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Las fases alcistas del ciclo económico

El florecimiento de la historiografía económica de los últimos años ha producido importantes trabajos en torno a la industrialización y modernización española de los siglos XIX y XX, ha abierto numerosas vías a la investigación económica y ha completado en diversos frentes la ingente tarea iniciada por Vicens Vives y desarrollada más recientemente por Jordi Nadal, que publica en 1973 su primera versión de El fracaso de la revolución industrial en España, y después, por Gabriel Tortella, con la publicación de Los orígenes del capitalismo en España. A partir de entonces se ha ido imponiendo la aplicación de modelos y tipologías del desarrollo industrial al estudio del caso español con resultados positivos.Una correcta síntesis de algunas de estas aportaciones y una sugerente investigación propia pueden encontrarse en un reciente trabajo de Albert Carreras, "La industrialización española en el marco de la historia económica europea: ritmos y caracteres comparados", incluido en la obra colectiva España. Economía, Madrid, 1988, dirigida por José Luis García Delgado, en el que se aborda una interpretación de la industrialización española a la luz de las teorías del ciclo económico, desde las tipologías que estableció Hoffmann en 1931 hasta los trabajos de Irma Adelman y Cynthia Taft-Morris, pasando por los clásicos en el análisis de las fluctuaciones económicas de Colin Clark, Walt Rostow, Hollis Chenery y Gerschenkron.

Los resultados permiten establecer las diferentes etapas de la industrialización española y, en especial, realizar algunas reflexiones en torno a aquellas fases alcistas del ciclo económico en las que la economía española se muestra más dinámica que las restantes economías europeas Y,, por tanto, hacen posible la recuperación de un atraso singular cuyos orígenes se remontan al último tercio del siglo XVIII.

Comencemos por señalar que dichas fases de recuperación no son muchas. Se limitan a determinados períodos, se presentan con gran intensidad, se acompañan de numerosas innovaciones, concentran grandes capitales y generan importantes cambios sociales. A modo de resumen -y con todas las salvedades que se quiera- deben considerarse las siguientes: el segundo tercio del siglo XIX, algunos años del período 1913-1935, la década de los años sesenta y, la más actual, la segunda mitad de los ochenta.

El primero de ellos se inicia al comienzo de los años treinta y se asienta, por una parte, en la expansión de la industria textil, y por otra, la más decisiva, en la construcción de los ferrocarriles y toda una oleada de inversiones extranjeras (inglesas, francesas y belgas) en la minería, la banca y los servicios públicos, que impulsan al alza el ciclo económico, aunque generan fuertes dependencias internas en el proceso de industrialización, en especial, en lo que concierne a la explotación de las reservas mineras. Pero no hay duda que este importante flujo de capitales, y la liberalización económica que conlleva, permite a la economía española participar de la onda expansiva de las economías europeas: durante estas tres décadas el ritmo de la industrialización española "no fue inferior" como afirma Albert Carreras, "del de sus vecinos más avanzados".

Desaceleración

La segunda fase corresponde, en efecto, al período 1913-1935, pero hay que hacer algunas precisiones. La primera, que a partir de las últimas décadas del siglo XIX el desarrollo español se desacelera y se sitúa en el espectro inferior entre los países europeos, a pesar del crecimiento de la siderurgia, de la industria química, de la industria eléctrica, de algunos servicios públicos y del desarrollo de la gran banca nacional. La segunda que, como siempre, es la limitación del mercado interior el lastre permanente que agota las ya limitadas posibilidades de una economía cada vez más corporativa y orientada casi exclusivamente al mercado nacional. Toda la ventaja española se acumula excepcionalmente durante la I Guerra Mundial, mientras que en los años restantes la industria se comporta -"lo que no es poco"- como promedio de la europea. La siguiente afirmación de Albert Carreras resume con acierto todo ese período que arranca del último tercio del siglo XIX: "España incorpora con bastante celeridad las tecnologías que caracterizan el paso a la madurez tecnológica -acero, química, electricidad-, pero, a diferencia de los demás países, no tarda 40, sino 90 años en atravesar esa etapa... En términos de la tesis de Jordi Nadal, no será el fracaso de la revolución industrial, sino el fracaso de la segunda revolución industrial" (página 109). En cuanto a sus causas, la mayor parte de los economistas -entre ellos, Walt Rostow- coinciden en apuntar a la debilidad de las estructuras agrarias, incapaces de proporcionar un mercado para la industria, a la insuficiente integración en la economía internacional y a la sucesión de unos impactos políticos negativos.

Uno de esos impactos provoca el retraso definitivo de la economía española entre 1935 y 1950. Todos los indicadores económicos sin excepción apuntan una prolongada depresión y una tardía incorporación a la onda expansiva que registran las economías occidentales tras la II Guerra Mundial. Un solo dato basta para fijar su gran dimensión: el nivel de renta per cápita de 1935 -como recuerda J. Alcaide en la misma obra colectiva, página 641- no se recupera hasta 1953. Y sólo a partir de ese año se inicia un proceso de recuperación que tiene su máxima intensidad en los años sesenta.

Poco hay que añadir a una etapa tan decisiva y tan conocida en la recuperación de la economía española como la que transcurre en esos años. Mucho se ha escrito -sin omitir costes sociales y limitaciones- de esa fase expansiva del ciclo económico que, con toda probabilidad, es la más intensa que ha conocido la economía española: entre 1960 y 1975 la renta nacional registra un incremento anual acumulativo del 6,5%, y la rentaper cápita, del 5,4%. Y es precisamente el proceso de liberalización, iniciado en 1959, el que permite aprovechar las ventajas comparativas: por una parte, una creciente capacidad de importar, al poder disponer de cuantiosos recursos que proporciona una fortísima demanda externa de mercancías, servicios, mano de obra y capitales, y, por otra, la oportuna disponibilidad de importantes excedentes de mano de obra agrícola en condiciones óptimas -niveles salariales, marco sindical, regulación laboral, etcétera- para las industrias. Un balance retrospectivo y un diagnóstico preciso de ese período y de la crisis posterior de 1974-1985 puede encontrarse en un reciente trabajo de Enrique Fuentes Quintana, "Tres decenios de la economía española en perspectiva" -también publicado en la citada obra-, en el que se insiste en el carácter diferencial de la crisis española. Una crisis diferencial que reduce drásticamente la inversión, descapitaliza la economía española hasta extremos todavía no suficientemente valorados y la distancian de las economías desarrolladas.

La perseverancia en las políticas de ajuste y el cambio registrado en la coyuntura económica internacional permiten a la economía española, a partir de 1985, instalarse de nuevo en una fase expansiva del ciclo económico. Los datos son concluyentes: el crecimiento del PIB se sitúa, después de tres años, por encima del 5% y rebasa -incluso ha doblado algunos años- la media de crecimiento de los países de la CE; la formación bruta de capital -que está en la base de las oscilaciones del ciclo económicomantiene por cuarto año consecutivo tasas de crecimiento elevadas por encima del 14%. Una fortísima demanda externa -exportaciones, turismo, inversiones extranjeras- y una sensible mejora de la relación real de intercambio impulsan al alza las restantes variables económicas. Por lo demás, esta fase ascendente se presenta con las características y rasgos propios de esta clase de fenómenos económicos en las economías capitalistas: auge en las industrias de la construcción y ganancias fuertemente especulativas, alzas de precios que se anticipan al incremento en los costes de producción, euforia generalizada en los negocios y realización de elevadas plusvalías, desarrollo de innovaciones y nuevos patrones de consumo, remodelación y cambio de liderazgo en la clase empresarial, cambios en las pautas de comportamiento económico de amplios sectores de la población, proliferación de conflictos sociales, especialmente localizados en los sectores tradicionales y en el sector público; aumentos salariales que se concentran en los trabajadores especializados y en las nuevas profesiones... Y como en otras ocasiones, el ciclo expansivo se presenta acompañado de una entrada masiva de inversiones extranjeras y de un proceso de apertura exterior, detenido en años precedentes.

Nueva oportunidad

Pues bien, todo ello significa también una nueva oportunidad para recuperar el tiempo perdido. Una oportunidad que cuenta con más posibilidades que en el pasado en la medida que la integración en la CE sincroniza la economía española con el mercado único europeo e impide cualquier intento de retorno al mercado nacional. Mayores posibilidades, en efecto, que deben asegurarse con una política económica que sea capaz de asumir dos tipos de tareas: la primera, ejercer el control de los desequilibrios que genera un fuerte crecimiento de estas características, y muy especialmente, las tensiones inflacionistas, y la segunda, impulsar la modernización de las infraestructuras y servicios públicos-transportes, comunicaciones, enseñanza, sanidad, etcétera, casi la única singularidad que le queda a la economía española para adaptarlos a las exigencias del mercado europeo y a las demandas insatisfechas de amplios sectores de la sociedad.

Sin duda, los actuales momentos de auge económico constituyen en esta perspectiva -como señala Albert Carreras- "una ocasión inmejorable para tomar el tren del progreso tecnológico en el momento que pasa por las páginas de la historia y para volver a la senda de progresiva reducción de distancias respecto a los países más avanzados".

Sanfiago Roldán es catedrático de Economía Aplicada de la UAM.

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