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Mi punto final sobre "Hendaya"

Por última vez, y por que no se tome a desatención con nadie, vuelvo sobre las consideraciones que sigue haciendo Antonio Marquina en relación con el encuentro Franco-Hitler en Hendaya. No seguiré su orden, porque en él me pierdo, y empezaré por el final de su artículo, donde manifiesta no tener animadversión contra mí. Tampoco yo la tengo, ni el menor ánimo de molestar a mi contradictor, y no se entendería la razón para que aquélla pudiera existir, pues no hemos tenido -al menos que yo sepa o recuerde- relación alguna anterior, social, humana, política ni profesional, y, repito, como dije en el primero de mis artículos, que presumo siempre en los demás, salvo prueba en contrarío -praesumptio iuris tantum-, la buena fe y la honestidad; que, especialmente, han de concurrir en un historiador a quien sólo la verdad debe mover en sus trabajos: la Historia concebida como testimonio y no como medio para dar rienda suelta a prejuicios hostiles, a la satisfacción de rencores antipatías, cuestiones o intereses personales.El historiador, o simplemente el cronista, ha de despojarse de todo asomo de orgullo, para rectificar sus aserciones o sus juicios cuando se le demuestre que carecen de fundamento. También debe librarse de la susceptibilidad que le induce a creer que es el destinatario de manifestaciones hechas erga omnes.

Libertad en la verdad, como escribía Unamuno, lo que permite, y aun obliga, a denunciar confusiones o errores. (Esto aparte del recurso a la Historia como elemento literario, o para hacer la Historia que se hubiera querido.)

Dos hechos esenciales

En mis artículos anteriores he situado en su punto real los hechos esenciales, que se resumen así:

Primero. Que los alemanes tuvieron gran interés en empujarnos, aunque sin violencia física ni malos modos -al menos en nuestra presencia-, para intervenir en la guerra a su lado; ya fuera como beligerantes, ya como sometidos, principalmente por su interés en la conquista de Gibraltar, a cuya posesión concedían la mayor importancia estratégica.

Segundo. Que Franco resistió, y que nuestra política de «amistad y resistencia» libró a España de la guerra, pese a la vecindad armada -Hendaya- del III Reich victorioso, evitando así pasar de espectadores a actores en la trágica contienda. Lo demás son conjeturas, hipótesis, palabras, cominerías, y éstos son he chos inconmovibles que sobrevivirán a aquéllas.

Por mucha que fuera nuestra humildad, nunca podríamos avenirnos a aceptar que no habían ocurrido, y en la forma en que ocurrieron, las cosas y situaciones que presenciamos; que vimos con nuestros ojos y escuchamos con nuestros oídos.

Algunas palabras y calificaciones sobre la entrevista de Hendaya como esa que se recoge en el artículo que comento de «una trata de ganado de segunda categoría» me parecen -ellas- una tontería grande, y lo mismo importa que las dijera Hitler, Paul Otto Schmidt o ese profesor americano que se cita por nota al pie del artículo o cualquier otro. La insistencia del señor Marquina en que en el Bergliof Von Ribbentrop condicionara mi conversación con Hitler a que previamente llegara a un acuerdo con él es absolutamente gratuita, y, para hacer las cosas seriamente, he apelado a los recuerdos de Tovar, a quien he llamado a Tubinga, y así me lo ha confirmado. No hubo conversación previa sobre el tema con Ribbentrop como condición puesta por él. En esa, como en otras ocasiones, Ribbentrop siempre trató de arrancarme algún compromiso para lucirse ante su führer.

En cuanto a la referencia que se hace a mi breve visita al vagón de Ribbentrop, diré que tuvo un doble objeto: primero, suavizar el ambiente, pues Franco estaba indignado al volver a su tren («esta gente lo quiere todo sin dar nada»), y en análogos términos, según supimos, se manifestaba Hitler con los suyos; segundo, la redacción del «comunicado» que había que dar a la prensa del mundo, pues era para nosotros algo importante y sumamente delicado, como le indiqué, teniendo en cuenta la repercusión inmediata que iba a producir en Inglaterra, y concretamente en mis relaciones siempre difíciles, para obtener los navicerts, con el embajador Hoare. Presenta Marquina los memorándums de los alemanes como si fueran documentos fehacientes, con equivalencia a actas notariales, cuando en realidad no eran más que unos apuntes informales, unilateralmente redactados, sin control ni intervención ninguna por nuestra parte, ni posibilidad de formular objeciones ni señalar errores, porque no se nos daba de ellos vista. Si allí se me atribuyen las palabras a que se refiere el articulista, una vez más fueron mal entendidas por el intérprete alemán Gross, buena persona, a mí parecer, pero hombre sin cultura; y esto segundo ya no es una apreciación mía, sino que tiene objetividad y valor universal, como podía decir el «filósofo» a que se alude elípticamente en el artículo. El profesor Tovar, con su gran precl sión intelectual, y específicamente de gramático, así como el barón de las Torres, con su inteligencia natural y su soltura corriente en el uso de la lengua alemana -las dos grandes asistencias con las que, por fortuna, conté-, se desesperaron, como yo, más de una vez, al ver la incapacidad de Gross para recoger cualquier matiz, tanto al trasladar nuestras reflexiones a los alemanes como cuando nos exponía las suyas. Lo que yo dije en realidad en aquella breve conversación en el vagón de Ribbentrop es que no «habíamos» -plural- entendido bien el alcance de las manifestaciones de Hitler sobre el desembarco en Inglaterra.

Bajo el epígrafe de «Gran fraude» se hacen en el artículo, unas consideraciones sobre el propósito de Hitler de crear una coalición continental contra Inglaterra de la que formaran parte Alemania, Francia, Italia y España, lo que, como afirma el articúlista, no fue posible por los intereses contrapuestos en materia territorial. Después de esta manifestación, que es cierta, Marquina, por su cuenta, transcribiendo unas palabras de Hitler en la conferencia, quiere deducir de ellas que Franco «las interpretó» como una petición de entrada en la guerra. La realidad es muy distinta: no hubo lugar a ninguna interpretación, como no lo hay cuando las actitudes o las palabras son claras -nulla est interpretatio-, según una conocida regla de hermenéutica. Franco no tenía que llegar a través de ninguna interpretación a saber que Hitler lo que quería era -lo que pidió- nuestra entrada en la guerra, pues nos manifestó, de una manera clara y directa, que todo estaba preparado y que había que empezar. Planteamiento este con el que ya se contaba, y la cuestión estaba para Franco en obtener las compensaciones territoriales de constante referencia.

Desde siempre había estado establecida la relación entre la entrada, o no, en guerra, y las concesiones, o no, de territorios. Estas exigencias territoriales Franco las acabó convirtiendo en un seguro contra la intervención en el conflicto armado.

El peso de la Marina

Si Franco, como militar, como casi todos los generales y jefes de nuestros Ejércitos de Tierra y Aire, creyó en la victoria del Eje -creencia compatible, como es sabido, con una política resistente a entrar en el conflicto-, esa creencia no era tan generalmente compartida por nuestros marinos, de guerra, sin duda por el respeto casi supbrsticioso que siempre tuvieron por la Marina británica. Cuando Franco, en una de las cartas que me envía a Berlín (véase página 341 de mi libro), me habla de lo complicado que resulta redactar en alemán su carta a Hitler y ponerla a máquina -naturalmente, también en alemán- me dice que ello ofrece grandes dificultades a «los entendidos» y establece una diferencia, que ya siempre continúa, entre «entendidos» e «intérpretes», yo, efectivamente, estando allí, durante mis primeros contactos con el Gobierno alemán, pensaba cómo se manejaría Franco aquí para llevar a cabo ese trabajo; en quién tendría a su lado para realizarlo. Beigbeder, que todavía era ministro de Asuntos Exteriores y conocía bien el alemán, no podía ser porque Franco no se fiaba de él. Con posterioridad supe que el autor de aquella difícil tarea era el capitán de navío don Alvaro Espinosa de los Monteros, autor de importantes servicios en silencio, calladamente, «como pasa el aura las montañas, respirando mansamente», (« ¡qué gárrula y sonante por las cañas! »).

Espinosa de los Monteros era en aquel tiempo agregado naval de nuestra embajada en Roma y allí, en un viaje oficial, le conocí, en mi privilegiada residencia de la «Villa Madama». Franco le llamó a Madrid en la ocasión referida, y además de realizar el trabajo que tantas dificultades ofrecía (que duró hasta las siete de la mañana), cambiaron, en aquellos días, ampliamente impresiones y reflexiones sobre los planteamientos de estrategia naval que hacía Espinosa de los Monteros, nada optimista, por cierto, en lo referente ala victoria alemana; pues él, por el contrario, pensaba -ya entonces- que perdería Hitler la guerra, por su relativa debilidad en el mar que no podría reforzar con eficacia la brillante flota italiana -una de las realizaciones importantes de Mussolini-, pues tendría poca efectividad en el combate por el deficiente entrenamiento de los marinos de aquel país en relación con la enorme experiencia de los ingleses. Como pronto se demostró en la batalla de cabo Matapán, en la que el acorazado inglés Warspite hundió a los cuatro grandes cruceros italianos Zara, Pola, Fiume y Giovanni de le Bande Nere. (El almirante Fioravanzo, jefe del Servicio de Inteligencia de la marina italiana, cuya amistad cultivaba con eficacia nuestro agregado naval, había publicado antes de esta batalla un artículo en la prensa titulado «Dominiamo il Mediterráneo», pero en conversación privada con Espinosa de los Monteros reconocía que no era así.)

Franco, pues, con anterioridad a su entrevista con Hitler, había reflexionado sobre aquellas circunstancias y discutido el tema de la vulnerabilidad de nuestras costas con aquel competente marino y también con el almirante don Alfonso Arriaga, quienes le expusieron su opinión de que Canarias y muchas capitales de nuestras extensas costas quedarían planchadas por los bombardeos de la escuadra británica en el contragolpe seguro que darían los ingleses ante la conquista de Gibraltar, de tan alto valor estratégico para los alemanes.

Todo ello lo tuvo en cuenta, con indudable astucia, en Hendaya cuando, con intención y cautela, para no irritar, se limitó a preguntar al alemán sobre la batalla de Inglaterra, con la esperanza de oír de Hitler los recursos con que podía contar para vencer las graves dificultades que se iban a presentar; y si tomó buena nota de la vaguedad y la endeblez de las manifestaciones que aquél hizo, no quiso, para evitar su enojo, reargüirle con las razones de los marinos españoles: los Stukas, cuya eficacia suplementaria o complementaria de la defensa artillera de nuestras costas no era bastante, etcétera.

Los hijos del ilustre capitán de navío Espinosa de los Monteros -militares tres, en excedencia voluntaria- -están consagrados a la noble y muy legítima tarea de dar a conocer la meritoria intervención de su padre en un momento tan delicado y en el que su opinión y consejo pesaron singularmente en las reservas que tuvo Franco en su conversación con Hitler.

Visita a Goering

En uno de los viajes que allí hice, precisamente para la firma del «Pacto Antikomintern» -cosa distinta del «Pacto Tripartito», que me negué a firmar-, el principal episodio fue mi visita al mariscal Goering, con el que yo no me había encontrado en ocasiones anteriores. Franco me pidió que solicitara de él una entrevista, aunque sólo fuera por razones y con finalidades de cortesía, pues Goering, como es sabido, era un hombre muy importante en el régimen -la segunda personalidad del Reich- y no quería Franco que se considerara olvidado o marginado por nosotros. Junto a la imagen suya que anda por ahí muy extendida -el hombre de los uniformes y de la pompa-, era campechano, simpático, listo, y,al hablarle yo de nuestras cosas, repitiendo las consabidas razones del estado ruinoso de nuestra economía, carencia de armamento, etcétera, él interrumpió mi pequeño discurso, no en términos destemplados, pero sí muy concretos y directos: «Bueno, bueno -ine dijo-, usted hace muy bien su papel, pero si yo fuera führer no me valdrían palabras y promesas y ya habría ocupado España, porque el valor estratégico de su geografía nos es indispensable.»

Me acompañaron en ese viaje, ade más del profesor Antonio Tovar (al que más de una vez me he referido, y del que siendo universalmente conocido por su competencia como filólogo creo innecesario hablar otra vez), el también profesor José Santa Cruz Teijeiro, catedrático de Derecho Romano en Valencia, que ha sido decano y vicerrector en aquella universidad, y muy germanista; había estudiado en la Universidad de Friburgo con los profesores Kinkel y el romanista máximo Otto Lenel, autor de la restauración del Edicto perpetuo, de Salvio Juliano, y fue compañero mío de estudios de toda la, vida, quien tuvo gran satisfacción en coincidir con Tovar, al que admiraba mucho. Por cierto que este último, Tovar, iba leyendo en el viaje un libro del poeta latino Tíbulo. Y mi otro acompañante -por mi muy delicada salud en aquellos días- era el doctor Dámaso Gutiérrez Arrese, médico prestigioso y gran amigo, persona inteligente y llena de curiosidad, a quien, tal vez precisamente por contraste -él era liberal-, le llamó mucho la atención todo lo que vio en la Alemania de entonces y especialmente le impresionaron las palabras que me dirigió Goering, y que al regresar comentaba constantemente las cosas del viaje entre su clientela muy amplia y su extenso círculo de amigos, como, en conversación reciente, hemos recordado el doctor Miguel Ortega Spottorno y yo.

Dicho esto, sospecho que a los lectores de prensa les estamos aburriendo y cansando con tanta insistencia en los mismos hechos, matices, distingos subalternos y confusiones, sobre la ya tan manoseada conferencia de Hendaya; y que por mucho interés que queramos dar a estas cuestiones, es lógico que ellos estén más atentos a los grandes y angustiosos problemas del presente y del futuro: la recuperación económica del país, la contención del espíritu de violencia que se ha desencadenado, y tantos y tantos más, también en el orden exterior, ante el grado que alcanza la movilización de las superpotencias, pese a declaraciones de dudosa sinceridad sobre la necesidad de reducciones sustanciales en los presupuestos militares, pues la realidad es que las tensiones subsisten y que sigue estando en vigor la fórmula clásica de que la preparación para la guerra es la mejor defensa de la paz.

Tengamos, pues, sentido de la medida y acabemos. Si por alguna razón estuviéramos personalmente obligados a mantener diálogo, tendríamos que cambiar el tema, ocupándonos, por ejemplo, del principio de la indeterminación en la física, de los progresos logrados en orden a la ingravidez del hombre en el Cosmos; o, para seguir más en el plano de controversia en que hemos estado, podríamos referirnos, pongo por caso (lejanos y desvanecidos recuerdos de estudios en mi juventud universitaria) a las discrepancias y discusiones que tuvieron lugar entre el eminente profesor alemán Zeumer y la Academia Española con motivo de la reforma de Ervigio al « Liber judiciorum», y sus ediciones.

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