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Tribuna:PUNTO FINAL A UNA OBRA EN VARIOS IDIOMAS
Tribuna
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Memoria de un rebelde

Juan Luis Cebrián

Desde muy joven he participado de la fascinación intelectual y personal que Antonio Tovar era capaz de proyectar en torno suyo. Esto es algo que dije hace poco más de un mes, en el homenaje que se le rendía en Madrid, a propuesta de la Sección de Derechos Humanos de la Cruz Roja Española, y cuando su jovialidad y las promesas de llamarnos en seguida, a la vuelta de cualquiera de los viajes que a ambos nos acosaban, no permitían sospechar para nada lo largo e interminable que podía ser en esta ocasión el suyo. Nos despedimos con una referencia leve a la operación próxima -"sin importancia", matizó- a la que pensaba someterse.Y ésa es la última imagen que voy a guardar, felizmente, de él, apoyado en el bastón que le acompañaba desde que hace años sufriera un accidente de automóvil, rodeado de amigos y allegados, humildemente ufano por la gente que le quería.

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Antonio Tovar era un hombre rebelde. "¿Qué es un hombre rebelde?", se pregunta Camus en el umbral de su ensayo del mismo título. "Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento". Guardo en mi archivo personal un puñado de cartas manuscritas, con caligrafía más propia de un galeno que de un estudioso del idioma, que Antonio comenzara a enviarme hace casi 20 años desde su refugio intelectual de Tubinga. Yo había publicado por entonces en Pueblo un pequeño artículo apoyando su candidatura a la Academia -disputada por los reaccionarios de siempre, que le oponían con singular descaro al padre Félix García-, y a partir de ese hecho, y de una indirecta relación familiar, enhebramos una correspondencia que se ha prolongado hasta este mismo verano, salpicada de discusiones, divagaciones y entusiasmos. "... tienes mucha razón de pensar que el nombramiento para la Academia me uniría más a Madrid y, en definitiva, a España", me escribía en 1967. "Por lo demás, la renta per cápita que aquí dan a los filólogos no es superior, sino inferior, a la que pagan ahí, y filólogo hay, como el muy pío señor Balbín, por ejemplo, que gana más ahí que yo en Estados Unidos. Lo que pasa es que para eso, además de ser filólogo, o sin serlo, que da lo mismo, hay que ser amigo, y decir amén. Y eso, y no la pobreza, es lo que hace inhabitable nuestro país".

Tovar nos ha legado así un hermoso testamento de actitudes: su permanente protesta, su permanente análisis, su permanente compromiso moral con lo que le rodeaba encarnaban del todo la imagen del maestro. Sólo su bondad era comparable a su inteligencia; de ambas procedía esa intransigente manera de ser, esa rectitud profunda de su entendimiento, que le llevaron a no claudicar jamás. Muchos van a hacer ahora el recuento de su aportación intelectual al conocimiento del castellano, del euskera o del quechua. Otros evocarán su contradictorio apasionante y radicalmente honesto, comportamiento político.

Pero para este tiempo de la evocación por los amigos, yo he preferido espigar ese mínimo recuerdo epistolar de un hombre que ha muerto de la misma manera en que voluntariosa y estoicamente había vivido: incapaz de decir amén a nada.

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