La pequeña diferencia
El final de la aventura estúpida y criminal emprendida por la Junta Militar argentina en las Malvinas tenía que ser también sórdido. Y lo es sin duda este cambio de postura espectacular, después de la derrota, de los entusiastas de ayer. Por lo visto -y tantas veces realmente se ha visto- es patriótico y antiimperialista cerrar filas en torno a un grupo de negreros con galones que sólo pretendían ocultar sus pasadas fechorías tapándolas con otra mayor, pero ahora es democrático y no menos patriótico indignarse con Galtieri porque ha cometido la torpeza de intentar hacer de matón fuera de su peso. Las barbaridades en política sólo lo son cuando salen mal: no hay derrotado que no sea malo ni vencedor que no tenga la razón de su parte, como ya nos enseñaba el padre Hegel. Escalofría pensar la "lección" que hubieran sacado los militarotes de Latinoamérica (y quizá otros aún más próximos) de una eventual victoria de la Junta en este episodio. Afortunadamente, tal triunfo no era imaginable dada la actual lógica del poder bélico, y ello se veía desde un principio y no ha dejado de verse en todo momento, pese a los descaradamente partidistas informes de Televisión Española (tanto los enviados desde Buenos Aires como los de Londres han sido resuelta y cándidamente proargentinos) y al serio y documentado estudio que un grupo de militares españoles publicó en las páginas de este mismo periódico probando la imposibilidad de la victoria británica. Ahora la Junta Militar se sucede a sí misma, tras utilizar a Galtieri como cabeza de turco, y parece disponerse a promocionar a Costa Méndez, el principal responsable de la aventura malvinesa, además de cabeza visible de la trama civil que sustenta la dictadura y medra a su sombra. Las expectativas de democratización real no pueden ser más débiles, aunque es probable que la Junta se aplique un poco de camuflaje izquierdista para aprovechar la malvenida y malvinesa solidaridad que le brindó el tercermundismo latinoamericano (para dar gusto a los rusos le hasta con seguir siendo lo que es, pues siempre han contado con la benevolencia paternal de la Unión Soviética). La diplomacia española de izquierda y derecha se apuntó también a tal tercermundismo de boquilla, que es a la política internacional lo que el llamado arte pobre a las bienales: un modo de ahorrar imaginación de artes plásticas.Resulta que nuestro irrenunciable compromiso con las naciones americanas de nuestra lengua no es en tanto representantes de la tradición política y cultural europea que allí introdujimos, sino en cuanto expertos históricos en autocracias de espadón y milenarismos patrioteros, junto a los que acudimos meneando la cola de gusto como el chucho que se acerca a la farola mejor conocida.
Pero se dice que, a fin de cuentas, los ingleses no son mejores que sus adversarios y que Margaret Thatcher sólo es una variante específica del género al que tanto ella como Galtieri pertenecen. En efecto, no hay naciones buenas ni malas: todas son ensamblajes de narcisismo colectivo (quizá imprescindible en cierta medida a la supervivencia psíquica del individuo), ávidas de poderío y supremacía, dispuestas a aniquilar al vecino con tal de autoafirmarse, y unidas unas a otras por tiernos y desinteresados lazos que se parecen más que nada a la ley de la jungla. A las naciones débiles cuadra esta descripción no menos que a las fuertes; a las regidas por el socialismo real no menos que a las que dirige el capitalismo liberal. Frente a esta indiscutible situación de hecho existe el intento de articular una frágil y perpetuamente amenazada estructura de derecho, fruto, por un lado, de la prudencia egoísta de las propias naciones ante la posibilidad de conflictos de extensión incalculable, y por otro, de los principios morales de los individuos, deseosos en sus mejores momentos de respetar valores cuya universalidad trascienda las estrecheces nacionales y cuyo significado vaya más allá de la rapacidad pura y la destrucción mutua. A los intentos de institucionalizar políticamente esa universalidad de mediación ética es a lo que puede llamarse propiamente democracia, noción ideal que abarca contenidos mucho más radicales y revolucionarios que un simple modo de participación política (aunque, desde luego, incluya y exija tal participación igualitaria). Es obvio que todas las democracias existentes distan en la práctica abismalmente de los propósitos más audaces del proyecto democrático; pero no menos obvio resulta que los abandonos del tergiversado modelo democrático, sean dictatoriales o carismáticos, distan infinitamente más de la forma de vida plural y armónica que los hombres de sean y luchan por merecer. La democracia tiene mecanismos autocorrectivos -no todos ellos codificados legalmente- que pueden irla purificando de sus abusos; la autocracia sólo se corrige por reafirmación de su abuso, es decir, empeorando. Es cierto que en el orden mundial en que vivimos, aunque ciertos países hayan logrado una relativa democracia interior, el conjunto de las naciones padece la doble dictadura militar de ambos bloques. Es cierto que países democráticos, como Israel, pueden acometer con el pretexto de la legítima defensa nacional vergonzosas cruzadas de exterminio. Pero la democracia se perfecciona radicalizándola e internacionalizándola, no aboliéndola en nombre de trucados sentimientos nacionalistas o recurriendo a algún dogma totalitario (aunque se predique como salvación liberal). Ya que tanto preocupa el imperialismo y el colonialismo decominónicos, no estará de más recordar que la noción de soberanía nació para legitimar las conquistas antes que para exhortar a la independencia.
A lo que íbamos: por muchos que pudieran ser los parecidos entre Galtieri o cualquiera de sus cómplices y Margaret Thatcher, hay todavía una pequeña diferencia. La primera ministra británica ha sido autorizada por la mayoría de sus conciudadanos para tomar decisiones que bien pueden ser cruelmente erróneas, mientras que la Junta Militar argentina ha usurpado a la nación el mendaz derecho a cometer crímenes. Quienes no somos aún tan cínicos como para preferir en política los crímenes a los errores, debemos gritar aquí también, como en la otra ocasión no menos ilustre: ¡Viva la pequeña diferencia!
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