Las raíces del problema
Las vicisitudes del nombre de América Latina nos llevarían por caminos excesivamente eruditos. Lo que resulta importante considerar aquí es el hecho de que ese nombre es el que emplean los propios latinoamericanos para hablar de sí mismos. ¿Por qué, entonces, empeñarnos en ignorar esa realidad?En mi opinión, las raíces de ese problema se refieren a otra oposición, tan radical como la de Latinoamérica versus Angloamérica, otra gran oposición, que ha servido en el pasado para tratar de hallar las señas de identidad de los pueblos iberoamericanos, la que nace de un indigenismo ideológico, más o menos romántico, frente a un tradicional hispanismo.
En efecto, si la independencia, como fenómeno histórico-político, representa inicialmente una insurrección de los criollos frente a los poderes metropolitanos y, por consiguiente, tiene un componente indígena o indigenista realmente escaso, este componente indigenista va creciendo al cabo de los años, hasta transformarse en un verdadero movimiento a finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX.
Conforme ese indigenismo ideológico, que no hay que confundir con el indigenismo científico, va creciendo, el mundo criollo y, por tanto, culturalmente hispano, se comporta como un grupo social, económico y cultural que representa la tradición oficial y metropolitana en la época republicana de las nuevas nacionalidades de Hispanoamérica. De tal modo esto es así, que, sin que España tenga una clara conciencia hispanoamericanista, aquellos grupos la representarán desautorizadamente, enfrentándose al mencionado indigenismo ideológico.
De esa manera, el indigenismo se hará, por así decirlo, portavoz, asimismo, no autorizado, de los grupos indígenas y de la tradición prehispánica; por tanto, representará políticamente a los grupos que pretendan subvertir el orden establecido, a los revolucionarios, marxistas o izquierdistas en general, mientras que, por su parte, los grupos hispanistas serán los herederos de la ideología de los antiguos criollos, hoy todavía poderosas minorías latifundistas, con una prepotencia económica y política realmente decisiva, en la mayor parte de las naciones latinoamericanas.
El rumbo hispanista
Cuando en América el cuadro de oposiciones se ha establecido en esos términos, se crea en España -son los años cuarenta- el Instituto de Cultura Hispánica, que viene a reforzar explícitamente uno de esos dos grupos o bandos en litigio. Ese ha sido, sin lugar a dudas, el mayor error de la política iberoamericana de los últimos cuarenta años, porque España nunca ha debido inclinarse por ninguna de ambas posturas, sino servir de aglutinante de las dos tendencias -indigenismo e hispanismo- en un esfuerzo, no por difícil menos importante, de servir de nexo de unión entre todos los pueblos del área cultural iberoamericana.
Esa es la razón, en mi opinión de que en muchos círculos de América Latina se hayan visto con suspicacia, temor o reticencia, las actividades del instituto matriz o de los institutos de cultura hispánica en diferentes países de aquella región. Los institutos de cultura hispánica en cada país, regentados por personas vinculadas a determinados círculos de significación política local, han hecho que el símbolo hispánico se confundiese con aquel significado político local, lo que es, evidentemente, un daño añadido a la confusa significación global de la cultura hispánica como un todo.
El cambio de rumbo del Instituto de Cooperación Iberoamericana en los últimos años ha venido a rectificar, al menos parcialmente el tono general del Instituto de Cultura Hispánica en su actuación anterior. Sin embargo, creo que hay que persistir y profundizar en ese cambio de rumbo, haciendo progresivamente una política cultural de carácter más amplio, su p crando las oposiciones intema de la tradición cultural iberoamericana, en la que lo indígena y lo hispánico son los dos componentes fundamentales.
Realismo, eclecticismo y compromiso
Una de las acusaciones más comunes de que somos objeto los españoles de hoy en muchos países de América Latina, especialmente los americanistas, es la de que solamente nos interesamos por aquello que evidencia la huella de nuestros antepasados en aquel continente: catedrales e iglesias, fortalezas y misiones, lenguaje, religión o costumbres, pero nada o muy poco por los antecedentes prehispánicos o por los componentes indígenas de su cultura mestiza. Frente a esta actitud, los franceses, alemanes, norteamericanos e incluso japoneses o soviéticos se interesan fundamentalmente por esa raíz indígena, o se interesan por igual por ella y por la raíz hispana de su cultura.
Si, de cara al futuro, queremos recuperar la credibilidad que perdimos durante tantos años de acción erróneamente orientada, o de pura desidia, tendremos que rectificar nuestros planteamientos, haciéndolos mucho más realistas, más eclécticos y, al mismo tiempo, más comprometidos con esa realidad.
El realismo del español y su capacidad de adaptación forman parte de su propia idiosincrasia, de tal manera que lo único que deberíamos hacer es volver a nuestra prístina posición, en lo que se refiere al conocimiento de lo americano: aquella que caracterizó a nuestros intelectuales de los siglos XVI al XVIII, Bernardino de Sahagún, Cieza de León, Acosta o Hervás y Panduro, Diego de Landa o Martínez Compañón. Todos ellos supieron asimilar y valorar las riquezas de las culturas autóctonas e incluso incorporarlas a la cultura hispana de su tiempo. El realismo de nuestros días tendría que caminar por senderos parecidos, ya que no es otra cosa lo que se espera en Iberoamérica de nosotros.
El mayor eclecticismo de nuestra política iberoamericana se refiere, obviamente, a corregir el evidente error de considerar a América como una prolongación de España, y a la historia de la Colonia y de la República, como la historia de los españoles o de los criollos en aquel continente, teniendo como paisaje de fondo las cordilleras, los ríos, los valles y las costas de aquel continente y también a los indios que, como una parte más del paisaje, constituirían un sector pasivo del mundo conquistado por los españoles. Ese desenfoque de los historiadores, que ha obligado a los antropólogos a crear una nueva disciplina, la etnohistoria, debe ser corregido radicalmente en las políticas iberoamericanas que se diseñen de cara al futuro, si no se quiere volver a caer en los errores del pasado, si se desea, por el contrario, rectificar viejas actitudes.
Un mayor compromiso con América Latina quiere decir, en mi opinión, que, de cara al futuro, deberemos entender que nuestra participación en el hallazgo de la verdadera independencia de esa región del mundo, que está tan ligada a nosotros por vínculos históricos y culturales, debe ser encarada con un espíritu de verdadera cooperación igualitaria, olvidando con sinceridad un paternalismo que debió sustituirse hace mucho tiempo por una verdadera hermandad y que aún persiste en muchas actitudes.
Siendo muchos los sectores en los que España puede cooperar con Latinoamérica, hay uno en el que su participación es imprescindible: la búsqueda de su verdadera identidad, porque en buena medida la respuesta la tenemos que buscar en nosotros mismos : cuál es nuestra propia identidad cultural, cuál fue la de nuestros antepasados de los siglos XVI y XVII que se aculturaron con los grupos indígenas de América, y en qué medida nuestra cultura actual y la de Iberoamérica constituye un complejo frente al mundo anglosajón o al mundo árabe.
Babelia
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