'Las cinco en punto de la tarde en todas las plazas de toros'
El fallo del Premio Cervantes estaba anunciado para las cinco de la tarde. Cinco minutos antes de la hora llovía copiosamente en Las Rozas. Delante de un amplio ventanal, con una taza de café delante y pellizcando a escondidas unos dulces prohibidos, Rafael Alberti espera, sereno, sonriendo, el veredicto final. "¿Pero por qué están todos tan nerviosos? Tranquilos, no va a pasar nada tanto si me lo dan como si no". Cinco amigos íntimos de Alberti, al borde de la histeria, esperan al lado del poeta el resultado final, que dará, se supone, la radio primero que nadie. Se levantan, se sientan, se van a otro cuarto, regresan, se vuelven a sentar, se respira profundamente. "¿Y qué habrá sido de Arafat?", pregunta Alberti. Alguien le recrimina si no tiene otra cosa en qué pensar en esos momentos. "Pero es que al pobre le tenían muy cercado. Vete tú a saber si a lo mejor ya le mataron".De pronto, la señal horaria. "Son las cinco de la tarde", dice el locutor, y Alberti, automáticamente, continúa: "Las cinco en punto de la tarde / en todas las plazas de toros eran las cinco de la tarde". El bellísimo poema lorquiano queda bruscamente interrumpido al grito unísono de "¡Cállate!". Pero el informativo no habla del Premio Cervantes, sino de los Presupuestos Generales del Estado. "Bueno, de alguna manera eso también forma parte del Premio Cervantes, je, je", dice Alberti.
Suena el teléfono. Durante unos segundos nadie se atreve a cogerlo. Al fin, el dueño de la casa, Jaime Martí, lo levanta. Es Manolo Rivera. Todos quedan a la expectativa en silencio, incluido Alberti. "iChampaña, champaña!", grita Jaime como única explicación del fallo recién emitido por el jurado. La algarabía es enorme. Se grita, se salta, se abraza, se besa, y sobre todo se llora sin el más mínimo pudor. Rafael Alberti, flamante premio Cervantes, sólo sonríe, aunque sólo entonces también se pone algo nervioso. "¡Ah, qué estupendo, esto es estupendo!", dice. Se levanta de su asiento sin todavía llegarse a creer lo que ha pasado. "¿Pero por qué lloran? ¡Oh, pero varnos!, no hay que ponerse así... No ha pasado nada".
La batalla ganada
El regreso a Madrid es el regreso de una difícil batalla ganada. Sigue lloviendo. "Rafael, ¿sabes cuánto es el premio?... 10 millones". Alberti sonríe mirando por la ventanilla la tan ansiada lluvia. "Es bastante, sí. Eso me va a permitir dos cosas: poder sentarme durante un mes en una azotea que me han ofrecido en Cádiz a escribir la segunda parte de La arboleda perdida y pagar tranquilo los gastos de la hospitalización de María Teresa León. Sin ese dinero no lo podría hacer, desde luego; no me puedo parar, la poesía no da para nada. Los gastos de María Teresa son muchos y yo quiero que esté lo mejor cuidada posible". Su estado de ánirao decae un poco al recordar la situación, pero una ráfaga de viento coloca a Rafael Alberti otra vez en su órbita: "¡Ah, para, para el coche! Miren qué maravilla... ¡El otoño cayendo! Qué belleza, qué bonito, qué tarde de otoño tan preciosa", dice extasiado ante la multitud de hojas de árboles que caen al suelo coi! el viento al pasar por el parquedel Oeste. .¿Y ahora a cuántos periodistas tengo que recibir? Cinco o seis, no creo que más, ¿verdad?". "Bueno, a lo mejor vienen algunos más", le dicen. "Tengo que llamar a Dámaso y a Vicente, a Jorge le escribiré mañana porque parece ser que está bastante enfiermo... ¿Y ahora qué hay qué hacer? Porque supongo que eso tendrá una cierta ceremonia, ¿no?... ¿Ah, lo presiden los Reyes? Me alegro... Y yo me tendré que vestir elegante, qué horror; bueno, mecompraré un traje con los 10 millones".Todos hablan en aquel coche sin parar. Alberti sigue mirando la lluvia. "Tarde de otoño..., ¡me aprieta el soutien! Ja, ja, ja, eso es de un poema de Emilia Bernal, una chica cubaria que hacía unos poemas increíbles. Una, vez tuvo que recitar delante de Faila, y José María Chacón le dijo: 'Por favor, delante de don Manuel recite los poemas menos fisiológicos que tenga', y, efectivamente, lo hizo, pero el poema que dijo era lo más antirreligioso del mundo. Ja, ja, el pobre don Manuel casi se desmaya".
Se habla de dónde ha de recibir a los periodistas. Alberti se niega en rotundo a que sea en su casa porque dice que está muy desordenada con tantos papeles y libros. "Si dejaras que te la fuéramos a ordenar". "¡Ni hablar!", dice, "en mis cosas sólo ando yo". Se llega a la conclusión de que el mejor sitio es la casa de ésta que escribe. "¿Pero no vendrán muchos periodistas, no?". Durante cuatro horas, Rafael Alberti, pacientemente, atiende a más de 30 periodistas, fotógrafos, cámaras de televisión. Ni un solo fallo, su cabeza está sorprendenternente clara, nada hay que le altere, ninguna pregunta impertinente; repite una y otra vez lo que significa el Cervantes, lo que va a hacercon los 10 millones, sí va a ir a Argentina... Llama el ministro de Cultura. "Este chico, Solana, se llama Javier ¿no?... Cómo le trato, de tú o de usted; es un muchacho muy joven, pero como es ministro". Habla unos instantes con Solana, le agradece la concesión del premio, y cuando cuelga dice: "Como él me habló de tú, yo a él también".
Sobre las diez de la noche, Alberti comienza a dar síntomas de fatiga. Apoya vinos instantes su cabeza, blanca y brillante, sobre el respaldo del sillón.
Sobre la medianoche, Alberti es ya el que menos habla. Se levanta, se acerca a la ventana. Sigue lloviendo en Madrid. "¡Qué tarde, qué noche de otoño tan bonita, lástima que ya, termine".
Babelia
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