La trampa de la ley
En un país en que se consigue una más eficaz e inmediata parálisis de cualquier servicio público aplicando estrictamente el reglamento que convocando una huelga, ¿qué cabe decir sobre irregularidades administrativas? Todos los españoles saben que el cumplimiento de los reglamentos durante un solo día supondría un caos de tal envergadura en la Administración pública que haría peligrar la supervivencia misma del Estado. Más aún: estoy convencido de que si Bakunin -o cualquiera de los líderes históricos del anarquismo vivieran hoy, no recomendarían la desobediencia civil, la acción directa o cualquier otra forma de rebeldía, sino, todo lo contrario, la sumisión escrupulosa, el fanático acatamiento de la letra pequeña, la delectación morosa en todos y cada uno de los apartados en los que se articulan las leyes, las normas, las órdenes, los oficios, etcétera. ¿Cumplir el reglamento? ¡Vaya bomba! Y si no que se lo pregunten a los controladores aéreos: si van a la huelga, ya se sabe, aplicación de los servicios mínimos, pero si, simplemente, se dedican a cumplir el reglamento...En lo que se refiere a los museos públicos españoles, el absurdo reglamentario bordea lo tragicómico. De entrada, están todos, o casi todos, fuera de la ley. Como lo saben muy bien las autoridades responsables, no tienen la posibilidad operativa de cumplirla. De hecho, si lo hicieran, tendrían que cerrar. ¿Quieren un ejemplo al alcance de cualquiera? Pues cójanse la ley del Patrimonio, recientemente aprobada, y confronten las exigencias ordenancistas de su articulado con lo que ocurre con el museo público de su ciudad y comprobarán, en seguida, que el Estado es incapaz de respetar la mayoría de las recomendaciones que demanda a los particulares.
¿Qué ocurre entonces? El desarrollo de la más sofisticada técnica para cubrir las apariencias, o lo que es lo mismo, sobre el convencimiento de la honradez básica de la práctica totalidad del funcionariado de este sector, un hacer la vista gorda ante las mil irregularidades cotidianas en la esperanza de poder posteriormente embutirlas, como sea, en los rígidos límites del articulado correspondiente.
Actividades
Por todo ello, aun desconociendo por el momento los resultados concretos de la auditoría realizada sobre los museos oficiales de nuestro país durante el período de 1978 a 1982, no me cabe la menor duda de que el cómputo de las irregularidades administrativas detectadas está en relación directa con el mayor o menor número de actividades que han llevado a cabo. Lógicamente, los más afectados han tenido que ser el Museo del Prado y el Museo Español de Arte Contemporáneo. Por contra, los que permanecen cerrados o no han desarrollado otra actividad que la de abrir sus puertas, ésos, seguro que salen indemnes. Para zanjar la cuestión no hay sino que reparar en una cuestión: el que fue director del MEAC durante el período auditado fue confirmado en su puesto por el actual Gobierno y permaneció en él hasta finales de noviembre de 1984, todavía no se ha cumplido el año desde entonces, fecha en la que fue cesado, al parecer, por haber incurrido en descortesía con el ministro de Cultura y no porque éste estuviera muy disconforme con su gestión; el actual director del Prado fue subdirector del mismo entre 1971 y 1981, fecha en la que dimitió por no estar de acuerdo con el nombramiento de Federico Sopeña, siendo entonces sustituido en el cargo por Manuela Mena, que sigue hoy en ese cargo.
En consecuencia, me inclino a pensar que los datos revelados en la presente auditoría ponen en cuestión sistemas más que personas -unos sistemas que siguen vigentes en lo fundamental- y, como quiera que el personal directivo tampoco ha cambiado tanto, la única consecuencia extraíble es que sigue sin existir una política de museos eficaz; esto es: que se continúa a la deriva del arbitrismo político de turno para cada vez hundirse más.
Entre tanto, mientras se decreta la gratuidad de los museos, se anuncia la autonomía del Prado y se compra el palacio de Villahermosa por unos miles de millónes, la gerencia del mismo se dirige por carta a los medios especializados, declarándose incapaz de seguir enviando los ejemplares de su boletín con su carácter gratuito. O en unas recientes oposiciones al cuerpo de conservadores de museos, un tribunal formado por arqueólogos debe juzgar la idoneidad de los aspirantes disertando sobre la transvanguardia. Claro, que éstas no son cosas que se recojan en una auditoría.
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