Las cacerolas
Cuando a Salvador Allende le iban a suicidar en pijama, de madrugada, en Chile, los reaccionarios del interior / exterior le mandaron primero, por delante, la huelga de las cacerolas, un tam / tam doméstico de clase media, mucho más ominoso que los tamtames de tribu o el rodar dentado de los tanques. En seguida llegó, con capa y manoletinas, Pinochet.
Ahora, a Pinochet le han llegado sus cacerolas. A todo político, generalmente, le llega, antes o después, ese estremecedor y dramático sonido de cacerolas unánimes, como la revolución / contrarrevolución de las cacerolas. El bosque que avanza hacia Macbeth, lleno de reflejos metálicos de luna, es seguramente un bosque de cacerolas. A Churchill, después de haber ganado la guerra mundial, lo mandaron a casa las cacerolas de la middle / middle class, el voto pequeñoburgués que ya no creía en las grandes victorias, en aquella uve que el político hacía con sus dedos. No diría yo que las cacerolas que estos días le han sonado a Pinochet bajo su balcón presidencial no sean las mismas que le hicieron el tam / tam a Allende. Las cacerolas siempre vuelven, porque son el coro griego en plan batería de cocina, la rebelión de la cesta de la compra, manipulada por los mayoristas o unanimizada por sí misma, cuando la imaginación de las amas de casa sin imaginación quiere llegar al Poder. Martínez Mediero, si tuviera en í más recursos de los que tiene, le habría metido al Tito Andrónico, de Shakespeare, que ha estrenado aquí la otra noche, un coro de cacerolas.
Sabemos que la rebelión de las clases medias (cacerolas) da siempre el fascismo. Es una ley universal del siglo. Salvo cuando el fascismo es lo que está en el Poder. Entonces las cacerolas suenan a hueco, que es como suena el hambre. Cuando Reagan I Andropov / Felipe discuten de euromissiles ocurre que las armas que están derribando Gobiernos y ensordeciendo dictaduras son las humildes cacerolas, entre las que ahora parece que sí anda el Señor, como entre los pucheros de Teresa. La cacerola, que nunca había sido, en el teatro costumbrista (todavía da juego en Dario Fo), sino una modesta arma arrojadiza y conyugal, se ha convertido, irónicamente (la Historia siempre es irónica), en el arma secreta de los pueblos, aunque no sea de cabeza nuclear. En política, el que a hierro mata, a hierro muere. O a estaño, si muere de cacerola. Las madres de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, parecen portar la cacerola vacía del hijo o el marido desaparecido. La dulce mistress Thatcher, que nada más ganar las elecciones pidió la reinstauración de la horca (quizá por nostalgia de la sangre joven que, hace ya muchos años, le reventaba en el cuerpo lunáticamente), ha sido contestada ayer mismo con una movida nacional de cacerolas sólo comprable a los ruidos destellantes de las armaduras de los soldados borrachos en el Otelo de Orson Welles. (Miguel Veyrat me llamaba en seguida desde Londres para comunicármelo.) El menaje de cocina puede derribar a un tirano mejor que una división acorazada. En el centenario de Ortega escuchamos, al fondo de la rebelión de las masas, un rumor de cacerolas. Poujade, esporádico político francés, quiso hacer cacerolismo / fascismo desde los mercados, en los cincuenta. Hemingway, de no ser tan retórico, habría escrito Por quién doblan las cacerolas. Hoy doblan por Pinochet. Verstrynge fue recibido en Vallecas, cuando la campaña municipal, por un rumor de cacerolas. Herri Batasuna golpea joseantonianamente las urnas, y en Chile golpean las cacerolas. Pinochet sentirá que Allende le devuelve, en la noche, desde la muerte, el tam / tam ominoso y pueril de las cacerolas. Bajo el rumor de sables de la Historia (epílogo para españoles), el pueblo es un rumor de cacerolas.
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