Final de un exilio no tan dorado
Llegado a Paraguay y asilado en agosto del año pasado por una decisión personalísima del dictador Stroessner -que costó al presidente paraguayo una pequeña guerra palaciega con su propia camarilla, opuesta a la medida-, Anastasio Somoza ha pasado los últimos meses de su vida soñando con un imposible retorno a Nicaragua.Quizá porque era perfectamente consciente de su sueño, Somoza bebía últimamente mucho más que de costumbre. Su vida sentimental, de otra parte, adquirió perfiles de fotonovela. Tres mujeres pasaron por la vida de Somoza durante su breve exilio en Asunción, y una de ellas, amiga del ex yerno del presidente Stroessner, estuvo a punto de provocar una crisis de Estado en Paraguay.
La misma llegada a Asunción del que fuera dueño de Nicaragua se produjo de forma rocambolesca. El Gobierno paraguayo obligó a un conocido oftalmólogo del partido oficial colorado, el doctor Campuzano, a que echara de un lujoso piso que posee en el centro de la ciudad a la Embajada de la República Surafricana. Campuza no cumplió la orden, vació su casa de irritados surafricanos y la puso a disposición del forzoso inquilino cuya identidad no conoció hasta después.
Somoza se instaló pronto en un lujoso chalé ajardinado de las afueras, que había sido residencia del embajador de Chile. Una casa elegante de una sola planta, tapia de ladrillo blanco y rodeada de árboles, en la calle del General Genes, prolongación de la avenida del General Franco, muy cerca de donde ha sido asesinado. Allí vivía rodeado de una cohorte de impenetrables guardaespaldas armados, vigilados por su hombre de confianza, el general Porras, que salió con él de Nicaragua. A sus 54 años, Somoza, más gordo y pesado que en su etapa final en el poder, corría seis kilómetros diarios y raramente perdonaba sus ejercicios de natación. Pero el dictador caído se había vuelto huraño y taciturno y se refugiaba con frecuencia, solo e inaccesible, en un restaurante de moda en Asunción, el Amstel, donde comía mientras sus «gorilas» ocupaban militarmente las mesas contiguas.
El evidente malestar popular provocado por su llegada, a Paraguay, un malestar general en un país que sufre desde hace veintiséis años a Alfredo Stroessner, le había hecho temer la posibilidad de una extradición. Tuvo una prueba de que su asilo era frágil e irrepetible cuando el Gobierno paraguayo expulsó fulminantemente del país a su hijo Chigüin Somoza Portocarrero «por conducta desordenada». Para asegurarse la que él consideraba, irónicamente, tabla de salvamento paraguaya, Somoza había comprado una gran extensión de terreno en el Chaco, adonde viajaba con frecuencia, e iniciado un plan de inversiones en Paraguay.
La tacañería personal que exhibió Somoza durante sus últimos meses no impidió que vivieran junto a él, sucesivamente, una nicaragüense, Dinorah Sampson, una ex miss paraguaya, Maru Angela Martínez, y finalmente su propia secretaria norteamericana. Su esposa legítima fue la única en hacer declaraciones ayer.
La relación sentimental de Somoza con la ex reina de la belleza paraguaya, un «flechazo» según algunos íntimos, provocó abultadas crónicas de sucesos en la Prensa de la capital. Somoza arrebató la dama a Humberto González Dibb, director-propietario del diario Hoy y ex yerno de Stroessner por haber estado casado con su hija Graciela, ahora esposa de un sevillano.
La furia de Dibb se tradujo en violentos y cotidianos ataques de Hoy a Somoza. El agraviado periodista llegó a contratar un camión para que arremetiera en plena calle contra el Mercedes de su rival amoroso. Otro diario de Asunción, Abc Color, que ridiculizó la persecución de Dibb a Somoza por un asunto de faldas, vio agredidos a algunos de sus hombres por gente de Dibb. Stroessner consideró que su ex yerno se había propasado, y un pesado silencio informativo cayó sobre el penúltinio episodio amoroso de Tacho Somoza, un graduado de West Point.
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