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La última exiliada

Adriana llegó a Madrid el domingo 16 de octubre, primer día verdaderamente desapacible de un otoño soleado y reseco. Aunque el cielo madrileño estaba opaco, casi huraño, de puro porfiado no quiso soltar su llanto. Adriana vino con Marta, su madre, que la fue a buscar al otro lado del Atlántico, y acudieron a recibirla 1.500 personas, algo que no había ocurrido con ningún otro exiliado. Por supuesto, era un caso especial. En primer término, no llegó con los 24 años que ahora habría tenido, sino con los 18 en que la inmovilizó su desaparición, el 8 de abril de 1977, en Buenos Aires. Sólo hace dos meses que sus restos dejaron de ser los de NN para volver a ser los de Adriana Gatti Casal, uruguaya. Cuando cayó estaba embarazada y dos semanas antes había desaparecido su compañero, el militante estudiantil argentino Ricardo Carpintero, de 19 años, hijo de españoles. La fantasmal caravana de los 30.000 desaparecidos en Argentina incluye 120 uruguayos. Adriana es la primera que emerge de ese sector de la niebla.Dice una vieja enseñanza de Herodoto: "Nadie es tan insensato que elija por su propia voluntad la guerra mejor que la paz, ya que en la paz los hijos entierran a sus padres, y en la guerra los padres entierran a sus hijos". Es claro que Herodoto se refería a las guerras leales de los viejos tiempos. Éstas del Cono Sur usan en cambio tácticas sucias, indignas, y por eso los padres tienen a veces enormes dificultades para enterrar a sus hijos. Marta Casal, la madre de Adriana, consiguió, gracias a la eficaz colaboración del Gobierno español y a los denodados esfuerzos del abogado Octavio Carsen, traer los restos desde Buenos Aires para enterrarlos en la Almudena, pero el padre de Adriana, Gerardo Gatti, dirigente sindical uruguayo y secretario general del Partido por la Victoria del Pueblo, no estuvo presente, por la sencilla razón de que él también desapareció, en Buenos Aires, 10 meses antes que su hija.

Hace muchos años que conozco a Gerardo y a Marta. Él, anarquista; ella, cristiana. Pero, como confiesa Marta, tenían en común un territorio ético en el que, naturalmente, se formaron sus hijos. Gerardo era (o es, vaya uno a saber) un ser entrafiable, de quien era casi imposible no ser amigo; Marta, por su parte, ha mostrado con creces su temple inquebrantable. La vida familiar, aunque siempre agitada por los lances políticos de Uruguay y luego distorsionada por la represión en Argentina, sin duda marcó a Adriana, y la imagen del padre tuvo seguramente mucho que ver con su decisión de afrontar tanto riesgo. "Nunca pensé que lo quería tanto", le escribió a su madre tras la desaparición de Gerardo. Y en esos 15 acorralados días que mediaron entra la desaparición de Ricardo, su compañero, y su propia caída: "Cómo me gustaría hablar con el amigo" (que en clave familiar significaba el padre) para "que me aclarara cosas".

Como un temblor

Con los ojos secos, pero reveladores, Marta cuenta que Adriana y Ricardo, como tantos de sus amigos y compañeros, "tenían una pasión casi virginal por la justicia, eran seres tiernos". Cita de memoria las cartas de Adriana, infinitamente releídas:

"Estoy como un perrito chiquito: a veces floto como un corcho, a veces caigo como una piedrita", y también: "Llamo a casa por teléfono, con la esperanza de que alguien me conteste", y por último: "He tenido que aprender de golpe a ser grande; eso fue lo que me jodió".

Tras la caída de Ricardo, Adriana también es apresada, aunque sólo por unas horas, y la llevan junto a Ricardo "para que veas qué bien lo tratamos". Ella, en cambio, lo ve desmoronado, espiritualmente deshecho. Le pregunta si lo han torturado, y él le dice claramente que no, mientras con el dedo dibuja un sí. Tras esa breve detención, ella busca refugio junto a una pareja amiga que vive en la calle New York. Pero el 8 de abril la calle es bloqueada por el Ejército, concurren asimismo bomberos y helicópteros, y la casa es literalmente bombardeada. Se supone que los destinatarios de esa macabra exageración eran los jóvenes amigos de Adriana: Eduardo Testa y Norma Masuyana, allí mismo abatidos. Los vecinos vieron que otra muchacha (Adriana) era retirada gravemente herida. Luego se supo que fue llevada al hospital Alvear, en cuyo registro consta su ingreso. Y nada más. Estaba embarazada de siete meses, y en su última carta, fechada tres días antes de la operación New York, le escribe a Marta: "Estoy deseando tener al nene en brazos".

En más de un sentido, un desaparecido es para los familiares casi más desesperante que un muerto. La desaparición convoca una dosis, por pequeña que sea, de esperanza, seguida siempre por una desesperanza atroz, que al día siguiente cede su sitio a una nueva esperanza, que nunca se da por vencida, y así sucesivamente. El muerto muere una sola vez, en tanto que el desaparecido muere todos los días. ("Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo", escribió César Vallejo.)

Marta da su testimonio desde la perspectiva del familiar directamente implicado: "La desaparición es como una alucinación, como un temblor, como una obsesión casi patológica en no querer saber. Recuerdo que, ya desaparecido Gerardo, y estando yo en Francia, me invadía a veces un deseo de estirarme, de estirarme al máximo, en un absurdo afán de lograr una imposible comunicación telapática, para llegar de algún modo a su lado. Es horrible ignorarlo todo, cómo y dónde ocurrió lo que haya podido ocurrir, no poder asistirlos en nada, ni estar cerca de ellos cuando sufrían. En el caso de Adriana, y aunque la razón me decía que estaba muerta, yo siempre mantuve un hilo de esperanza. Y prueba de ello es que el 25 de agosto, cuando el abogado me telefoneó para decirme que se había podido confirmar, sin lugar a dudas, que Adriana estaba entre los inhumados, sólo entonces estallé én llanto. Para mí fue como si Adriana ac abara de morir, y supe que, de ahí en adelante, ya no podría soñar". Y luego, como burlándose un poco de sí misma: "Esa capacidad de soñar es inagotable. Ahora, cuando supe que la habían llevado al hospital, se me ocurrió de pronto si no habría sido para salvar al niño, y por tanto si ese niño no estará vivo en alguna parte".

Frente a la farsa de la autoamnistía, la realidad compleja de los sentimientos. "Creo que son seres tenebrosos. Tantas veces me he repetido: cómo los odio. Y, sin embargo, no quiero venganza sino justicia. Tal vez sea un principio moral implícito en mi condición de cristiana, pero soy cada vez más pacifista. Estoy convencida de que la muerte contra la muerte, sólo genera más muerte. Es un problema ético y no hay que eludirlo. No puedo envilecerme equiparándome, aunque sea en sentido opuesto, al torturador. Pero sí hay que buscar la forma de quitarles su impunidad. Por eso, el hecho de que entierre a Adriana (y la entierro en España, porque aquí vivo en libertad), de ningurta manera quiere decir que entierre el tema. Hay que seguir la investigación, exhumar no sólo los cuerpos, sino cada caso, como único medio de que aparezcan algún día los responsables y esta horrible historia no se repita".

Ojalá. Mientras tanto, precisamente cuando el exilio uruguayo vuelve a enfocar su preocupada esperanza en el país lejano, Adriana, esta exiliada última en llegar a Madrid, no seguirá muriendo, para usar aquel gerundio de Vallejo que hoy serviría para expresar puntualmente el enigma y el tormento de las desapariciones. Es verdad que sólo ahora acabó de morir. Las generosas flores españolas, que abundaron en la Almudena, no podrán revivirla, pero acompañan y comprenden. Y aunque, como reconoce Marta, el sueño de su reaparición haya concluido, sigue vivo el otro sueño (esa "pasión casi virginal por la justicia") por el que Adriana dio su vida joven.

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