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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El bienestar de la cultura: idea para el nuevo Ministerio del ramo

Catedrático de SociologíaEn buena ley un Ministerio de Cultura sólo puede funcionar en un sistema socialista.

Pero estamos en un sistema capitalista, con democracia formal ahora, y mejor será que el Estado impulse y favorezca la cultura, entre otras cosas, porque así llegaremos mejor y pronto a una organización socialista de la sociedad.

Se nos presenta el condicionamiento de todo un grandioso Ministerio de Cultura que quiere ser el opuesto de su antecesor de Censura y Propaganda, aunque así no fuera llamado. ¿Qué puede ser hoy un Ministerio de Cultura? Para mí, en las condiciones actuales, todo lo más que puede ser (y ya es bastante) es un Ministerio de la libertad. Primero, porque la cultura está ahí. La cultura es, sobre todo, cultivo, y lo que hay que hacer con los cultivos es abonarlos, protegerlos, dejar que carezcan y granen. Malísima señal sería que los ministeriales de la cultura estatal empezaran por ejercer el viejo oficio de censurar, coartar y controlar la palabra pública, la letra impresa, la imagen expuesta. Y peor aún, si lo hacen en nombre y en favor de las ideologías retrógadas y oscurantistas, que nos han dominado durante luengos años.

La libertad en este caso se entiende también en otro sentido, a saber, en el de la imprescindible autonomía con que ha de operar el negociado de la cultura pública. El Ministerio de la Cultura es el más autonomizable, y más como en el caso de Cataluña donde hay una fructífera tradición de creación cultural autóctona.

Libertad, por fin, quiere decir que si importante es cuidar a los vreadores de cultura, más urgente atender a los usuarios de la misma, a los que tienen hambre y sed de saber, que son todos y, en especial, los que no disfrutan de privilegios. Malo sería que el nuevo Ministerio viniera a proteger a los de siempre.

Escaso impulso a los centros culturales

Libertad no quiere decir despreocupación. Un Estado como español revela una particular disonancia entre el escaso impulso que se concede a los centros productores y difusores de cultura, ente a las píngües subvenciones que reciben los industriales y agricultores. Como resultado, España es un país que contrasta un notable espesor de su pastel económico con un magro desarrollo del ámbito cultural. Todo hace pensar, sin embargo, que entramos en una fase de inversión de estas tendencias.

De la crisis económica va a ser difícil salir con holgura, estando como estamos horros de técnica propia y faltos de todas las materias primas, es decir, los dos grupos de bienes más escasos. Pero en la historia la combinación de crisis económica y movilización democrática (de lo último mana a raudales) propicia estados de febril posesión cultural. Los funcionarios del Nuevo Ministerio de Cultura harán muy bien en estar muy aten tos ante esa explosión cultural que se avecina. Por lo menos, que no la estorben y por lo más que estudien bien dónde gastar los escasos dineros que van a poder divertir para este menester.

Lo primero que las autoridades habrán de hacer es copiar con humildad e imaginación lo que sus colegas de otras partes han hecho. No se dejen llevar por modelos exóticos en la lejanía económica o cultural. Aprendan, por ejemplo, del caso mexicano, tan asequible en esta materia (no en otras, vive con que se imitara al Museo de Antropología mexicano o El Colegio de México, o que las bellas artes o los intelectuales recibirán entre nosotros la clase de atención pública que ostentan en el país hermano, ¿Cuándo veremos como en México que los intelectuales son ocupados de embajadores? No se me diga que nos faltan talentos. Ahí está un Salvador Pániker, que haría un fenomenal embajador en la India.

El interés estatal por la cultura debe atender muy fundamentalmente los aspectos de proyección exterior. Superada la etapa fantasmagórica del aislamiento internacional y de la pertinaz sequía de la inteligencia por estas tierras subpirenaicas, se abre ahora la posibilidad de una excelente política cultural con los países que hablan castellano en el mundo, incluyendo Estados Unidos con sus veinte millones de hispanoparlantes. En el momento actual y para devolver favores no sería ocioso el funcionamiento de alguna institución que recogiera la corriente de intelectuales exiliados de muchos países hispanoamericanos. Hermoso acicate para la iniciada reconversión del imperial Instituto de Cultura Hispánica.

Todas las propuestas significan dinero. No creo que vaya a haber mucho para estos capítulos cuando está casi todo por hacer, y más aún cuando, hoy por hoy, los fondos públicos salen de las costillas de los trabajadores con menos ingresos. El dinero mejor gastado será, aquel que nos devuelva la confianza a los españoles en que las actividades de la mal llamada (antes) «cultura popular» son en verdad merecedoras de tal nombre. El primer principio a desarrollar es que el pueblo es más culto que los dirigentes que han osado dirigirlo hasta este momento. Déjese, pues, que la tele sea en verdad libre y espontánea como lo es todo lo demás, por lo menos; que refleje la vida y no escamotee los problemas que a la gente preocupan. La TV debe dejar de ser del Gobierno para pasar a ser del Estado, en un paso intermedio y, en parte, y en el final de los pueblos españoles. Tendrá que haber una TV del Estado (es decir, del Gobierno, de la Oposición y de la Administración), pero también otra de las regiones, esto es, de las nacionalidades organizadas. En todos los casos es necesario el control colectivo de los partidos políticos. Cualquier cosa menos seguir con el tono de sacristía de nuestra aburrida Televisión Española.

Ausencias de bibliotecas

Y, luego, el libro. Vergüenza de la virtual ausencia de bibliotecas, no ya a nivel popular, sino en demasiadas ocasion.es, a nivel universitario. En el país que se protege todo, desde la exportación de alcaparra hasta el menú turístico, resulta sobresaliente la falta de ayuda estatal a los que se dedican al ramo del libro. La mejor protección es al consumidor cuando, además, consume libro y otras formas de cuItura. No hay que construir más edificios. Abandonados están , o van a estar, muchos locales de los de Falange, las escuelas o las iglesias (alguna -y gótica- la he visto de garaje) y en ellos se podría montar con poco gasto «casas de cultura» en todos los pueblos. Se necesitan, claro está, muchos profesionales, pero, fundamentalmente, el trabajo puede ser de base y gratuito a través de los partidos políticos y las asociaciones de vecinos o de otro tipo. En los pueblos la gente sabe muy bien lo que quiere; los funcionarios de la cultura tendrán que escuchar y no vociferar.

Muchas cosas se podrían hacer, pero yo no puedo sustituir aquí el oficio de los políticos que han de decidir. El mío será criticarlos. Ojalá que sepan leer las críticas y que preparen el terreno para una cultura más rica y para una sociedad más libre y más igual. Después de todo, la cultura no deja de ser un cierto lujo cuando otras hambres más perentorias se hallan insatisfechas, y se puede convertir en un escarnio cuando esas necesidades más básicas no se quieren satisfacer.

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