Vistazo de Chile
José Carrasco, era un periodista de la revista Análisis. El 8 de septiembre de 1986, pocas horas después del atentado contra Pinochet, lo arrancaron de su casa. "A ciertos señores los tenemos en engorde", había dicho, unos días antes, el dictador. En un suburbio de Santiago, al pie de un muro, le metieron 14 balazos en la cabeza. Fue al amanecer, y nadie se asomó. El cuerpo estuvo allí, tirado, hasta el mediodía. Los vecinos, habitantes de una población marginal, nunca lavaron la sangre. El lugar se convirtió en santuario, siempre cubierto de velas y flores, y Pepe Carrasco se hizo ánima milagrera. En el muro, mordido por los tiros, se leen las gracias que la gente le da por los favores recibidos.En enero recibí el premio que lleva su nombre. Hacía 15 años que yo no entraba en Chile. Me recibió Juan Pablo Cárdenas, el director de. la revista donde Pepe trabajaba. Juan Pablo duerme en la cárcel. Ha sido condenado por agravios al poder. Todas las noches, a las diez en punto, entra en prisión, y sale con el sol. Jesús Eugenio, el fotógrafo de la revista, también duerme en la cárcel: "Tenemos el sueño vigilado", me comentó mientras me enfocaba.
Lo del premio yo lo sabía. Me lo había anunciado, con fecha y todo, la maga que un mes antes, en Perú, me leyó las barajas. Lo demás fue asombro.
El Verbo divino
La autoridad es natural porque viene de Dios", dice el general Augusto Pinochet. Él cree que ha nacido para mandar, en un mundo donde casi todos nacen para obedecer; y pronto cumplirá 15 años de poder absoluto.
El general luce, como sus hijos varones, nombre de emperador romano, y eso parece responder también al plan divino: "Cuando Roma tenía un peligro buscaba un hombre que la mandara", explica.
Él empezó presidiendo, por un tiempito, la Junta Militar que había usurpado el poder en septiembre de 1973: "Esto no es un golpe de Estado", aclaró entonces, "sino un movimiento milita".
Eran los peores días del terror, el río Mapocho, en tiempos de crecientes, arrastraba cadáveres.
Los comandantes del Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y la policía decidieron que iban a turnarse en el cargo. Pero Pinochet se fue quedando; y ahora es presidente de la República, comandante en jefe de las fuerzas armadas, comandante en jefe del Ejército y capitán general de la República. Los comandantes de las cuatro armas son el poder legislativo de su poder ejecutivo.
La imagen de Pinochet ha sido corregida por los tecnócratas especializados en vender esta clase de productos. Aquella figura de 1973, uniforme militar, lentes negros, boca torcida por el odio, ha dejado lugar a un abuelo bonachón, que cuenta chistes y usa ropa deportiva y lentes de contacto. La propaganda oficial, incesante bombardeo que todos los chilenos pagan y padecen, identifica a Pinochet con la patria y con la paz. Una potencia extranjera lo ha instalado donde está, como todo el mundo sabe, mediante un cuartelazo que costó 30.000 víctimas; pero buena parte de la población cree lo que la propaganda dice. Y por si fuera poco el apoyo de ciertos sectores sociales más o menos numerosos, el dictador cuenta también con la divina providencia: "Dios no quiso que me mataran", dijo mostrando a los periodistas la telaraña de las balas en los cristales de su Mercedes Benz. En seguida se corrió la voz: el atentado había fracasado por orden muy pero muy de arriba, y en los cristales astillados había quedado dibujada, para probarlo, la Virgen del Carmen.
Poco antes, hablando en el Club de La Unión ante un público de empresarios y militares, Pinochet explicó que Rusia había sido la que de veras había salido ganando con la II Guerra Mundial, y que desde entonces los rusos habían continuado creciendo, a medida que los ingleses perdían sus colonias, los franceses perdían Argelia y los americanos perdían Corea, Vietnam, Cuba y Nicaragua.
-¿Donde ha sido derrotado el comunismo, Dios mío? Dime, ¿dónde? -preguntaba el general y recibía la divina confirmacióm:
-¡En Chile! ¡Chile es el único país que ha derrotado al comunismo!
Menos mal que Dios tiene otros intérpretes. Por ejemplo, las 150 monjas y sacerdotes que firmaron un manifiesto, en la pasada Nochebuena, denunciando que el Gobierno ofende a la fe cristiana: el Gobierno paga jornales de. menos de un dólar a centenares de miles de esclavos y encarcela a quienes denuncian las torturas y los crímenes mientras recompensa a los torturadores y a los criminales. "No existe derecho humano que no haya sido atropellado durante estos años", proclama el manifiesto, y también. "Pareciera que la muerte hubiera establecido su señorío sobre este suelo nuestro".
La teología de la liberación se extiende, contagiosa, por las poblaciones marginales. "Cristo es el camino, y Marx, el atajo", proclamaba una pared de esas que la dictadura cubre, por las noches, con pintura negra, una pared de esas que dicen la verdad en los suburbios pobres de Santiago.
Chilenos y subchilenos
Nunca han mentido tanto las apariencias, en cambio, en el centro y en los barrios altos. AN Santiago parece la capital de un país próspero. Legiones de obreros baratos, casi gratuitos, se ocupan de que las calles resplandezcan y de que luzcan intactas las paredes. De la clase media para arriba se vive como en Miami, se vive en Miami: los aviones van y vienen, noche y día, entre Mami y Santiago, y en Santiago se miamiza la vida, ropa de plástico, comida de plástico, gente de plástico, mientras los vídeos y las computadoras se convierten en las perfectas contraseñas de la felicidad. Los teléfonos y el correo, que funcionan a las mil maravillas, son los eficientes instrumentos de comunicación de una sociedad incomunicada, que condena y castiga cualquier vínculo de solidaridad comunicante. Los más poderosos medios de comunicación tienen plena libertad para incomunicar a la gente. El diario El Mercurio anuncia 500 millones de dólares de nuevas inversiones extranjeras, en la página económica, y en la página social formula una interrogante que atormenta a todos los chilenos: "¿Cómo viene el 88?". Y contesta: "Se usarán los tonos terrosos. Verdes con caqui, terracotas, mostazas, dentro de una tendencia a lo safari". El festival de Viña del Mar congrega a un gentío. Este año no vino Julio Iglesias, el dulce amigo de Pinochet, pero nuevos ídolos se abren camino y la televisión los muestra a todo cantar: la canción de moda, la de más éxito, dice: "Tú no me quieres, oh, oh. Tú no me quieres, no, oh, oh, oh, oh". La doctrina de la seguridad nacional vela el sueño de los consumidores. Una película de Cronenerg, La mosca lleva varios meses en cartel. A las puertas del cine donde se exhibe, la propaganda ofrece miedo a los espectadores: "¡Tengan miedo! ¡Tengan mucho miedo!-.
A los mendigos y a los vendedores ambulantes los corre la policía; pero ellos se las arreglan para asomar bajo el semáforo rojo o en cualquier otra parte. Vi muchos mendigos. Vi algunos desesperados, al borde de la locura, y vi también unos cuantos profesionales admirables, verdaderos artistas del buen pedir. El mejor de todos, para mi gusto, el más certero, fue uno que realmente sabía llegar al corazón. En un país como Chile, que parece un cuartel gigantesco, este mendigo provocaba lástima diciendo "Soy civil".
En algunas poblaciones margiñales hay un médico cada 20.000 personas. En los hospitales públicos no hay remedios: para salvar la vida de un niño enfermo hay que escribir una carta a la señora Lucía Hiriart de Pinochet .Ella es dama de buen corazón: escucha las súplicas y se apiada.
Las cifras cantan, o lloran. Según las estadísticas, 7 de cada 10 chilenos son pobres o indigentes. La mitad de la población de Santiago de Chile carece de trabajo fijo y malvive de changas engañapichangas. Cuanto menos se come, más se bebe; y si después corre la sangre, no es por culpa del vino.
"Únanse al baile de los que sobran", propone la canción rockera más popular. La canción es del grupo Los Prisioneros, que congrega multitudes donde actúa, pero que no aparece en las pantallas de televisión ni en los festivales de Viña del Man "¿Por qué los ricos tienen derecho a pasarla tan bien, si son tan imbéciles como los pobres?".
Memoria de la grandeza
Cada vez son menos los ocupados y más los desocupados; cada vez son menos los chilenos y más los subchilenos.
Por ellos, desde ellos, había muerto Salvador Allende. En el pequeño cementerio de Viña del Mar, su tumba no tiene nombre, pero tiene siempre flores.
En los días de mi estadía, la derecha mezquina y la izquierda puritana estaban dedicando buena parte de sus fervores a discutir si Allende se suicidó o no se suicidó, como si eso tuviera alguna importancia. Poco antes, la dictadura había quitado sus derechos civiles y políticos al dirigente socialista Clodomiro Almeyda, como si los demás chilenos disfrutaran de esos derechos.
Lo que de veras importa es que Allende anuncíó que no saldría vivo delpalacio presidencial, y tuvo la grandeza de cumplir su palabra: "Bajen ustedes, que yo ya voy", dijo a sus colaboradores más íntimos, y se quedó solo en el palacio en llamas.
El capitán se hundió con el barco. Como debe ser. Todos lo dicen, pero es raro que alguien lo haga. ¿Qué importa de quién fue el dedo que disparó la bala final? Allende cayó defendiendo la democracia chilena, y sus asesinos fueron los asesinos de la democracia chilena.
¿Y ahora? La democracia chilena ¿resucitará?
Una semana no da más que para asomarse un poco, un poquito, a la realidad. Éste ha sido un encuentro corto, al cabo de una ausencia larga. Pero me parece evidente, sin embargo, y creo que puedo decirlo sin riesgo de error, que las debilidades de la oposición, dividida y vacilante, están fortaleciendo a la dictadura. La dictadura dicta, que para eso está, y la oposición, o buena parte de ella, patalea, protesta y acaba por aceptar. Una hoja satírica, que circula sin pie de imprenta, comenta: "Algunos que ayer exigían la cabeza del tirano hoy se contentan con verlo mejor pinado".
Me fui de Chile medio marcado, por las emociones intensas y las sensaciones confusas... Pero Helena Villagra, que me acompaftó en el viaje, soñó que los chilenos habían guardado el fino. Lo habían guardado las viejas, en las cocinas de las poblaciones; y para ofrecerlo les bastaba cón soplarse, suavecito, la palma de la mano.
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