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Los nuevos nacionalismos

Muchos de nosotros, españoles que fuimos educados en lo que podríamos llamar un liberalismo crítico, con predominio del pensamiento sobre la pasión, creamos un patriotismo temperado y reflexivo. Por más que la derecha ultramontana trate de emparejar el concepto de "patria" con otros que, como los de "Dios" y "rey", se pierden en el tiempo de la historia, aquél apenas tiene siglo y medio de existencia, y no es más que uno de los logros de la burguesía en su lucha por las libertades ciudadanas y en contra del feudalismo. El concepto de patria o nación en la Edad Media, ligado al entorno en el que un hombre nacía o vivía, era más cercano, más concreto que la abstracción que lo sustituye a partir del siglo XIX, abstracción que, además, empieza muy pronto a ser utilizada como uno más de los instrumentos ideológicos al servicio de la expansión de un país, incluso en su sentido puramente territorial -el colonialismo-. Y bajo la invocación de la patria se han cometido tantas tropelías, crímenes e injusticias como tras el amparo de la cruz se hizo en anteriores épocas.Así, pues, siempre tuvimos la esperanza de que los odios y las muertes producidos por el concepto de nacionalismo se irían superando a través de la paulatina organización de los países en entidades supranacionales, del mismo modo que, por ejemplo, los pequeños Estados italianos, auténticos avisperos antes de Cavour, fueron pacificados por su reunificación, esperanza que, desgraciadamente, se ha revelado utópica y lejana. El mismo Tocqueville tuvo que abdicar de sus ideas internacionalistas y aceptar que aún siguen moviendo más a los humanos la oratoria inflamada, las fanfarrias marciales y los tópicos chovinistas que la razón o el simple humanitarismo.

Nos estamos refiriendo al patriotismo dentro de un contexto universal. Si nos reducimos ahora a nuestra estricta experiencia de estos últimos cuarenta años, nos encontramos con que el franquismo envolvió el concepto de patria en una parafernalia tal de símbolos exhumados, falsas identificaciones -el de Estado e ideología, por ejemplo- y faramallas imperialistas, que apartó a todo hombre de izquierdas, o simplemente liberal, de la exteriorización de su españolismo, aunque sólo fuera por no ser confundido con los delirantes nacionalistas de la acera de enfrente. Pero esto, que era explicable durante la dictadura, ha adoptado actualmente unas tendencias tan poco racionales como las anteriores. Desde la óptica regional se tiende ahora a identificar el patriotismo, incluso el más ponderado y reflexivo, con la retórica nacionalista del franquismo. Ya parece que un español no pueda sentirse como tal sin que se le identifique con la extrema derecha. Y la nueva izquierda cree que abandona la patria irracional, la centralista y heroica, al refugiarse en el nacionalismo de urgencia de la pequeña región, incluso de la provincia aislada, y en realidad está marchando hacia atrás, es decir, "a un patriotismo todavía más próximo al árbol totémico, a la tierra nutricia, a la jerga sagrada de la comunicación familiar", como decía Carlos L. Alvares en el diario Informaciones del 31 de diciembre de 1979. Y este nuevo nacionalismo, por una especie de herencia partenogenética, prolonga la mayor parte de su irracionalidad. Ancestros y etnias particulares extraídos de polvorientas guardarropías de la historia -caucásicos en las Vascongadas, bereberes en Canarias, bajorromanos en Cataluña y moros de la morería en Andalucía-. Xenofobia delirante cantada con las mismas notas: mueran los godos, en las Afortunadas; los maquetos, en Euskadi, o los charnegos, en Cataluña. Y "todos juntos y en desunión" enarbolan con mayor entusiasmo sus elementales mensajes icónicos de ikurriñas, senyeras, blanquiverdes, blanquiazules y cielos estrellados que el diálogo y la razón. Y por si ello fuera poco, muestran el mismo centralismo que le reprochan al Estado y unas extemporáneas ansias de expansión territorial, adjudicándose en ridículos mapas de archivo tierras de regiones limítrofes como si fueran propias e irredentas (1).

De este patriotismo exaltado dijo Walter Laqueur en su famoso libro Terrorismo que "era el último refugio de muchos sinvergüenzas", frase que ha sido abundantemente citada en artículos sobre el tema. Curiosamente, siempre se ha omitido su continuación: "... y lo mismo ha sucedido con la lucha por la libertad". Es decir, si no sinvergüenzas, al menos aprovechados y pragmáticos líderes de la Izquierda radical han buscado un apoyo a la lucha por "su" libertad en un rudimentario patriotismo local muy fácil de encender en los que tan a menudo han recibido de los poderes centrales violencia y, en el mejor de los casos, olvido. Esto viene como anillo al dedo cuando contemplamos el súbito entusiasmo por las independencias locales que se ha despertado en partidos regionales marxistas que, habida cuenta de sus raíces ideológicas, jamás fueron proclives a los nacionalismos separatistas. Sin duda, han descubierto las ventajas electorales de combinar la lucha de clases con el patriotismo.

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Es indudable que el centralismo a ultranza que hemos padecido durante tantas décadas se ha revelado ineficaz para acabar con el desigual desarrollo de nuestras regiones, y así lo ha entendido también Mitterrand, en cuanto a Francia se refiere. Las autonomías, al acercar los centros de decisión económica a las regiones, han de corregir los desajustes de desarrollo que sufren actualmente. Precisamente en la encuesta que acaba de publicar EL PAÍS sobre lo que esperan los ciudadanos españoles de esta nueva organización territorial existe cierta unanimidad respecto a un mejor desarrollo cultural y a una más perfecta distribución de los recursos nacionales. Parecería lo lógico seguir cautamente por esta vía de la descentralización, pero los españoles, que siempre pasamos de la apatía a la precipitación, nos estamos engolfando en autodeterminaciones e independencias. Lo que vulgarmente se conoce como "poner el carro delante de las mulas". Y no es que en el terreno teórico me asuste cualquier tipo de organización territorial para nuestro país. Creo que la mejor patria es la que más contribuya al bienestar de los ciudadanos que la componen, y si tal cosa se logra, tanto da que sea a través de las autonomías, regiones federadas, puzzle de estadillos independientes o sólidos Estados con cancerbero centralista y cantores de gesta incluidos. De lo que se trata, pues, es de buscar para nuestro país more mathematica y sin apriorismos ni cargas sentimentales, el mejor sistema posible de gobierno.

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A través de argumentos de eficacia económica creo que dieciséis Estados hispanos independientes (2), con su Parlamento, su Ejército, su Conferencia Episcopal, sus guardias y su Seguridad Social, sólo podríamos soportarlos si tuviéramos los ingresos de los emiratos árabes productores de petróleo. Como decía en EL PAÍS el articulista Luis García San Miguel, "más vale una buena orquesta que cuatrocientas charangas municipales", y eso, mutatis mutandi, puede ser aplicado a cualquier campo, cultural, económico, social o político de la nación.

Que en el momento en que todas las naciones del mundo tratan de agruparse para mejor defender su fuerza económica (CEE; EFTA; COMECON; CEPAL y OEA, por sólo citar algunos de estos grupos) se nos ocurra fraccionar España en innumerables entidades exportadoras, con sus correspondientes aduanas interiores y minitratados internacionales de comercio, no sólo parece un disparate, sino que va a ser regalo del cielo para las multinacionales y para las grandes potencias cuyo imperialismo a la nueva usanza se ejerce más a través del Ministerio de Comercio que del de la Guerra. Y aún cabría preguntarse si los independentismos de nuevo cuño no estarán siendo apoyados desde el exterior -CIA o KGB, a gusto del consumidor con el claro objetivo de adueñarse de las economías de las nuevas nacionalidades, inermes por su fragmentación.

Claro está que existe la solución federalista, amparada además por países de prestigio que la han adoptado, pero los partidarios autóctonos de tal sistema olvidan que el sistema federal se produce cuando diversas regiones o Estados "deciden unirse", y no, como sería en nuestro caso, cuando "deciden separarse". Y es que el centralismo, atado y bien atado durante cuarenta años, y lloviendo además sobre mojados tiempos anteriores, ya no le resulta soportable a ninguna región española, ni siquiera en las dotes mínimas de cooperación que requiere toda organiza ción federal. Es dudoso que un país como el nuestro, con su tradicional insolidaridad e individualismo, abandonado al dudoso concierto de sus regiones federadas, sea capaz de extraer las dotes necesarias de entendimiento y justicia distributiva que impidan que se convierta en una simple piñata nacionalista.

En el mejor de los casos, y aun deteniéndonos en el estadio de las autonomías, los nuevos nacionalismos están fraccionando las grandes formaciones políticas de izquierda, para mayor gloria de la alianza UCD-Mr. D'Hondt. El panorama futuro de un Parlamento español en el que podrían predominar las agrupaciones políticas regionalistas, más o menos proclives a la independencia, laborando todas pro domo sua, no es, en verdad, nada alentador. Se alcanzaría en tal caso la máxima desinvertebración de España al producirse la carencia de tarea común alguna, lo que ya intuyó genialmente Ortega y Gasset hace más de medio, siglo.

1. Mientras escribo esto, en un delicioso pueblo de veraneo en Galicia, recibo una lección de este nacionalismo irracional. Una treintena de coches, todos con matrícula madrileña, han amanecido con las cubiertas rajadas. 2. Y digo dieciséis en el mejor de los casos, pues ya tenemos a La Rioja, Segovia y Cartagena con pujos de Estados soberanos, amén de una región canaria partida por gala en dos.

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