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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Reagan, Castro y el caso 'Radio Martí'

El autor de este artículo revela el origen de Radio Martí y el enfrentamiento entre pragmáticos e ideólogos en el seno de la Administración de Ronald Reagan. Cuenta y explica la airada reacción de Fidel Castro y vaticina el papel de la radio exterior como factor desencadenante de cambios en la isla

El presidente Reagan hizo una larga pausa, movió ligeramente la cabeza como suele hacer en los momentos de gran tensión, golpeó la mesa con los nudillos y exclamó: "God dammit. Let's do it!"-(maldita sea, hagámoslo).Era la noche del 17 de mayo de 1985, y el Consejo Nacional de Seguridad se había reunido en la Casa Blanca para decidir el destino de Radio Martí, emisora creada dos años antes mediante una ley del Congreso de Estados Unidos con el objeto de transmitir hacia Cuba noticias objetivas, sobrios comentarios -la propaganda quedaba expresamente prohibida- y programas de entretenimiento.

Todos los asistentes a la sesión, menos dos, respiraron aliviados. George Shultz, secretario de Estado, mantuvo su mirada húmeda y su imperturbable semblante, pero no pudo evitar otra vez la comprobación de que Ronald Reagan desestimaba sus consejos.

Para Robert McFarlane, el principal asesor en materia de seguridad de la Casa Blanca, la derrota era aún más significativa. El viejo politólogo de Georgetown estaba seguro de que Cuba tomaría severas represalias contra Estados Unidos, dando lugar a una escalada de la fricción entre los dos países. Sin embargo, el presidente Reagan fue tajante: "Ha sido a mí y no a Castro a quien eligió el pueblo norteamericano para gobernar. No vamos a ceder ante el chantaje".

Y para no tener que ceder, los representantes de la CIA y del Departamento de Defensa explicaron las contramedidas cuidadosamente estudiadas para responder a Castro en caso de que se desatara una guerra radial en el Caribe. Si La Habana, violando las normas internacionales, interfería con ruidos la señal de Radio Martí más allá de lo prudente, estaba prevista la retransmisión de toda la programación desde media docena de estaciones próximas a Cuba y alguna que otra situada en África, de manera que las tropas cubanas en Angola y Etiopía pudieran tener .acceso a los secretos que les oculta su Gobierno. Sí Castro no quería caldo le darían tres tazas.

Por otra parte, si La Habana, ilegalmente, ponía en marcha las dos monstruosas plantas de medio millón de vatios instaladas en La Habana y Matanzas sin otro objeto que crearles dificultades de transmisión a las emisoras comerciales norteamericanas, no era imposible producir un black out en todas las comunicaciones cubanas, multiplicar las frecuencias de emisión y aun hasta entrar en la televisión de la isla, primero con audio y poco después con imagen. Si había guerra electrónica, Cuba -aseguraban los técnicos- perdería todas las batallas y una considerable suma de millones de dólares en equipos y energía.

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. No obstante, más allá del reñidero con los castristas, el caso Radio Martí servía para ilustrar varios importantísimos aspectos del proceso norteamericano de toma de decisiones y de los conflictos existentes en el seno de la Administración de Reagan en materia de política internacional.

Historia de una iniciativa

En 1980, en las postrimerías del Gobierno de Carter, cuando Ronald Reagan buscaba la candidatura del Partido Republicano, algunas personalidades de su entorno, como el estratega Constantin Menges o la profesora Jeane Kirkpatrick, habían recogido de Hugh Thomas, de algún escritor cubano exiliado y del publicista Frank Calzón la iniciativa de crear una emisora dirigida a la isla en la tradición de Radio Free Europe. Se buscaba con ello un triple propósito: hacer más difícil el aventurerismo militarista de Castro -ya se habían producido las intervenciones en Angola y Etiopía-, revelándoles a los cubanos las sangrientas consecuencias de esas expediciones; tener un contundente instrumento de negociación disponible, y, por último, deslegitimar al régimen cubano mediante la exposición de sus arbitrariedades y contradicciones, de manera que la sociedad de ese país, con Castro o sin Castro, cuando se produjeran las circunstancias propicias, abandonara su alianza con los soviéticos y ensayara el regreso a la comunidad occidental. La hipótesis consistía en que aún las sociedades totalitarias necesitan un discurso coherente para sostenerse, y, cuando éste les falta, inevitablemente sobrevienen los cambios.

En 1980, pues, cuando Reagan preguntaba a sus asesores qué se podía hacer frente a un Castro que no cesaba de actuar en África, que dominaba la escena nicaragüense, que extendía su brazo hasta El Salvador y que en abril, poco antes de las elecciones, había humillado a Estados Unidos remitiendo a las playas de Florida 130.000 boat people, invariablemente, juntó a las descabelladas propuestas de invadir la isla o iniciar acciones de comando encubiertas, surgía la idea simple, legítima y muy a la americana de castigar a Castro diciéndoles a los cubanos todo cuanto su Gobierno les ocultaba.

Sin embargo, Radio Martí era un proyecto contrario a la atmósfera actual de los tres centros clave del poder en Estados Unidos: el Congreso, el Departamento de Estado y la Agencia Central de Inteligencia. Ni siquiera La Voz de América o el United States Information Service auspiciaban su existencia. Sólo el presidente y una parte del staff de la Casa Blanca lo apoyaban sin reservas, pero también sin grandes convicciones. El grueso del complejo laberinto burocrático del poder norteamericano lo rechazaba imputándole un origen siempre sospechoso: Radio Martí era un producto de la mente calenturienta de los ideológos, e ideología es una palabra detestada por el 90% de los policy makers estadounidenses.

Aún hoy, en la era de Reagan, la tendencia imperante en la estructura de poder norteamerícana es la que preconiza el pragmatismo. Los pragmáticos son los funcionarios que no desean cambiar el mundo, sino que se conforman, humildemente, con aceptarlo tal cual es. .Por eso George Shultz y Robert McFarlane se oponían a Radio Martí: los dos pertenecen a la escuela pragmática. Por eso Jeane Kirkpatrick y Ronald Reagan, en cambio, la apoyaban. Los neoconservadores creen que pueden cambiar el mundo y están dispuestos a intentarlo. Son ideólogos que creen que hay que luchar porque las cosas mejoren y no vacilan en introducir un factor de riesgo en sus actuaciones. Los pragmáticos -en la otra punta- se conforman con que no empeoren. Unos -los ideólogos- prefieren mover las blancas y actuar a la ofensiva. Los pragmáticos se resignan a jugar siempre con las negras.

Y Radio Martí fue una prueba de fuego entre las dos actitudes. Cinco años demoró el hombre más poderoso,del mundo -.el titular de la Casa Blanca- el poner en el aire una pequeña emisora perfectamente legal de 50.000 vatios de potencia. Primero se produjo la batalla en el Congreso por conseguir la asignación de unos cuantos millones de dólares. De inicio, la ley fue derrotada. La segunda vez que se propuso estuvo a punto de, ser abandonada. Reagan y sus asesores la dieron por perdida y se resignaron a desistir del esfuerzo. Sólo se salvó por la frenética actividad de la -Fundación Nacional Cubano Americana ante cada uno de los 500 congresistas de Capitol Hill, en cuyas oficinas a veces coincidían con los diplomáticos cubanos, también tenaces cabilderos, pero de la causa contraria.

Después se produjeron los entorpecimientos burocráticos del Departamento de Estado, organismo regido por la más cómoda y segura de las tácticas políticas: dont rock the boat. Más tarde, a esos esfuerzos se sumaron las maniobras de retraso originadas entre los sectores menos combativos de la propia Casa Blanca. No obstante, al fin, la noche del 17 de mayo, con la complicidad de los pocos ideólogos de su partido, estimulados por la Heritage Foundation y cortésmente acosado por el poderoso lobby cubano-americano, liderado por Más Canosa y Calzón, Reagan tomó la decisión.

Mientras tanto, en La Habana

La madrugada del 19, Castro recibió el aviso de las inmediatas transmisiones de Radio Martí. El encargado de negocios de la oficina de intereses de Estados Unidos había entregado una nota advirtiendo que el día 20 -fecha en que se conmemoraba la independencia de Cuba- comenzarían las transmisiones. El presidente cubano, ante un grupo de íntimos colaboradores, estalló en cólera, profirió grandes insultos contra Reagan y Estados Unidos, y se dispuso de inmediato, él mismo, a redactar la primera respuesta del Gobierno cubano. Castro asumía personalmente la lucha contra las transmisiones de Radio Martí, de la misma manera que había sido él quien, con gestos amistosos hacia Estados Unidos, diseñara la estrategia para impedir que la emisora saliera al aire. Radio Martí -según el dictador cubano- había sido puesta en el aire porque el imperialismo yanqui estaba gravemente herido por la campaña mundial que él había creado para que no se pagara la deuda internacional y para que se creara un nuevo orden económico. Es decir, toda una fantástica ilusión propia de quien ha hecho de la lucha antiyanqui su leitmotiv y su obsesión recurrente. En todo caso, por no entender ni las motivaciones ni los mecanismos de poder norteamericanos, Castro reaccionó desproporcionadamente, elevando el interés y la expectación general hacia Radio Martí hasta unos niveles que jamás hubieran podido soñar los autores del proyecto. Por su incontrolable vehemencia, el presidente cubano se convirtió en el primer propagandista de la temida emisora, creando súbitamente una audiencia de millones de personas.

Y luego vinieron otros errores del mismo calibre: la cancelación de las visitas a la isla de los cubanos exiliados le costará al país la friolera de 100 millones de necesitadísimos dólares (unos 17.000 millones de pesetas) . El cierre de la corriente migratoria que estaba a punto de comenzar, y que en varios años hubiera aliviado al país de varios cientos de miles de bocas, viviendas, puestos de trabajo y bienes de consumo, debe tener un coste económico de miles de millones de dólares, sin añadirle el inmenso coste político de volver a otro período de desesperanza, desgana e, inevitablemente, recrudecimiento de la represión.

¿Por qué Castro ha manejado tan torpemente la aparición de Radio Martí? En primer lugar, porque sus reflejos ya no son los de antes, pero su soberbia no ha disminuido. Se equivoca cada vez con mayor frecuencia y en asuntos de la mayor envergadura. Hace unos años, una rabieta suya provocó el asilo de 11.000 personas en la Embajada de Perú y una ola nacional de descontento que le obligó a poner a todas las fuerzas armadas en estado de alerta. Más tarde vinieron los errores de Granada y Surinam. Castro, a los 26 años de ejercer el poder sin contención, rodeado de personas que sólo saben asentir y aplaudir, ha perdido todo sentido crítico y comienza a atrofiársele su instinto para sostenerse en el poder.

Radio Martí y el futuro

Todo esto es el principio de un (probablemente) largo y agónico fin. Uno puede imaginarse el destino del comunismo cubano con sólo preguntarse qué hubiera ocurrido en Hungría, Checoslovaquia o Polonia si entre esos países y la URSS mediaran 11.000 kilómetros y un enorme océano. Y Radio Martí, como las emisoras de Huber Matos, tendrán un papel destacadísimo en la evolución de los acontecimientos de la isla. Sin transmitir mentiras ni propaganda. Sin radiar consignas ni convocar a la rebeldía. Bastará con que informen serenamente, con que analicen, con que cuenten. Es decir, con que destrocen el discurso del régimen cubano. Entonces se comprobará que hasta las dictaduras totalitarias, controladas por ejércitos descomunales, necesitan de una cierta coherencia entre la retórica y la realidad, requieren de un mínimo ajuste entre el país real y el oficial. De lo contrario, se producen cambios. Y se producirán, claro.

es escritor y periodista. Autor de la novela Perro mundo.

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