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Pasajero de una pesadilla

El juicio de Buenos Aires, en su recta final

Durante 77 días, la Cámara Federal de Apelaciones de lo Criminal y Correccional -un tribunal civil que estájuzgando a los militares por el Código de Justicia Militar- ha escuchado en Buenos Aires el relato de más de 900 testigos sobre las atrocidades cometidas por las tres primeras juntas militares que gobernaron Argentina entre 1976 y 1982. El juicio contra nueve triunviros militares, entre ellos tres ex presidentes de la nación -Videla, Viola y Galtieri-, ha entrado en su recta final. La fuerza de los testimonios ha sido tal que los acusados tienen escasas posibilidades de librarse de las máximas penas.

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La última semana de la vista oral del juicio de Buenos Aires contó con un espectador de excepción: Jorge Luis Borges. La vista de una de las causas más infames de la historia se celebra en el palacio porteño de los Tribunales, en pleno centro de Buenos Aires, y a sólo dos cuadras de la Unidad Penal 22, que aloja a los encausados menos al teniente general Galtieri, que permanece preso en Campo de Mayo por su derrota en las Malvinas, y el brigadier del Aire Grassigna, que se encuentra en libertad condicional.Durante las 77 sesiones testificales quedó abierto un cupo de asientos al público en general que jamás fue totalmente cubierto. Acaso por ello Borges quiso comparecer como ciego espectador ante aquella historia particular de la infamia. Acompañado de la argentino-japonesa María Kodama, su adorada secretaria y compañera, a la que puede que siga hasta Japón para morir allí, marchó voluntarioso hasta el palacio de los Tribunales porteño, se sentó, escuchó y se descompuso. Se descompuso física y violentamente ante lo que estaba escuchando y hubo que sacarlo de la sala y aliviarlo con las delicadezas y trabajo que requiere la ceguera. En uno de sus peores pero más sensibles temblorosos artículos -véase EL PAIS del 10 de agosto- relató sus sensaciones.

No podía ser de otra manera. Curtidos periodistas, con la sensibilidad encallecida por una. prolongada contemplación de la barbarie, alimentaron su cirrosis en los bares aledaños al palacio de los Tribunales porteños, buscando desde hace 77 días en cada anochecida, de lunes a viernes, algún consuelo alcohólico para lo escuchado -o alguna vaga explicación en el fondo de una botella para la supuesta necesidad de hacer confesar a una detenida embarazada a base de aplicar la corriente alterna directamente en su feto.

Obsesión sexual

Los 900 testigos lo han sido del fiscal y de la defensa. Galleantes al comienzo, los defensores se limitaron a repreguntar, bastante torpemente, sobre la identidad ideológica de quien deponía o de sus deudos desaparecidos o sobre -en esto insistieron siempre- si la relación de pareja era marital o de mancebía. Objeción más sexual que jurídica que, como se verá, tiene mucho que ver con la pesadilla argentina. A medida que avanzó la vista testifical, los abogados defensores se retrayeron hacia un espeso, inevitable y conveniente silencio.

El juicio de Buenos Aires contra los seis presidentes tenientes generales del Ejército de Tierra Jorge Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola y Leopoldo Fortunano Galtieri y sus triunviros de la Marina y el Aire Emilio Eduardo Mássera, Armando Lambruschini, Jorge Isac Anaya, Orlando Ramón Agosti, Omar Domingo Grassigna y Basilio Lami Dozo (en Argentina es costumbre usar dos nombres y desdeñar el segundo apellido) fue promovido por el presidente Raúl Ricardo Alfonsín por decreto y en una de sus primeras decisiones de Gobierno. Ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, máximo tribunal castrense, les acusó, en su calidad de comandante en jefe de los ejércitos, de privación-ilegítima de la libertad, allanamiento de morada, falsedad documental, aplicación de tormento a los detenidos y homicidio.

Alfonsín ordenó abrir un segundo sumario contra destacados jefes y oficiales, y responsabilidades de Gobierno, por los mismos supuestos delitos y logró de inmediato la reforma en el Congreso del código para equipararlo al asesinato cualificado y exonerando de toda responsabilidad a quien resista físicamente y al que intente subvertir el orden civil y constitucional.

El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas estudió durante meses el sumario propiciado por su presidente, lo empantanó, lo enredó y terminó agotando estérilmente su plazo legal y aduciendo incapacidad temporal para estudiarlo. Alfonsín, que había hecho apelables las decisiones de la justicia militar ante la ordinaria, ordenó el pase de la causa a la Cámara Federal de Apelaciones de lo Criminal y Correccional -un máximo tribunal civil de seis jueces-, que de inmediato no encontró mayor problema para dar comienzo al proceso.

Sintiéndose ofendidos en su sospechosa lentitud, los integrantes del alto tribunal militar dimitieron en masa intentando forzar una crisis constitucional que se resolvió drásticamente mediante sustituciones y recordándole a la cúpula militar que más valía el juicio a las juntas y a los mister Hyde de la represión que seguir con procesos individualizados y pormenorizados a todos los miembros de las fuerzas armadas que encontraron el final entre su vocación en la aplicación de la picana y que vieron despertar su sexualidad atrofiada -y fueron muchos, fueron la mayoría, sobre cuerpos inermes de mujeres, de hombres y de niños.

El punto de referencia de todas estas sesiones testificales ha sido el fiscal general de la Cámara Federal de Apelaciones, Julio César Strassera, un cincuentón juvenil que se ha tomado el encargo con una energía y empeño que bien podrían costarle la vida en el futuro. Con una pobreza de medios rayana en la indigencia -pero con la estimable colaboración del informe Sábato, también ordenado por Alfonsín, sobre las atrocidades a la guerra sucia-, diseñó una acusación elaborada sobre profesiones, edades, militancias, provincias, demostrando a base de testimonios directos -terminó renunciando a centenares por innecesarios- que las fuerzas armadas argentinas utilizaron la estructura del Estado para, después de tomar el poder, reprimir a la guerrilla de izquierda mediante métodos ilegales, inhumanos y profundamente abyectos.

A estas alturas de este juicio existen ya pocas dudas de que las fuerzas armadas argentinas derrocaron en marzo de 1976 al abominable Gobierno de Isabelita Perón -corrupto, heredero de la guerra civil peronista, terrorista y cruel desde su derecha- para implantar una dictadura castrense que implantó el terror de un elaborado plan de Estado Mayor: secuestro y desaparición de las personas, tortura generalizada, robo de pertenencias para satisfacer a los sicarios y asesinato -aunque la acusación sólo sea en grado de homicidio- de los muy dañados por la represión o de los muy comprometidos en su militancia.

Remedo hitleriano

Las fuerzas armadas, así, en una graduación de Ejército, Marina y Fuerza Aérea, en función de sus efectivos y cobertura nacional, se lanzaron a la instalación de chupaderos y al chupamiento de personas. En un remedo de la noche y la niebla hitleriana, los automóviles Falcon verdes de la Policía Federal, sin matrícula visible y con dos antenas en el techo, o los simples camiones del Ejército, chuparon personas que fueron conducidas hasta sus pozos de detención: militantes, simpatizantes, observantes, consecuentes y obsecuentes. Todos fueron al mismo pozo, donde sufrieron un doble proceso inquisitorio: se les inquiría hasta por sus opiniones de la II Guerra Mundial, por sus resultados, y se les exterminaba metiéndoles un palo por el culo para desgarrar sus intestinos, abriéndoles a las mujeres los senos en cruz -a cuchillo-, o violando cualquier orificio fisiológico -fuera masculino o femenino- con cápsulas de munición naval.

Fue tal atrocidad que la aplicación de la picana en los testículos, la vagina, el ano, el glande o las encías lo escucharía el descompuesto Borges como una broma juguetona. Está demostrado que se aplicó corriente en el aparato digestivo, obligando a los torturados a ingerir rosarios de electrodos, y que Mengele -seudónimo de un médico naval- desarrolló con eficacia una espátula para picanear directamente al objeto de las preñadas.

La aviación naval, en sus ya célebre vuelos sin puertas, arrojaba cadáveres al río de la Plata y al mar austral; ya se sabe por testimonios directos que otros cadáveres eran arrojados a las aguas dentro de bidones de cemento que jamás aparecerán; cada mes, cadáveres NN (ningún nombre) continúan apareciendo en los cementerios de Córdoba, el Gran Buenos Aires, Rosario y cualquier ciudad universitaria del país, Pruebas sobran, y el fiscal Strassera ha utilizado todas ellas y hasta se ha permitido desdeñar las menos importantes o directas, sin que su alegato final de dentro de dos semanas pierda contundencia.

Mucho más allá de los crímenes nazis, por cuanto los militares argentinos desarrollaron nuevas modalidades de tortura desconocidas hasta entonces por la humanidad, tal como reconoce el informe Sábato, y bastante más lejos de la mera represión terrorista, cayeron los milicos argentinos -cultos, católicos y elitistas- en su erradicación del terrorismo. En los primeros años de su poder y de su terror cerraban manzanas enteras avisando previamente a la Policía Federal; casas, personas, bienes, sus hijos pequeños, sus amigos y sospechosos eran soliviantados por los grupos de tarea parapoliciales y paramilitares, que se distribuían el botín de guerra y succionaban ante los chupaderos clandestinos a las personas destinadas inmediata e indiscriminadamente hacia las mesas de tortura.

Los tormentos fueron tales y tan generalizados que el síndrome de Estocolomo -Portero de noche- tomó carta de naturaleza en Argentina. El vicealmirante Chamorro, ahora encausado, ex director de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), perdió el seso por Marta Bazán, una dirigente montonera a la que torturaba, la trasladó á su pabellón y con ella marchó a Suráfrica de agregado naval; ella quedó allí, antes de entregarse a la justicia democrática del Gobierno radical., El general Camps, ex jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, durante la dictadura militar ya confesó haber hecho desaparecer a 10.000 personas, y se enorgullece de ello. El vicealmirante Mayorga continúa insistiendo que durante la guerra sucia contra la subversión sólo se cometió el error de no declarar el estado de guerra interno y no haber fusilado en la cancha del River Plate con coca-cola gratis y asientos reservados para los aficionados. Sus camaradas de la ESMA fueron algo más lejos, y durante un timpo gozaron de intimidad: forzaban el ingreso de hocicos de ratas vivas en la vagina de las detenidas y estrangulaban con goma los testículos de sus presos hasta que éstos se desprendían por ausencia de riego sanguíneo.

Algo más que "coca-cola y fusilamientos, y que ha hecho vomitar a Jorge Luis Borges".

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