Todo un maestro

La noticia de su muerte esta mañana fría y soleada de diciembre ha puesto en carne viva mi memoria. Necesito hundir la cabeza y toda mi sensibilidad en aquel primer lustro de los años cincuenta. La facultad de Letras del palacio de Anaya, en Salamanca. Tovar, rector de la universidad y procurador en las Cortes de Franco. Ninguno de los dos cargos consiguieron que perdiera una sola clase. Lo encontré siempre, durante mis cuatro años de alumno, en el Seminario de Filología. Guiaba nuestra lectura de los clásicos. Atendía con paciencia infinita nuestras preguntas más nimias. Nunca noté más distancia que la de su timidez. Lo he confesado públicamente: fue uno de los hombres que influyó más en mi a través de sus explicaciones lingüísticas. La hermenéutica de los textos moldeó mi cabeza para otra hermenéutica más vital de la realidad circundante.Un dibujo ingenuo

De repente nos hemos quedado huérfanos. Todas las referencias tenemos que encomendarlas ahora a la memoria subjetiva de aquellos años y de los encuentros fugaces durante su exilio intelectual en Tubinga. Después volví a encontrarle en la comisión de la Academia de la Lengua que revisaba los textos litúrgicos del nuevo misal español del posconcilio. Mi mano ahora tiembla como la de un niño que quiere pintar la figura del padre que no ve hace tiempo porque marchó a un país lejano. Un dibujo ingenuo, incompleto, de rasgos familiares en los que ni él mismo llegaría a reconocerse.

Tovar era y sigue siendo para mí un gigante con una sonrisa siempre balbuciente. Unía el rigor a la paciencia, El respeto que impregnaba todo su trato lo hacía mucho más atractivo. Me enseñó a respetar el dato, a no intentar una lectura de la realidad hasta, haber analizado los tiempos, los prefijos y las desinencias. Para comprender cabalmente un texto había que someterse antes a toda una ascesis de lexicología y semántica del autor y de la época. Las leyes de la interpretación constituyen el bagaje más valioso del diálogo y de la convivencia.

Como religioso y jesuita, nunca encontré en Antonio Tovar el más mínimo atisbo de prejuicio o incomprensión. Al contrario, él me ayudó a descubrir la ciencia lingüística en sí misma, algo tan amable que daba profundidad a mis propias convicciones religiosas.

Tovar no fue nunca nacionalcatólico. Esa fue su cruz y su grandeza en la España de la posguerra. Yo descubrí con él el valor de la laicidad en sí misma, tan neutral que abría más los horizontes de la trascendencia. El poder político de algunas instituciones católicas, manipuladoras de la cultura en aquel tiempo, me pusieron en guardia tanto contra el clericalismocomo contra el anticIericalismo. Estábamos allí los dos para acercarnos a la realidad. El conocimiento científico le acercaba a mi propio mundo.

Yo empecé ya entonces a soñar con una España más moderna y convivencial. Aprendí a amar al pueblo vasco, descubrí con él el esfuerzo de inculturación de nuestros misioneros en las lenguas precolombinas. Tuve la experiencia de estar muy cerca de un hombre universal. Antonio Tovar ha muerto. Los que lo llevamos muy dentro tendremos siempre un guía amigo que nos orienta en los vericuetos de la realidad. En el horizonte de la catolicidad, Antonio Tovar sigue siendo uno de mis principales maestros.