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De genes, corrales y huertos

Enrique Gil Calvo

Las autoridades norteamericanas acaban de abrir la ventanilla para registrar patentes de invención de nuevos seres vivos. Vaya escándalo. La reacción de los frívolos, o de los mejor conformados, ya se sabe: estos americanos, qué ingenuos, qué horteras y qué pretenciosos. La reacción de los severos, o de los irreductibles, ya se conoce: atentado contra la naturaleza, afán de lucro a costa de la manipulación genética, ultraje al sagrado aliento de la vida, cruento genocidio de seres vivos, blasfema parodia de Dios Creador. No parece haber humanista que, se precie que no corra a reírse o a quejarse de las monstruosidades que pretenden comercializar los norteamericanos: "¡Y con marca registrada'.", se dice, como si la etiqueta codificadora sobreañadiese el oprobio a la afrenta. Cuánta hipocresía. Lo de nosotros, los occidentales, resulta excesivo: somos la civilización más depredadora del planeta, al que hemos colonizado, masacrado y explotado, y, sin embargo, nos arrogamos al monopolio de la moralidad, la ética y el humanismo. Pues bien: basta ya de doblé moral. Seamos consecuentes con el modelo de evolución histórica del que somos producto y a cuya continuación ampliada parecemos destinados.Desde al menos 10.000 años, los humanos nos estamos constantemente inventando nuevos seres vivos. La domesticación de plantas y animales, producto de la revolución agrícola, originó un sinnúmero de nuevas razas y variedades: perros y corderos, trigo y maíz, vacas y cerdos, algodón. y lino, caballos y gallinas, uvas y cebada, mulos y capones, café y tabaco, toros de lidia y gallos de pelea, árboles enanos y rosas de cultivo. Cada uno con sus marcas registradas, por supuesto: véanse, si no, los pedigrís caninos o los hierros de las reses bravas. Fue precisamente la selección artificial de nuevas variedades de palomas de concurso lo que inspiró a Darwin el descubrimiento de la selección natural. En consecuencia, la domesticación de nuevas variedades de animales y plantas no implica- otra cosa que la aceleración dirigida de la propia evolución natural, es decir, la explotación consciente de las leyes naturales con arreglo a objetivos humanos. El que esa explotación se haga con afán de lucro no la descalifica, sino todo lo contrario: ¿qué hay de mas legítimo que la explotación económica cuando produce como resultado la invención de la agricultura y la ganadería, con sus incalculables posibilidades de alimentación para el género humano? ¿Es que el ingeniero agrícola, no menos que el campesino o el ganadero, como el pescadero, el frutero o el carnicero, no pueden estar movidos por el afán de lucro, como cualquier hijo de vecino, sólo porque su objeto de trabajo se refiere a la manipulación de seres vivos ... ?, ¿y no comemos todos gracias a su trabajo, no por interesado menos necesario?

Hasta mediados del siglo pasado la mortalidad era enormemente elevada a causa de la crónica escasez de alimentos, debido a la baja productividad del campo. Sólo tras la llegada de la revolución industrial, cuando por fin comenzó a tecnificarse el campo, pudo comenzar a elevarse la producción de alimentos por encima del nivel de subsistencia, reduciéndose, en consecuencia, la tasa de mortalidad. Por, tanto, todo cuanto se haga en investigación y desarrollo en materia agropecuaria, no hará sino mejorar el nivel de vida humano: no conozco ningún otro humanismo más legítimo.

La biotecnología y la ingeniería genética, aplicadas a la investigación y desarrollo de nuevos seres vivos, no implica ninguna discontinuidad con el viejísimo y ancestral sistema de la domesticación de animales y plantas mediante la selección artificial de nuevas variedades y razas. Simplemente, lo que antes se hacía por tradición, a ojo de buen cubero, mediante recetas de cocina y aplicando el método de la prueba y el error, ahora se hace por el método experimental de la ciencia moderna, bajo control riguroso y previendo con toda exactitud los resultados buscados. En suma, lo que antes se dejaba al azar (cruzando caballos y asnos, a ver si pasaba algo), ahora se hace bajo control humano, sabiendo lo que va a pasar por adelantado. Por tanto, desde un humanismo sensato, resulta mucho mas legítimo el procedimiento moderno, supervisado bajo control científico, que el tradicional, imprevisible y descontrolado.

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Lo que sí cambia es la velocidad. Con el procedimiento antiguo, precientífico, se tardaba generaciones enteras en mejorar las variedades y razas, obteniendo espigas con más semillas o recentales con más kilos. Hoy, en cambio, en un par de años se consiguen resultados que antes precisaban siglos. ¿Por qué? Pues en parte debido al sistema de registro de patentes de invención, que garantiza una remuneración suficiente de los derechos de propiedad intelectual del investigador. Investigar implica esfuerzos muy costosos y de muy inciertos resultados: esfuerzos que no merecen la pena si luego, una vez culminados, cualquiera puede aprovechar el resultado sin haber tenido que sacrificar coste alguno. Por tanto, en ausencia de un sistema de derechos de propiedad de los investigadores sobre sus descubrimientos (eso, y no otra cosa, es un registro de patentes), no merece la pena invertir tiempo ni recursos en el esfuerzo investigador. Y eso es lo que sucedía en el pasado, cuando no existían patentes: nadie se molestaba en investigar, y sólo por azar se producían los descubrimientos. Pero hoy, desde que ya resulta rentable ponerse a investigar, la velocidad con que se suceden los descubrimientos se va multiplicando de modo acelerado.

Tal velocidad genera vértigo. En realidad, las protestas que despierta el anuncio de la oficina de patentes no se debe tanto a la indignación moral (para la que no hay nuevas bases, pues, en sustancia, el asunto es tan viejo como el corral y el huerto) cuanto al miedo: miedo a no poder adaptarse a tiempo, miedo a no poder seguir el paso de un proceso tan veloz, miedo a perder el dominio sobre una evolución excesivamente rápida. Ese miedo es fundado: es el miedo al poder, el miedo ante aquello que nos puede y contra lo que poco se puede. Y de ese miedo, como siempre, surge la apelación a Dios: reto a Dios, suplantación del Creador, parodia del Sumo Hacedor. ¿Pero qué es Dios más que una creación humana, otro producto de los hombres, mera invención diseñada por los humanos para conjurar el miedo al azar incontrolado? Basta ya de prestar oídos a oscurantistas funcionarios vaticanos, que pretenden asustarnos con ángeles y diablos, dioses y demonios. El miedo al poder se vence usándolo.

Lo único sagrado a respetar, de haberlo, es la relación de los humanos con su entorno; relación de explotación de unos re cursos escasos. La ciencia incrementa sobremanera semejante poder de explotación: lo cual, como siempre ante el poder, da miedo. Pero desde que ese poder de explotación existe, no usarlo sería criminal, literalmente, pues implicaría reprimir la capacidad de satisfacer necesidades humanas. Desde que la ciencia explota la naturaleza, la cantidad de vida humana sus tentada por el planeta (medida en número de personas multiplicado por su esperanza de vida) viene multiplicándose en progresión geométrica: nunca tantos vivieron tanto como ahora. A pesar de lo cual, sigue habiendo bocas humanas sin alimentar. Por tanto, es criminal reprimir la investigación biotécnica, de la que depende el futuro de la alimentación. El único criterio es la cantidad y la calidad de las vidas humanas concretas.

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