El mago de Oz
A comienzos de 1983 corrió el rumor por Buenos Aires de que la cabeza disecada de la jirafa Carolina colgaba de las paredes de la lujosa residencia de José Alfredo Martínez de Hoz, en el exclusivo edificio Cavanagh, primer rascacielos levantado en la ciudad rioplatense. Carolina había muerto tres años antes en el zoo de La Plata, la capital bonaerense, y había sido la adoración de los niños de la provincia. Tal era así que la dirección del zoo exhumó los restos de la jirafa comprobando estupefactos que, efectivamente, le faltaba la cabeza. La esposa de Martínez de Hoz terminó viéndose obligada a escribir una ácida carta al director de La Nación, asegurando que a su marido podrían culparle de muchas cosas, pero no de haber decapitado a Carolina.Meses después, José Alfredo Martínez de Hoz era reconocido en los salones del aeropuerto internacional de Ezeiza, dispuesto a abordar un vuelo al exterior. Parte del público comenzó a increparle y otros corrieron a su encuentro con los brazos abiertos y los puños cerrados; el todopoderoso ex ministro de la dictadura sólo pudo escapar de sus compatriotas refugiándose en la comisaría de la terminal aérea. A su regreso de aquel viaje, el director del hipódromo porteño de Palermo le expulsó físicamente del recinto bajo excusa de preservar el orden público. Comenzaba a ser un apestado en su propia nación.
José Alfredo Martínez de Hoz, alias Joe por el apodo que le puso en su infancia su nanny inglesa, desciende de una familia de ricos hacendados con extensos campos en Necochea, en la mejor pampa húmeda de la provincia de Buenos Aires. Estudió Derecho y amplió estudios en Cambridge antes de desposar a Elvira Bullrith, heredera de la más exquisita casa de subastas de Buenos Aires y dueña también de una considerable fortuna personal. El matrimonio tiene dos hijos -un teniente y un abogado- y una hija.
Inició su aproximación a la política como interventor de la provincia de Salta, para centrarse posteriormente en los negocios como presidente de Acyndar, la primera acería del país y de la compañía Ítalo, propiedad de la banca suiza y única empresa de electricidad aún no nacionalizada. Su bufete era uno de los más prósperos de Argentina y Joe, hombre austero -úlcera duodenal- y de comunión dominical, frenaba sus pasiones en la cría de potros criollos en sus campos, las carreras de caballos, el polo y los safaris africanos. Un representante, en suma, de la clase paqueta (linda, rica, elegante) argentina, pero nada más.
Amigos del colegio
Su condición social y su especialización económica le llevaron a aceptar un puesto de profesor de Economía en el Colegio Militar de Argentina. Así, el teniente general Videla y el almirante Emilio Eduardo Massera sabían bien a quien llamaban cuando en los meses inmediatamente anteriores al golpe de Estado de marzo de 1976 que derrocó el Gobierno constitucional de Isabelita Perón, le hicieron regresar de un safari africano.En un apartamento propiedad de Massera le explicaron que se iba a producir un cambio político inspirado genéricamente en la filosofía del pensador español Julián Marías, muy conocido en algunos círculos intelectuales argentinos, y que él debería desarrollar la política económica de lo que habría de denominarse proceso de reorganización nacional. Fue ministro de Economía de la dictadura desde 1976 a 1981, el de más prolongado mandato en 50 años de, historia argentina. Su gestión merecerá extensos capítulos en los ensayos que economistas de medio mundo preparan ahora en Buenos Aires sobre los orígenes de una inflación, sostenida, por encima del 600% anual.
Flaco, con rostro de ave, orejas exageradamente separadas, dotado de una voz perfectamente modulada, se rodeó de una corte de Chicago boys, que trabajaban 16 horas diarias, sólo interrumpidas por breves colaciones y un partido de tenis, para aplicar en Argentina el modelo monetarista diseñado por Milton Friedman y la Escuela de Chicago.
Elaboró un plan en tres etapas: mayor caracterización del país como mero productor de materias primas alimentarias para el Occidente industrializado; adquisición masiva en el exterior de tecnología de punta y bienes de equipo admitiendo el endeudamiento ilimitado, y, finalmente, relanzamiento industrial con no más allá de un 50% de inflación anual. Sobreevaluó la moneda y los argentinos podían adquirir un dólar con 200 pesos (dos centavos en la actualidad) y el billete estrecho y verde podía comprarse sin limitaciones y entrar o salir libremente del país. Llegó a rebajar la inflación hasta un 6% mensual pero su particular reconversión industrial de caballo, antes propia de un ministro de Economía afgano que de un atildado licenciado de Cambridge, sumió a la República en unos años mágicos, irreales, conocidos como la "era de la plata dulce".
Tan preocupado por la producción agropecuaria -a la postre él es un hacendado-, Joe Martínez de Hoz tuvo que observar cómo quebraban las fábricas argentinas de maquinaria agrícola ante la importación masiva de trabajo mecánico; pequeños y hasta medianos industriales -y por supuesto también terratenientes- vendieron sus negocios, sus fábricas o sus predios y con las maletas repletas de pesos acudieron a los bancos a comprar miles o millones de dólares, que engrosaron los circuitos de especulación financiera o fueron depositados en el exterior.
Con el aval del Estado se solicitaron ingentes créditos internacionales que, en no pocas ocasiones, jamás llegaban a entrar en Argentina. Surgieron bancos como las setas en un pinar tras una manta de lluvia. Necesitados de liquidez para mantener en pie la bicicleta financiera, los bancos ofrecian mtereses de hasta un 120% mensual.
La consigna popular del avivado porteño consistió en que no era necesario trabajar: el dinero trabajaba por uno. Los pesos se pasaban a dólares, los dólares se pasaban a bonos o se invertían a plazo fijo de una semana, la City de Buenos Aires se cubrió con una espesa telaraña de cables telefónicos punta-punta para negociar privadamente la cotizacióry de las monedas y los valores.
Las mesas de dinero comenzaban a echar humo y hasta los pensionistas dejaron de desmigar pan a las palomas para escrutar en los paneles bancarios la cotización de las divisas y las imposiciones. Joe ilustraba aquel mercado persa financiero con comparecencias televisivas de hasta tres horas perorando crípticamente sobre su recetario. Los argentinos no directamente especulativos se lanzaron a recorrer el mundo con su dólar barato en los bolsillos y, aun cuando la porteña calle Florida parecía puerto franco, compraron bienes en el exterior hasta ser mundialmente conocidos como démedos: todo lo adquirían por duplicado y los vuelos procedentes de Miami llegaban a Ezeiza con las bodegas cargadas hasta de inodoros. "Al menos he conseguido que los argentinos conozcan el mundo", replicó Martínez de Hoz a un compatriota que le reprochaba su gestión en un aeropuerto europeo.
Antes de ser sustituido procedió a una devaluación del peso, pero ya la economía de la nación había entrado en un picado en barrena contra el que todavía lucha desesperada e infructuosamente el Gobierno democrático. Pero no todo el desastre podía ser achacable al iluminismo económico de Joe y sus Chicago boys, por lo demás reconocidos como hombres de afilado talento. Un cierto olor a podrido impregnaba las relaciones de Martínez de Hoz y su equipo económico (Joe cerró en 1980 el monumental teatro Colón para dar un cóctel a David Rockefeller, de quien era íntimo y a quien tuteaba) con la banca acreedora de Argentina.
Una comisión parlamentaria presidida por el diputado radical Tello Rosas fue constituida para investigar la guerra sucia económica y comenzaron a desenredar la madeja tirando del hilo del caso Italo: la compañía suiza de electricidad que fue presidida por Martínez de Hoz. Valorada inicialmente en 80 millones de dólares, fue adquirida en 1978 por el Estado en 400 millones. Joe intervino personalmente en las negociaciones de compra.
Pruebas de peso
La comisión parlamentaria allanó el bufete de Guillermo Walter Klein -asociado a un hijo de Joe que fuera subsecretario de Planificación Económica y mano derecha de Martínez de Hoz-. En una habitación blindada encontraron manuales sobre cómo llevar a la quiebra o absorber una empresa industrial, informes militares sobre la guerra antisubversiva firmados por el procesado general Ramón Camps -carnicero de Buenos Aires- y copias de télex a la banca internacional facilitando información reservada sobre futuras decisiones (del Banco Central.La segunda declaración de Joe ante la Cámara tenía que dar con sus delgados huesos en la cárcel, ante los abrumadores. indicios de prevaricación acumulados contra él. Sin embargo, José Alfredo Martínez de Hoz fue puesto en libertad sin procesamiento el sábado por el juez Néstor Blondi.
En la cárcel, otros le han precedido, como el brigadier Cacciatore, que desfondó las arcas de Buenos Aires como intendente de la ciudad, pues el último director de Aduanas de la dictadura era, precisamente, un avezado contrabandista; otros le sucederán, como sus principales colaboradores, encabezados por Walter Klein, a más de las responsabilidades que recaigan sobre las juntas militares ya procesadas por delitos contra la humanidad.
En las primeras semanas de la democracia argentina la clase política especuló seriamente con la necesidad de llevar adelante un juicio político y parlamentario a los funcionarios civiles que arruinaron al país. Les hubieran hecho un honor.
A inedida que se ha levantado un poco el pico de la alfombra sólo se ha tenido que llamar a los guardias. En la contabilidad de la dictadura militar no está claro ni lo de la jirafa Carolina.
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