Lección y herencia de Elio Antonio de Nebrija
Cuando todavía se oye rumor de pasos en honra de Quevedo y Pérez de Ayala, en vísperas del batir de alas a cuenta de Calderón y JRJ, pocos repararán en las efemérides que velan los discretos anales de la filología: hace hoy exactamente cinco siglos, a 16 de enero, en 1481, se puso la piedra angular de la morada de lengua y literatura donde conviven los destinatarios de tanto homenaje reciente y en puertas. Cierto, en tal día, un anónimo tipógrafo de Salamanca acababa la impresión de las Introductiones latinae, firmadas por Elio Antonio de Nebrija. Nada de gran bulto, un manual de latín para muchachos: declinaciones (haec terra, huius terrae), conjugaciones (amo, amas, amavi), concordancia, partes de la oración, ortografía.... ya se sabe. Pero esas cincuenta hojas de paradigmas limpiamente presentados y escuetas normas gramaticales eran para el Nebrisense y los suyos el núcleo de una imagen nueva de toda la cultura; porque estaban convencidos de que el latín y la eloquentia clásica constituían el camino ineludible a cualesquiera otras tareas o artes.Tenían, tuvieron razón. Entusiastas e incluso censores lo reiteraron durante decenios (y ningún testimonio distante puede suplir a la confesión de parte): las Introductiones devolvieron a la España bárbara los studia humanitatis, los únicos quehaceres dignos del hombre, y le abrieron el horizonte de una edad de oro. «Aurea aetas», «secula aurea», «tiempo dorado».... decían entonces. Nosotros debemos parafrasear, didácticamente, que las Introductiones latinae trajeron a la Península el Renacimiento. Entiéndase (cuando menos): trajeron la modernidad a la lengua y la traza de la literatura Porque, en verdad, la revolución renacentista brotada al arrimo de Nebrija marcó las coordenada definitorias de las letras hispánicas: brindó un arquetipo cuya vigencia perdura, hasta cuando no se aprecia sino por contraste; fijó lo
puntos de referencia para medir -pongamos- los desvíos de Góngora, Espronceda o Rubén creó un sistema donde se concilian con igual pertinencia -si con distinto valor estructural- el Francisco de Quevedo y el Juan Ramón Jiménez de los centenarios vecinos.
Humanismo y escolástica
No nos precipitemos, sin embargo. Tras diez años de aprendizaje en Italia y un corto período sevillano en que lograron seducirlo la comodidades de la docencia privada, Nebrija abrazó la causa de la instrucción pública y , se instaló a orillas del Tormes dispuesto a «desarraigar la barbarie de los hombres de nuestra nación». La Universidad de Salamanca (donde alcanzó la cátedra en enero de 1476) se le aparecía como la «fortaleza» de la ignorancia tradicional, doblegable sólo «por combate» y con ayuda de los jóvenes: que los mayores -advertía aún- «no tienen cura y hemos de dejarlos tranquilos con su necedad». Pero no tan tranquilos... Pues las delgadas Introductiones de 1481 contenían no sólo una propuesta a los mozos, sino también un desafío violentamente explícito a los viejos, «latinae linguae hostes»: era un ataque sin paliativos a la concepción del saber y a la figura del intelectual que gozaban de apreciación y prestigio generales en la España de la época.
Las escuelas europeas de la baja Edad Media habían entronizado una implacable idea de la ciencia. de la gramática a la teología, pasando por el derecho o la medicina, todas las disciplinas se sometían a un método caracterizado por concentrarse en asuntos minúsculos (quaestiones) y sujetarlos a una discusión aparatosa, conducida con los instrumentos de la lógica y encaminada a extraer conclusiones metafísicas, certezas intemporales, perpetuamente válidas. La aureola de sabio -se burlaría Nebrija, sin incurrir en caricatura- adornaba al personaje capaz de «disputar sobre la cuestión ridícula de "si las quididades de Escoto, cruzando por los lados de un punto, pueden llenar el vientre de la Quimera"». Ese método de las escuelas y de los ambientes afines se expresaba en un lenguaje tan artificial, en una jerga tan especializada, cuanto esotéricos eran los objetivos que pretendía. «Ca no sería bueno», subrayaba Alfonso de la Torre, «que el sciente y el idiota hobiesen manera común en la habla, ni sería honesto los secretos scientíficos, que todo precio exceden, fuesen traídos en menosprecio por palabras vulgares». Obviamente, la enseñanza del latín inspirada en tal modo de pensamiento desdeñaba la literatura (no digamos ya, si además pagana) y se alejaba de ella en la misma medida en que ansiaba aproximarse a una grammatica speculativa de alcance universal, aun a costa de fabricar un monstruo lingüístico, destinado a arrastrarse sólo en «la sombra y tinieblas escolásticas» rehuidas por Nebríja.
Las Introductiones de 1481, por el contrario, no querían sino proporcionar el mínimo utillaje teórico imprescindible para leer a, los grandes maestros de las letras antiguas, cuya frecuentación era esencial en el designio educativo del Nebrisense. A la jerigonza técnica y abstracta de la convención medieval oponía éste una lengua fundada en la experiencia, en la literatura y en la historia. No otra cosa entendía al describir la gramática como arte «de bien hablar y bien escribir cogida del uso y autoridad de los muy enseñados varones» (así tradujo él mismo, en 1488, la definición dada en 1481: «Recte loquendi recteque scribendi ex doctissimorum usu atque au toritate collecta»). Lo primero, por tanto, era el uso. Vale decir: el latín real y concreto, abiert.) al sentir y al obrar del individuo, a la medida del hombre y de la sociedad. Al amparo del lema «no hemos nacido sólo para nosotrcs» («non so lum nobís nati sumuin», divisa que tomaron de Platón y nunca se cansaron de repetir), Nebrija y los humanistas aspiraban a poner a prueba el saber filtrándolo por la «manera común en la habla» que rechazaban Alfonso Je la Torre y los secuaces del escolasticismo. Pero esa «manera común», desde luego, había de deslindarse dentro de la lengua de los mejores: «los muy enseñados varores» que crea ron el modelo de claridad y belleza de precisión y poder ce sugerencia que es la literatura clásica. N obstante -avisaba Nebrija-, con viene andarse con ojo): los escrito res antiguos no forman un amasijo, ni cabe seguirlos sir discrimina ción, «passim atque indifferenter» hay que afinar la percepción estética e histórica, distinguiendo épocasy logros, para determinar los autores que merecen imitación o rechazo.
Al predicar el latín de la experiencia, la literatura y la historia, las Introductiones proponen un mundo nuevo construido sobre la palabra clásica. Nebrija lo explicó con especial transparencia y rotundidad en 1488, cuando, por en cargo de la Reina, preparó una edición del librito de 1481 en la que una versión castellana corría paralela al texto original (ya varias veces reimpreso con retoques (*).
«Para el colmo de nuestra felicidad y complimiento de todos los bienes», proclama ahí, «ninguna otra cosa nos falta sino el conocimiento de la lengua», del buen latín. El buen latín, en efecto, es el fundamento de «nuestra religión y república cristiana»: sin buen latín, los teólogos y los biblisias no tienen acceso a la obra de los padres de la Iglesia, cuyo estilo y manera de argumentar son resueltamente clásicos; y sin los padres de la Iglesia, los doctorcillos modernos no pueden beber en las aguas de la Escritura y han de quedarse en la ciénaga de los medievales que emplearon el galimatías escolástico que ellos han aprendido. El buen latín es asimismo la base del derecho, gracias a cuyo recto uso existe la civilización y «los hombres viven igualmente en esta gran compañía que llamamos ciudad». Como es cimiento de la medicina, «por la cual se contiene nuestra salud y vida». Pero ¿qué ocurre en España? Que, por no saber latín, los supuestos expertos en derecho y en medicina interpretan mal las fuentes de información que poseen y seven privados de otras importantísimas; y si los leguleyos -se reía Nebrija con sus alumnos caen en los más g rotescos errores por incomprensión y falta de sentido histórico en la lectura de los códigos («non habita ratione temporum»), los medicastros llegan a confundir la úvula con la vulva...
Idéntico «laberinto de confusión» es el panorama de las restantes disciplinas: por ignorancia del latín, «todos los libros en que están escritas las artes dignas de todo hombre libre yacen en tinieblas sepultados» desde hace muchos siglos, «no menos que todas las otras buenas artes», y en particular «las artes que dicen de humanidad, porque son propias del hombre en cuanto hombre». En suma: sin dominar cabalmente el latín, no hay medio de edificar una «ciudad» verdaderamente humana.
La letra y las letras
No cabe ahora contar cómo las Introductiones de 1481, sin perder el núcleo de una gramática latina elemental, crecieron con notas y apéndices hasta convertirse en una monumental enciclopedia de lingüís,tica; ni cómo Nebrija desarrolló sus presupuestos e implicaciones en una constelación de otras obras. En una evidencia, con todo, sí es forzoso insistir: a lo largo de medio siglo decisivo -entre 1481 y los aledaños de la muerte de Nebrija, en 1522-, las Introductiones fueron la principal bandera del combate contra la «barbaria» escolástica y en defensa de un clasicismo ampliamente accesible y universalmente provechoso. En ese combate -con frecuencia llevado por maestros provincianos a quienes el ejemplo de Nebrija ínfundió un entusiasmo y una conciencia de valía nunca conocidos después- se roturó el terreno en que surgieron las más atractivas novedades intelectuales de nuestro siglo XVI y, en especial, la mejor literatura española del Renacimiento.
La huella nebrisense se percibe en cien lugares, y para ilustrarla bastaría fijarse en la Universidad de Alcalá, cuyo florecimiento inicial se asocia a la persona y los libros de Elio Antonio en campos tan significativos como la cosmografla (a la que él mismo había dedicado un Introductorium antes de 1490), la historia natural (abordada a partir de la lexicografía) y la filología bíblica trilingüe (que Nebrija propugnaba y cultivaba veinte años antes que Erasmo). Pero evocaré sólo un caso: la caligrafía y los tipos de imprenta que hoy usamos no son sino un aspecto de la renovación total preconizada por Nebrija. La gótica de la tardía Edad Media -apretada, llena de abreviaturas y caracteres apenas diferenciados- era una escritura difícil de leer, esotérica como la visión de la ciencia a que servía. Frente a ella, los humanistas forjaron dos modalidades de letras «romanas y antiguas» -según las llamaba Nebrija-, notorias por la disposición holgada. la sencillez y la diafanidad. Una es la cursiva, que Nebrija adoptó y nos legó para escribir a mano; la otra, la redonda, que también continúa siendo el tipo primario de los actuales sistemas de impresión, y de cuyo empleo en Castilla él fue el pionero: con tanto empeño al comienzo (y tenacidad luego, en días difíciles), que pronto pudo enorgullecerse de que la transición a las limpias formas de raigambre clásica se hubiera hecho «por nuestra industria en gran parte ».
Pues bien: la lección de Nebrija fue tan profunda y ha tenido tanta permanencia en las letras como en la letra. Porque la doctrina del estilo Y las pautas clásicas que dan vida a las Introductiones representan la irrupción de la modernidad literaria en España. A ciertos propósitos, no hace falta cavilar mucho sobre la paradoja de que la vuelta a la antigüedad supusiera la entrada en la literatura moderna. Esa aparente paradoja, definitoria del Renacimiento, se desvanece de hecho con sólo mencionar unos cuantos nombres o títulos, junto a algunos géneros, autores o tendencias resucitados por la pedagogía del humanismo: La Celestina y Terencio, Garcilaso y Virgilio, Lazarillo de Tormes y la epístola autobiográfica, fray Luis y Horacio (o los diálogos de Platón), Cervantes y la preceptiva aristotélica... En otras dimensiones, sin embargo, quizá no se vean tan rápidamente los vínculos entre un manual de latín y una literatura cuyos frutos más sabrosos se dan en vulgar. Pero tampoco ahora hay que sorprenderse: ocurre, simplemente, que los criterios esenciales de las Introductiones son los mismos que rigen las grandes creaciones en castellano.
Valga un ejemplo. Censura Nebrija en Juan de Mena el verso a la moderna volviéndome rueda, «porque, aunque el griego y el latín sufran tal composición de palabras, el castellano no la puede sufrir». La denuncia de esa «dura» transgresión de «la buena orden » se inspira, desde luego, en el ideal de claridad y naturalidad que Nebrija aprendió para siempre en Cicerón y Quintiliano. Pero hay más. Si critica a Mena es igualmente por pecar contra la historia aplicando la norma de una lengua a otra cuyo uso no la tolera: condena, pues, a la vez una oscuridad -muy «escolástica»- y un anacronismo. Porque Mena se creía dechado de clasicismo por calcar un recurso latino; pero las Introductiones incitaban a seguir los principios clásicos, y no necesariamente la materialidad de los recursos en que aquéllos cuajaron. Las Introductiones latinae actuaron de modo análogo en múltiples dominios: proporcionando, no por fuerza respuestas, sino un modelo de pensamiento para plantear y resolver problemas. Ese modelo era ni más ni menos que el paradigma del humanismo renacentista. Hoy podemos bien celebrar, así, los quinientos años del Renacimiento en España.
*El éxito extraordinario de las Introductiones -no menos de cuarenta ediciones en vida del autor- contrasta con el olvido prácticamente absoluto en que cayó la Gramática castellana (1492), jamás reestampada. La distinta atención que una y otra obra han merecido en nuestros días es sólo Indicio de un grave desenfoque, cuya muestra más escandalosa está en las explicaciones corrientes de la afirmación (de fray Hernando de Talavera) según la cual «siempre la lengua fue compañera del imperio»: tópico de origen clásico y modulaciones medievales, singularmente en deuda con san Agustín y muy grato en la Florencia de los Medici
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