Las vísperas de Santiago
LA AGONÍA de todos los regímenes viene a ser similar y presenta los mismos síntomas desde la caída del imperio romano. No hay nada nuevo bajo el sol, y la prepotencia, la corrupción, el nepotismo, la violencia de Estado, la destrucción de los mecanismos económicos, siguen siendo las señales de que un sistema político comienza a desmoronarse. Y es posible que jamás en la historia de los pueblos se habrá dado un caso como el del régimen chileno, en el que todos los factores de descomposición se asocien tan matemáticamente. El régimen político está muerto y las dudas sólo cabe aplicarlas sobre el momento del entierro.Todo dictador' se mantiene en su puesto en función de los intereses que le sostienen, pero el general Augusto Pinochet puede pasar a la historia por ser el único que mantiene su despacho sin beneficiar a nadie. Podía perfectamente haber institucionalizado su régimen, despersonalizándolo, pese a la brutalidad de su implantación en 1973. El general Suharto asesinó en su día más comunistas en Yakarta que todos los demócratas eliminados en Santiago por Pinochet a raíz de su golpe. Desde una perspectiva absolutamente cínica, puede estimarse correcta la tesis de Pinochet el 11 de septiembre de 1973: "La matanza hay que hacerla en una semana, o tenemos una guerra civil". El caso es que, después de la matanza y de la represión brutal, el nuevo orden se remite a la personalidad pretendidamente carismática de un solo hombre -Pinochet- que puede despertarlo todo, menos eso que se entiende por una inclinación natural hacia el afecto y la simpatía, y se basa en un sistema económico -las tesis de Milton Friedman y el monetarismo de Chicago- que arruina el país en un par de años.
El providencialismo de Pinochet, convencido de que una mano divina le ha colocado al frente de los destinos de Chile, no hace ganar un peso a nadie. Los camioneros y pequeños comerciantes, que acabaron con Allende, ayer, están hoy contra él; otrosí, los obreros del cobre; las clases medias, brevemente privilegiadas por el consumo monetarista, han visto derrumbarse sus presupuestos mensuales; el proletariado de las poblaciones ha devenido en lumpen; la oligarquía financiera ha quebrado. Ya en Chile, en suma, no se puede ganar dinero; sólo queda pagar las deudas de esta aventura. La Iglesia es abiertamente hostil en su base y discrepante en su jerarquía. La Embajada norteamericana retira suavemente su apoyo. Sólo un ejército prusianizado hasta extremos que habrían complacido a Federico el Grande se mantiene detrás del actual inquilino de La Moneda.
Acaso la principal característica del derrumbamiento en cámara lenta del régimen de Pinochet haya que cifrarla en lo poco que tiene que ver con las transformaciones políticas que se están produciendo en el Cono Sur. Es un caso individualizado. Nada tiene que ver con los procesos políticos por los que atraviesan Brasil o Argentina. Cabría afirmar que el régimen chileno se derrumba pese a la crisis de sus homólogos vecinos. La exigencia de responsabilidades a los militares argentinos podría hacer retrasar la entrega del poder por los militares chilenos; y la crecida de la protesta obrera en Brasil también puede estar haciéndolos pensar. Pero la descomposición. de un régimen personalista y no institucionalizado sigue apareciendo como imparable, al margen de la suerte de los Vecinos. Por otra parte, la oposición de la Multipartidaria y de los sindicatos, dirigidos por la Democracia Cristiana, está resultando endemoniadamente eficaz y brillante: el hegemonismo de la DIC en la protesta, pactado con los partidos de izquierda, ha desmontado la tesis de que Pinochet es una víctima del comunismo internacional. Y el obsesivo golpeteo de una protesta por mes descalifica a cualquier Administración.
El drama de los chilenos es que Pinochet se ha encerrado en un bunker, pero en un bunker real, y no sólo ideológico. En un bunker que asoma por sus troneras el asesinato de ciudadanos en las calles y el toque de queda para reprimir manifestaciones de descontento que decididamente se quieren pacíficas. Y dentro de dos meses, mediando otra protesta la del 11 de agosto-, se abocará a una fecha, el 11 de septiembre, décimo aniversario del golpe de Estado, en la que el cacerolazo podría ser reprimido en los arrabales de Santiago y Valparaíso con algo más que un toque de queda a las ocho de la tarde. En Chile se viven vísperas de cambios, y sólo se teme que el aislamiento y el alejamiento de la realidad de un solo hombre y de su familia hagan venir vísperas de sangre.
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