En el corazón de las tinieblas
En la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), junto al campo de fútbol del River Plate, un médico naval apodado -razonablemente- Mengele había soldado una larga y estrecha espátula de quirófano a la picana; introduciéndola por la matriz podía así aplicar corriente eléctrica a los fetos de las embarazadas que atormentaba. En otras ocasiones, fatigados por la monotonía de picanear anos, encías, pezones, vaginas, clítoris, escrotos y glandes, los atormentadores argentinos hacían ingerir a sus víctimas rosarios de electrodos para hacerles llegar la corriente a la tráquea, al esófago y al estómago.Suboficiales de la ESMA han relatado cómo en el despacho del contralmirante Chamorro -que viviría un apasionado romance, correspondido, con una de las militantes montoneras desaparecidas y torturadas- se violaba a las detenidas con cápsulas de munición naval, y en los altillos donde se hacinaban en literas los presos ilegales algunos amanecían con sus testículos rodados por el colchón: encapuchados y maniatados permanentemente, se los ceñían con una goma hasta que se desprendían podridos por la falta de riego sanguíneo.
Fue un trabajo de Estado Mayor, por lo demás impecablemente realizado. Lo que ahora en Argentina se denomina eufemística o prudentemente excesos de la represión no fue otra cosa que una norma general de acción acordada por la cúpula militar del país para cumplir, a su manera, con la orden dictada por la presidenta Isabelita Perón de aniquilar la subversión.
Cuando el 24 de marzo de 1976 el general Jorge Rafael Videla, el almirante Eduardo Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti formaron la primera junta militar de lo que calificaron de "proceso de reorganización nacional" y secuestraron el helicóptero que trasladaba a Isabelita desde la Casa Rosada a la residencia presidencial de Olivos, la desaparición de personas ya estaba diseñada como eje sistemático de la contrainsurgencia. Para nada les exculpa, pero es imprescindible recordar "cómo venía la mano" durante aquellos años y cuál era el papel de la guerrilla argentina.
Jóvenes universitarios procedentes de la alta clase media y el ultraderechismo y el nacionalismo católico argentino convertidos al marxismo-militarismo y fanáticos del voluntarismo foquista aventado en América Latina por Regis Debray plantearon un reto revolucionario y militar al Estado. Mario Eduardo Firmenich, ahora en prisión esperando su juicio, practicó una política de infiltración en el movimiento peronista creando los Montoneros y organizando una activísima guerrilla urbana; Roberto Santucho, a quien el Ejército no pudo capturar vivo, fundó el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de inspiración trotskista y voluntad de guerrilla rural. Ya antes del golpe de 1976 el Ejército exterminó a la guerrilla del ERP en las selvas azucareras de Tucumán, comenzando las atrocidades con el arrojo de prisioneros a las parrillas de los asados. El ERP copaba destacamentos militares y ocupaba poblaciones haciendo desfilar sus tropas uniformadas con ponchos rojos. Los montos ya habían asesinado al ex presidente y teniente general Aramburu; los militares ya fusilaban en las cárceles como en el penal de Trelew, y Perón, desde Puerta de Hierro, en Madrid, jugueteaba con los guerrilleros para poder volver como pacificador.
Guerra civil peronista
El pío Cámpora, elegido presidente en nombre de Perón, abrió las cárceles a sus sobrinos y la guerra civil peronista quedó cerrada por la matanza del aeropuerto internacional de Ezeiza en el mismo momento de la llegada del general al país. Los montos desfilaban disciplinadamente por las calles a los oles de "¡Duro, duro, duro; aquí están los montoneros que mataron a Aramburu!". José López Rega, El Brujo, les echó encima desde el Gobierno a la Triple A y dio comienzo la desaparición de personas; los montoneros asesinaron a José Ignacio Rucci, secretario de la Confederación General. del Trabajo (CGT), y Perón, amargado aprendiz de brujo, terminó arrojándolos de la plaza de Mayo insultándolos desde el balcón de la Casa Rosada. ¡Jóvenes imberbes..."! Los montos desfilaron en retirada: "¡Somos unos boludos; votamos a una muerta, a una puta y a un cornudo!".
La guerrilla, nuevamente en la clandestinidad, llevó a cabo secuestros -cobrados- de hasta 60 millones de dólares (más de 10.000 millones de pesetas); altos mandos militares volaron con sus casas o en sus lanchas de recreo en un frenesí provocador parejo al de ETA y GRAPO en los primeros años de la democracia española; la extrema derecha peronista asesinó por su izquierda con no menos furor. Con Perón ya muerto, los militares, acaso por primera vez en la historia argentina, prefirieron resistirse a los civiles que golpeaban las puertas de los cuarteles pidiendo orden y esperar a que la situación se pudriera un poco más.
Las fuerzas armadas se repartieron Argentina, como una tarta, al 33%: desde las provincias hasta los canales estatales de televisión, desde los ministerios hasta las embajadas. Ganar la guerra a la subversión armada fue, obviamente, el objetivo prioritario a corto plazo. La Marina, liderada por el carismático almirante Massera, aspirante frustrado a jefe político populista y celoso en nombre de su arma de la tradicional preponderancia, de los infantes, compitió con el Ejército de Tierra en méritos antisubversivos, erigiendo la Escuela de Mecánica de la Armada como el símbolo de la represión. Videla, ultracatólico, daba como presidente la imagen de moderación ante la presión de los halcones de su arma, como el general Menéndez (tío del rendidor de las Malvinas), Albano Harguindegui (ministro del Interior), Camps (jefe de la policía bonaerense) y todos los que como el contralmirante Mayorga estimaban que había que fusilar en la cancha del River, con Coca-Cola gratis y television en directo. Agosti y sus sucesores en la fuerza aérea no pudieron hacer demasiado físicamente por la falta de infraestructura y persona.
La Armada y los infantes, con la policía federal militarizada, comenzaron a hacer desaparecer sospechosos. Tras ellos desaparecían sus familiares, amigos, conocidos, quien figurara en su agenda de teléfonos. En el Gran Buenos Aires, en Córdoba, en La Plata, en Rosario, todas las noches durante el período álgido de la represión la policía recibía orden de despejar determinadas zonas ciudadanas, que eran cercadas por efectivos militares. Manzanas enteras eran registradas, y sus habitantes, detenidos desaparecidos.
Sembrar el terror
Los desaparecidos, esposados y encapuchados permanentemente, eran picaneados sin interrogatorio previo. Luego se les preguntaba según un esquema teórico que incluía temas como la opinión sobre las diferentes soluciones políticas de la última guerra mundial.
La desaparición podía durar meses y hasta años antes de que la duda absoluta se cerniera sobre las familias y los allegados. No sólo se trataba de sembrar el terror inherente al esfumamiento de los seres, sino a la necesidad de contrastar la información; en numerosos casos, el desaparecido era sacado a la calle para su seguimiento y para marcar a nuevos candidatos a la desaparición.
El síndrome de Estocolmo debería perder su nombre por el de la capital del Plata: Chamorro se amancebó con una montonera que se refugió con él en Suráfrica tras entregar a su propia familia; se han dado matrimonios, horas felices, entre oficiales torturadores y sus víctimas; Astiz pasaba en las tardes por la ESMA y sacaba a cenar y bailar a una muchacha desaparecida, que tras la fiesta era regresada a las mazmorras. Algunos desaparecidos obtuvieron una nueva identidad y pasajes para el extranjero. No se trató de colaboracionismo interesado, sino de un lento recorrido hasta el corazón de las tinieblas.
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