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Tribuna:LOS DERECHOS HUMANOS EN CHILE
Tribuna
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La dependencia del poder judicial

Afirmar que el poder judicial no goza de independencia en el régimen militar imperante en Chile desde el 11 de septiembre de 1973 no es descubrir nada nuevo. Sólo dentro del marco de un Estado de derecho puede empezar a hablarse de independencia de los jueces, y es obvio que en el Chile de hoy no concurren los presupuestos de esa forma de Estado: ni se da el imperio de la ley como manifestación de la voluntad popular ni hay un verdadero reconocimiento de los derechos y libertades de los ciudadanos ni -por supuesto- se respeta el principio de la división de poderes del Estado, al estar concentrados el Ejecutivo y el legislativo en una sola persona, el general Pinochet, con la ayuda de la Junta Militar de Gobierno que preside. En estas condiciones, tampoco se da el control parlamentario y judicial de los actos emanados del Ejecutivo, propio de todo Estado de derecho.Que esto es así pudimos comprobarlo recientemente los componentes de la comisión de juristas europeos (magistrados, abogados y profesores universitarios de Italia, Bélgica, Holanda y España) convocados por la Comisión Chilena de Derechos Humanos, el Departamento de Derechos Humanos del Colegio de Abogados y la Asociación de Abogados de Presos Políticos en Santiago de Chile, donde nos constituimos en sesión pública en un hotel céntrico de la capital para escuchar numerosos informes de juristas o de parientes de desaparecidos, de condenados a muerte, de ciudadanos sumariamente ejecutados entre 1973 y 1987, que tomaron la importante decisión de formular públicamente sus denuncias y acusaciones extraordinariamente graves en contra de los organismos del poder de su país.

Esta situación se mantiene desde el golpe militar, sin solución de continuidad pese a la aparente cobertura formal que pretendió el decreto-ley de 8 de agosto de 1980, por el que se publicó la llamada Constitución política de la República de Chile, donde se recoge una de las perlas más curiosamente ególatras de la legislación golpista contemporánea: "Durante el período indicado (ocho años)... continuará como presidente de la República el actual presidente, general del Ejército, don Augusto Pinochet Ugarte...", que lógicamente es el primer firmante de dicho decreto-ley. Bastaba referirse al actual presidente, pero no le debió parecer suficiente al general.

Mucho más serio es ver cómo, a diferencia del régimen franquista que padeció nuestro país, en el que se desterró de la terminología legal las palabras constitución y constitucionales (aquí se hablaba a lo sumo de leyes fundamentales o de ley orgánica del Estado), los nuevos estrategas militares latinoamericanos pretenden amparar su régimen militar bajo el manto constitucional.

El régimen franquista luchó hasta el mismo momento de su desaparición para que se le reconociera nacional e internacionalmente una legalidad democrática. El régimen militar chileno ha tendido la trampa de simular su desaparición para pervivir bajo una pretendida legalidad democrática constitucional.

Trasvase de competencias_El panorama se agrava si se tiene en cuenta el trasvase de competencias a la jurisdicción militar, carente de la debida imparcialidad dada la movilidad de sus jueces -y especialmente por su dependencia jerárquica del mando militar-, que ha facilitado una aplicación corporativa de la ley cuando estaban implicados militares acusados de delitos por violaciones de derechos humanos.

Confirma lo dicho el que desde la entrada en vigor de la llamada Constitución de 1980, y pese al real temor a las represalias, se han contabilizado 115.513 denuncias por violaciones de los más elementales derechos humanos (394 muertes, 1.288 homicidios frustrados, 1.462 torturas, 103.713 detenciones arbitrarias, 1.052 relegaciones, 4.717 tratos crueles y 2.869 amedrentamientos). Sin embargo, se nos afirmó públicamente que hasta no se ha ejecutoriamente condenado a ninguno de los responsables.

Al modo de ver de los miembros de la comisión, resulta esencialmente grave la responsabilidad de la Corte Suprema del país. No porque sus miembros hubiesen actuado como ásépticos aplicadores de la legalidad militarista, sin cuestionarse que, en coherencia con esta propia legalidad, los preceptos que aplicaban carecían de toda legitimidad, dado el carácter y naturaleza de los derechos humanos, sino por el hecho de que, además, la Corte Suprema fue más allá, abdicando de sus propias competencias en favor de los tribunales militares o resolviendo sistemática y restrictivamente cuando se trataba de sus funciones de amparo y protección de derechos individuales, y amplia y generosamente cuando el acusado era un militar o agente de la DINA.

Lo prueban, entre otros, los siguientes ejemplos:

1. La aceptación de que menores de edad puedan haber sido detenidos por estados de excepción, declarando inaplicable la ley de protección de menores, razón por la cual se rechazaron los hábeas corpus que se interpusieron en favor de niños.

2. La legitimación de detenciones en recintos secretos.

3. La aceptación de las incomunicaciones administrativas derivadas de arrestos dispuestos por el Ejecutivo.

4. La pasividad ante el incumplimiento por el Ministerio del Interior de evacuar dentro del plazo legal los informes en los recursos de hábeas corpus, llegándose al extremo de facilitar plazos adicionales reiterados cada vez que se producía el vencimiento del anterior.

5. La revocación sistemática de las sentencias de los órganos jurisdiccionales inferiores que acogían recursos de hábeas corpus o de protección en favor de exiliados, detenidos y disidentes.

6. La aplicación generosa del decreto-ley de amnistía de 1978, que supuso la paralización de investigaciones y el sobreseimiento de procesos en que los jueces inferiores habían determinado la responsabilidad de agentes de la DINA o de militares.

7. La aceptación de las versiones artificiosas de agentes de seguridad que han participado en torturas, frente a otras pruebas, incluso periciales, que demuestran la verificación de los tormentos.

No obstante, hemos constatado con satisfacción que, pese a la situación excepcional existente en Chile desde hace 14 años, se ha producido un movimiento social y jurídico por la defensa de los derechos humanos. El primero, el valiente y eficaz testimonio de la Iglesia católica en la organización y defensa de los derechos humanos desde el primer día del actual régimen militar. El segundo, el alto valor de los abogados chilenos representados hoy en las instituciones que nos convocaron o de la vicaría de solidaridad, que han dado ejemplo de su adhesión a los valores permanentes del estado de derecho. El tercero, el ejemplo de las familias de las víctimas, manteniendo una lucha tenaz por el derecho a la justicia y sanción de los culpables.

Y, por último, la actitud valiente, inteligente y profesional, de algunos jueces, cuyo testimonio da cuenta de los valores morales y jurídicos que permanecen aun en el personal judicial chileno, al no haber claudicado en su función, garante pese a la conducta hegemónica impuesta por la Corte Suprema y por anónimas amenazas de muerte recibidas por alguno de ellos.

Sería muy necesario que este movimiento social y jurídico fuera acompañado de un decidido acuerdo político, sin fisuras ni ambigüedades, de los 14 partidos políticos y 18 organizaciones sociales que suscribieron el día 10 de diciembre de 1987 la declaración y compromiso con los derechos humanos, que ofrezca al país una clara alternativa de salida auténticamente democrática.

Otro futuro

Si la Ramada angustiosa a la unidad que se percibe a lo largo y ancho del país no tiene eco, el régimen militar, bajo el falso señuelo de transición democrática a la española -hemos oído repetidamente en Chile que ni el dictador ha muerto ni Chile tiene un rey- saldrá afianzado en este año de 1988, programado por la Junta Militar para el plebiscito.

Chile, el pueblo chileno, se merece otro futuro.

Antonio Doñate es presidente de la Audiencia Provincial de Barcelona y presidente de la Comisión de Juristas Europeos.

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