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Soldados y políticos

De libro admirable y sustancial se puede calificar el grueso volumen, de casi 400 páginas, que la pluma clarificadora de Carlos Seco Serrano, el específico historiador de nuestro tiempo, acaba de publicar. El título de la obra, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, resume el ambicioso estudio que lleva dentro. Exponer la dialéctica de esas dos tendencias antagónicas de la vida pública española, que desde el término de la guerra de la Independencia llenan las páginas políticas de nuestro siglo XIX y de más de la mitad del XX, es ya, de por sí, un empeño de notable audacia. Pero es también un propósito del todo punto necesario para desmitificar los planteamientos simplistas de nuestro inmediato pasado.Faltaba una perspectiva historicista que definiera los altibajos del largo proceso que se inicia en el Manifiesto de los persas y el golpe del general Elío en la Valencia de 1814, en favor del rey absoluto, y que se cierra con la Constitución de 1978 y la devolución de la soberanía al pueblo español, llevada a cabo por la Corona, en la persona del rey don Juan Carlos. Ésa es, en síntesis, la historia de los últimos 150 años de nuestra vida política. Si no se explica bien ese complejo y contradictorio forcejeo entre los diversos caudillos militares del Ejército español, a veces luchando entre sí y en otras ocasiones interviniendo en los episodios de la sociedad civil, con el propósito de suplantarla en el ejercicio del poder, no se puede ni comprender ni interpretar adecuadamente el contenido de los reinados de Fernando VII y de Isabel II; ni el desarrollo de la revolución de septiembre y de su desenlace militar; ni las dos guerras civiles del siglo XIX; ni la dictadura de Primo de Rivera en 1923; ni el advenimiento de la II República, que, finalmente, desembocó en nuestra tercera guerra civil.

El libro de Seco Serrano es un hilo conductor que permite al lector una visión coherente del grave problema en su considerable dimensión. Un hilo luminoso y provisto de suficiente carga crítica y objetividad, para situarlo en la zona templada de quien no trata de probar la veracidad de una tesis, sino que aporta una documentación exhaustiva convertida en repertorio de obligada consulta para cuantos aspiran aconocer la historia contemporánea de la comunidad que llamamos España.

Recuerdo haber escuchado los primeros argumentos de esa polémica, militarismo-civilismo, en los años de mi adolescencia. Un periódico bilbaíno de rancia solera conservadora y alta calidad literaria, El Pueblo Vasco, que el año próximo cumplirá los 75 años de su fundación, publicaba en los años de la dictadura una serie de artículos de un joven político maurista que se hallaba en situación de voluntario ostracismo después de haber sido subsecretario de la Presidencia en el Gobierno nacional de Maura de 1921. Eran textos periodísticos, magistralmente construidos para esquivar los tropiezos con la censura militar, y en ellos se traslucía una inteligente crítica del estilo fácil y de escaso ropaje doctrinal con que el dictador revestía su sistema de poder personal. En 1928 apareció un libro titulado Soldados y políticos, recopilado por don Juan de la Cruz, el gran periodista que dirigía El Pueblo Vasco, en el que, entre otros trabajos, se incluía uno que daba el título al libro. En él se analizaba el problema de las relaciones entre el militar y el civil en torno al ejercicio del poder. José Félix de Lequerica escribía sobre las figuras de César y Cicerón su lúcido comentario. Cicerón era el supremo orador parlamentario de su tiempo; un político sutil que manejaba la lengua con elegante concisión y que había conocido la gloria en sus discursos' senatoriales, que causaban desconcierto y asombro en sus adversarios y entusiasmo en sus seguidores. La vieja amistad que unía a Cicerón con César desde los años escolares y su afinidad en los gustos literarios se había enfriado cuando el político, César, convertido en soldado de fortuna, había dado al traste con la República democrática y acabado con el Gobierno de los oradores. Cicerón y César, a pesar de los intentos de este último para atraerlo a su cortejo de seguidores, se fueron enfrentando, radical y decisivamente, hasta el magnicidio perpetrado por Bruto, que Cicerón aprobó considerándolo inevitable. El político, que era también jurista notable, no podía resignarse a ver la democracia romana en trance de ser sustituida por la monarquía militar, que Augusto consolidaría años más tarde bajo la forma y el nombre de imperio.

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Especial relieve tienen en la obra de Seco Serrano los capítulos que reseñan la restauración canovista; la génesis y motivación de la dictadura de Primo de Rivera y la infeudación ideológica de buena parte de la derecha española hacia la solución militar en los años de la II República. Son tres episodios concatenados entre sí a lo largo de varios decenios, y quizá no se haya realizado hasta la fecha una tan novedosa y precisa exposición como la que hace el profesor Seco Serrano. Cánovas intentó con la restauración y la Constitución de 1876 una solución civilizada capaz de conjurar el peligro de la guerra civil, evitando al mismo tiempo la perenne tentación golpista. El sistema canovista funcionó hasta 1923, y aunque Ortega lo llamó fantasmagoría y Ramiro de Maeztu lo definió como una "monarquía militar apoyada en los caciques", lo cierto es que procuró varias décadas de progreso y respiro al país.

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Soldados y politicos

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Aunque esa alternativa se esta bleció sobre el sufragio manipu lado, sobrevivió a la derrota del 98 y no feneció realmente hasta que el dúo Maura-Canalejas, continuador del de Cánovas-Sa gasta, se quebró por el veto de la Corona al primero y el asesinato por los anarquistas del segundo. Los orígenes remotos y los más inmediatos del golpe del 13 de septiembre de 1923 son también objeto en este libro de un revelador análisis. Finalmente, el trágico proceso que llevó a la san grienta tragedia de la tercera guerra civil tiene en esta obra un capítulo que relata el irremediable y consciente deslizamiento del país hacia la catástrofe. La contienda fratricida resultó inevitable porque eran más los que la querían que los que la trataban de impedir. Y ello ocurría tanto entre los sectores militares como en las filas de los políticos.

El modélico resultado de la pacífica transición hacia la democracia, iniciado formalmente en noviembre de 1975 y culminado con la promulgación de la Constitución de 1978, fue una consecuencia de muchas voluntades acordadas en el propósito de instrumentar el cambio. Y, muy especialmente, por la presencia de un activador supremo del mismo, en la cúspide del Estado. El Rey protagonizó la devolución de la soberanía a la sociedad española, haciéndola depositaria de la misma y articulando la expresión de su voluntad por la vía de un sufragio universal, libre y auténtico. Con ello se puso fin al secular antagonismo entre las dispares interpretaciones del militarismo y del civilismo nacionales y de sus repercusiones en la forma de ejercer el poder del Estado. Fue, en resumen, la evolución de la sociedad española hacia la madurez lo que hizo posible y necesario el cambio de las instituciones hacia la democracia y las libertades, la tolerancia y el respeto mutuo o, en otras palabras, la convivencia civilizada.

Paseaba yo hace unos días por el andén de la Castellana que corre frontero al conjunto monumental de los llamados en los años treinta nuevos ministerios, debidos al genio arquitectónico de Zuazo. En la esquina de la plaza de San Juan de la Cruz se alza ahora la estatua de Indalecio Prieto, modelada por Pablo Serrano. A menos de 150 pasos se yergue también una escultura de Franco ante la puerta del Ministerio de la Vivienda. La efigie de Franco es ecuestre, teatral y retórica. La del político socialis ta es maciza y pletórica. El general, de uniforme, va descubierto. El ministro de la República lleva sobre la abultada cabeza la boina vasca tejaroz y parece sostener con su brazo un inmenso bloque de libros, expedientes y períódicos. La historia ha colocado a estos implacables adversarios -el soldado y el político- en ubicaciones próximas, como dando a entender que ambos sirvieron a España -y a Madrid-, desde sus encontradas posiciones, con el fervor del interés público. Quizá las estatuas erigidas en las ciudades sirvan para que la convivencia ciudadana se refleje también en la silenciosa cercanía de los metales fundidos.

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