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Escritura sin fricción

Por nada en el mundo quisiera que pareciera un menosprecio hacia mi querido Claudio Rodríguez, pero pienso que los académicos de la Real Academia de la Lengua han acertado de pleno al elegir a José María de Areilza para ocupar el sillón en el que se sentaba hace pocos meses el inolvidable Manuel Díez Alegría. ¡Cuán a menudo recuerdo yo las numerosas conversaciones a tres en que tanto aprendía de las bocas de Areilza y Díez Alegría.?Los últimos años solíamos reunirnos, para mi gran placer, cada verano en mi casa de Cantabria. Díez Alegría llegaba de cerca, de Buelna, ya en Asturias, y José María se trasladaba desde Motrico, algo más lejos, en el País Vasco. Hablábamos de todo, pero jamás oí una palabra hiriente, quizá porque las palabras propias no se escuchan con los oídos, sino con la garganta, y ellos dos fueron siempre incapaces de insultar.

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Ahí precisamente quería llegar yo. Areilza elimina también en su escritura toda fricción.

Como aconseja Montesquieu, pone sal, pero evita el vinagre en esa maravillosa aventura de llenar cuartillas. El artículo periodístico -o, si se quiere, la columna- lo convierte Areilza, dentro de la mejor tradición, en un miniensayo en el que cortésmente deja al lector en plena libertad de sacar las consecuencias que quiera y hasta de disentir, que no por ello va a ser peor lector. Aquí no se enzarza nadie en una bronca, y mucho menos va, alguien a tirarse de los pelos.

Animal de una especie rara, José María de Areilza no pretende cargarse a alguien, deporte tan del gusto del español y apenas traducible a otros idiomas. Ni tan siquiera se lanza a la polémica. En 30 años de ininterrumpida amistad, y pese a sus miles de artículos, conferencias, discursos y libros, me es imposible ahora mismo, cuando los recuerdos juegan a esconderse, enumerar alguna polémica o un mentís o una rectificación, pese a que no siempre se le ha tratado bien. Político, sabe que el periodismo, cuando existe esa misteriosa y reiterada comunicación de escritor a lector, es algo vinculante y tal vez de comunicación mayor que la existente entre el autor de un libro y quienes se adentran en la lectura de sus páginas. Cuando esta comunicación existe, podría decir Areilza, el periodismo no es fugaz, sino permanente; no acaba mañana, sino que se prolonga en el tiempo; no es un hecho aislado, sino un clima que se cristaliza; no es un episodio, sino mucho más; es un movimiento de opinión. Así nace el periodismo político.

Con ese lenguaje pulcro y exquisito, y también con esa gran elegancia que es la tolerancia, ha introducido Areilza una mayor profundidad en la vértebra política española. Se fija en lo que para los otros seres suele pasar inadvertido gracias a la intensidad y curiosidad de su mirada y a su actitud de enorme interés por todo. Creo que es por eso mismo un gran contador de viajes, de la naturaleza, de la vida vegetal. Un árbol es más que un árbol, y algún lector avisado sabrá perfectamente lo que quiero decir.

Curiosidad por todo, pues, y una exigencia consigo mismo muy superior a la que exige a los demás. De ahí nace esa escritura esmerada y limpia, jamás chabacana, que consigue trasladar a sus discursos y al total de su obra política. Y también esa cultura enciclopédica puesta al día que le permite hablar de todo con autoridad.

Reconoceré que cuando tengo que pronunciar alguna conferencia o escribir sobre un tema complicado, suelo consultarle y siempre me sugiere algo inteligente, aunque le haya preguntado a bote pronto. Por eso yo leo, lo que yo llamo leer, tan sólo a Areilza y tres o cuatro escritores, contemporáneos más. A los otros, más que leerlos los vigilo, y no sin razón, pues algún día me decidiré a publicar el contenido del cajón de monstruosidades escritas que pacientemente he ido coleccionando.

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