Las bayonetas
Alguien definió la Grecia de los coroneles como «unas bayonetas a la busca de una idea». Manuel Leguineche, cuya corpulencia de Beléndiz-Guernika se ha tatuado de bayonetas griegas, cesarismos italianos, gumías turcas, napoleonismos de De Gaulle, bucanerismos de Gran Bretaña y populismos de Polonia, publica ahora su libro El estado del golpe, jugando con el concepto del golpe de Estado, no sólo en Europa, sino también en Chile, donde estuvo y lo cuenta.El padre Iniesta, obispo cheli de Vallecas, se preguntaba ayer mismo, o mejor le preguntaba a Pinochet: «¿Dónde están tus hermanos?», con resonancia bíblica, refiriéndose a muertos y desaparecidos con nombre propio. Leguineche es el gran avanzado de nuestra generación española en el mundo, el periodista, el hombre que, mejor que analizar las cosas por la Prensa extranjera y las radios de madrugada (cosa que también hace), ha decidido verlas y vivirlas por sí mismo, ha optado por la lectura cruenta y directa de la realidad descalabrante de la Historia y, así, más que una Europa adónica y clásica, la de los manuales, lo que nos ofrece hoy en su libro es la Europa real con el ábside quebrado por el golpismo, esa enfermedad infantil de todo Estado, aunque él lo llame «el mal grecolatino». Pero Hitler no era precisamente un grecolatino, y lo suyo ha quedado ya en la Historia como un golpe dentro del golpe: monstruoso y abultado golpe contra la civilización y la cultura, que lleva dentro, como germen, el golpe contra su propio pueblo, y, dentro de su pueblo, el golpismo interior contra una raza, la judía, tan enmadejada ya con todas las otras que el nazismo supone un cuartelazo contra la génesis misma de la humanidad.
Manuel Leguineche, entre Hemingway y Oriana Fallaci, entre brigadista internacional y periodístico de todas las guerras y nuevo periodista que ha cumplido los cuarenta peinándose con un peine de ametralladora, es hoy en España, a mi irrelevante juicio, el hombre que más y mejor hace el periodismo de acción, porque ha llegado a exasperar sus modelos y, todavía en la juventud, tiene ya en la piel del alma tantos cintarazos como el viejo Hemingway o la vieja Fallaci. Leguineche, natural mente, no es la aventura por la aventura, sino el rastrear ese vano intento de las bayonetas, en el zigzagueo de la geografía y de la historia, por dar con una idea que sustituya a las ideas. Leguineche asiste irónico al repetido fracaso. del acero de la bayoneta cuanto trata de trocarse en acero mental. En Grecia, los coroneles empezaban a estar cansados, como los dioses griegos que les precedieron en aquella tierra calcinada de mitologías. En Italia, los últimos rebrotes de fascismo regimentado han sido más de película cómica de Fellini que otra cosa. En Turquía, las bayonetas han florecido de rosas nucleares de Reagan, no de rosas mentales ni de Mallarmé. Los turcos de hoy nunca serán unos griegos de ayer, mientras enderecen su gumía legendaria en bayoneta otánica. Gran Bretaña vivió el insulto nazi con serenidad e incluso facundia: Churchill, e] hombre gordo de cigarro puro, que habla lúcido. Aparte destruir Londres, el poderoso Hitler destruyó a la debilísima Virginia Woolf (laborista y esteticista al mismo tiempo), ya que ella se suicida en 1941, en el río Ouse, cuando los stukas nazis cruzan desgarrantes su cabeza metafórica.
Polonia es la última y más desoladora lámina de un ejército invadiendo su propio país. Jaruzelsky espera en vano que las bayonetas alumbren una idea. Leguineche ha instalado anoche, sobre la mesa de una taberna, un tronco destroncado de realidad europea, presentísima. Mientras los demás razonamos, él aporta una brutal razón, de la que es el último o primer mártir: testigo.
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