sin duda le darán los británicos: para descolonizar, es preciso conquistar la buena voluntad de los habitantes de la colonia. Y, para que los argentinos puedan ponerse a la tarea, lo menos que puede hacer Londres es contribuir a la paz abiertamente y sin rencor.
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