Del interés personal al interés no personal
Antes de ponerme a escribir lo que estoy escribiendo he dejado pasar, o siquiera posar, el disturbio emocional de haber seguido de lejos y de cerca la gestación, al parecer dificultosa, del Premio Fray Luis de León para románicas, el retardado alumbramiento a favor de un tercero en discordia -por cierto, muy bien elegido- y una secuela periodística que, sin exagerar la calificación, puede llamarse... irregular. Me refiero a una extensa nota, toda una columna, publicada en EL PAIS el primero del corriente, informándonos de lo que ocurrió (y de lo que no ocurrió) en el urado hasta llegar al fallo. Información de primera mano fácilmente identificable, con alguna que otra deformación sufrida en el trayecto desde la fuente informadora hasta la redacción de secretaría. En la aludida nota, inconfundiblemente publicitaria, se descubre, entre otros secretos del sumario, que las traducciones de Consuelo Berges (no Bergés) y de Pere Ginferrer fueron «desechadas» (¡a la basura al desecho!). La honra de mi amigo Ginferrer queda a salvo del rotundo puntapié adjetival, porque una traducción de lengua catalana no encajaba en la convocatoria. Espero que la mía, mi carissima honra de traductora, resista el golpe, protegida, como creo que está, por la buena fama que me han valido 36 años de trabajo exclusiva y excluyentemente dedicado al menester, duro y capciosamente seductor, de dar digna vida española a grandes obras de la gran literatura francesa. Con muy exiguos resultados económicos, con próvida y quizá excesiva cosecha de estimaciones y alabanzas, públicas y privadas.Consumado el hecho y el desecho, no voy a enfadarme demasiado porque Alfaguara se haya apoyado en mis espaldas de traductora embanderada para izar aún más alto el triunfo editorial de haber copado este año los tres premios Fray Luis de León. Más diera yo si más tuviera y si ello valiese para apuntalar una editorial de altos vuelos a la que nada debo y que nada me debe, pero a cuyo director, Jaime Salinas, profeso un amistoso y muy tenaz afecto. No puedo ni quiero olvidar que cuando vino a poner en marcha Alianza Editorial, junto con José Ortega, José Vergara y no sé si algún otro valiente promotor en España de la gran aventura cultural del libro de bolsillo, el entusiasta proustófilo que Jaime es me hizo el honor de elegirme no sólo para traducir los cuatro últimos títulos de la obra fundamental de Proust, sino para revisar la traducción de los primeros, debida al gran Pedro Salinas (¡ay! de su grandeza, ¡ay! de su famosísima traducción si llega a caer bajo la férula de algún profesor de traductores (¡!) rebuscador paciente, línea a línea de «faltas» que lo son o no lo son, según quién las mire, según cómo se miren).
Y dejemos al margen (sólo al margen, porque en el centro de lo que uno escribe está siempre uno mismo); dejemos, digo, al margen lo que pudiera parecer, parece y es una protesta de mi «desechada» personalidad de traductora de La cartuj de Parma (Editora Alianza Editorial, que también tiene derecho a un poquito de publicidad gratuita, siquiera sea «a la contra»). Lo que voy a decir ahora rebasa ese cariz personalista: se refiere a la composición de los jurados de premios literarios patrocinados por el Ministerio de Cultura. Centro la cosa en el Fray Luis de León, que es el que me toca más de cerca (aunque ya nunca podré volver a pretenderlo) y que es, sin duda alguna, un premio de literatura («la traducción es un género literario», ha escrito Octavio Paz y he escrito yo, con otras palabras, en algunos de mis alegatos pro elevación de la calidad de las traducciones y de la dignidad de los traductores).
Recién fundada nuestra APETI (Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes), por sugerencia de la Federación Internacional, a través del representante español en la Unesco y por gestión de Marcela de Juan, consiguió ésta que la Dirección General de Archivos y Bibliotecas nos cobijara en la Biblioteca Nacional y dotara un premio de traducción (al que, por cierto, di yo el nombre, por aquello de que el grandísimo poeta tradujo El cantar de los cantares).
En los primeros años (pongamos unos doce), los jurados del Fray Luis de León los integraban escritores y traductores (o escritores traductores la fórmula ideal), y como secretario, creo que con voz, pero sin voto, un representante de la Dirección General que dotaba el premio. Después, el jurado se fue burocratizando (y empleo aquí la palabra -no encuentro a mano otra mejor- sin el matiz peyorativo que suele acompañarla). Hasta predominar en número destacados y muy respetables funcionarios del cuerpo de bibliotecarios (lo que a mí me movió hace, creo, cinco años a declinar el nombramiento de vocal, y si acabé por aceptarlo, a instancias muy amables de García Ejarque, fue porque podía valerme, y me valió, para recuperar para la APETI un despacho en la Biblioteca Nacional, del que hacía varios años había sido desahuciada).
Desde el año pasado, creo, el Fray Luis de León se ha trifurcado y mejorado en dotación. Y en sus jurados predominan más aún los representantes de la Administración, con la presidencia asignada al director general del Libro y un séquito de varios altos funcionarios de su departamento, que por razón del cargo no está escrito que entiendan (aunque se pueda dar la coincidencia de que entiendan) de sutilezas de literatura, de semántica y de traducción, tres cosas que, para el caso, vienen a ser una. En principio son un peso no muerto, pero sí neutro, que cuando hay división, y hasta discusión viva de apreciaciones es natural que se inclinen por de algún miembro del jurado que ostente y enarbole una representatividad profesoral o supuestamente «técnica» que tampoco está necesariamente, ni siquiera frecuentemente, en posesión de las tres cualidades juzgadoras antes enumeradas.
Me permito, pues, sugerir al ministro de Cultura, ahora Ricardo de la Cierva, que la representación administrativa en los jurados de los premios Fray Luis de León y en otros de literatura o arte se limite a un testigo y «moderador» de los posibles debates y de las posibles discrepancias de juicio entre los miembros con voz y voto, que deben ser actuantes en el oficio de que se trate.
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