Brad Mehldau, leyenda del jazz, relata en sus memorias los abusos que sufrió de un profesor: “Lo hacía parecer normal”
Se publica en España el primer volumen de la autobiografía del célebre pianista, en el que ahonda en su formación, sus traumas, la escena del jazz en Nueva York y el infierno de sus adicciones en su juventud
Escribir un libro de memorias a los 53 años puede resultar un tanto osado. Hacerlo en dos partes, publicando la primera de ellas sobre los primeros 26 años de la propia vida, puede serlo aún más. Pero representa también una declaración de intenciones: que tan importante como lo que uno es, es el cómo llega a serlo.
A estas alturas de su vida, Brad Mehldau ya no es solo uno de los más importantes jazzistas del siglo XXI: sin duda es el pianista más influyente de su generación y uno de los pocos nombres de la misma que ha mantenido una relevancia artística inquebrantable en cada tramo de su carrera, desde que esta despuntara a mediados de los noventa. Podríamos decir, estableciendo una comparación sin salirnos del género, que Mehldau es al piano jazz de hoy, lo que fueron Herbie Hancock o Keith Jarrett, al de los años sesenta y setenta.
Precisamente por esto, leer unas memorias en las que el pianista se explayase sobre su larga trayectoria en el jazz contemporáneo sería de lo más atractivo, pero para eso habrá que esperar al segundo volumen de las mismas, porque el primero, recién publicado en España por Berenice Editorial con el título de Un canon personal, abarca la infancia, adolescencia y juventud de Mehldau, cortando el relato en el momento crucial en que, ya como músico profesional y con una prometedora carrera floreciendo, emprende el camino para salir de las drogas y encarrilar su vida.
Un canon personal no es una autobiografía estricta: Mehldau afronta el texto más como una novela autobiográfica, concediendo mucho espacio y reflexiones exhaustivas a diferentes episodios que han marcado su vida, y parándose muy poco en otros que quizá serían más trascendentes desde una perspectiva ortodoxa. Porque, aunque el pianista tiene mucho que contar, no es tan importante esto como la forma en que lo cuenta, haciendo del libro, no tanto un texto biográfico al uso, sino una genuina obra literaria.
Porque Mehldau, además de tocar el piano como los ángeles, también sabe escribir, y lo hace con un dominio del lenguaje literario que va más allá de quien redacta un puñado de recuerdos para construir un retrato. “Leí mucho cuando era joven, la literatura siempre estuvo muy presente en mi vida” —afirma el pianista en conversación telefónica con EL PAÍS—, “y de forma particularmente decisiva cuando llegué a Nueva York y empecé a leer mucha literatura crítica”. En el libro habla de lo influyente que fue leer a Harold Bloom en aquellos años. ”Probablemente tuve esa aspiración literaria desde una edad muy temprana, pero la música siempre fue una forma de expresarme mucho más natural e inmediata”, señala.
La infancia de Mehldau tuvo poco de especial: se cría como un chico blanco de clase media en un entorno tradicional, muy poco racializado y expuesto a gran parte de la banda sonora de esa América blanca y acomodada: Billy Joel, Rush y otras luminarias del rock progresivo protagonizan sus primeras epifanías musicales, que Mehldau relata con ternura y gratitud, y a medida que crece va abriéndose a otras músicas y sonidos, desde Grateful Dead a John Coltrane, describiendo en el libro con mucha pericia una forma de relacionarse con la música que seguro conectará con las propias experiencias vitales y musicales del lector: “Mi forma de escuchar ha cambiado. Hoy soy una persona más mayor, diferente, pero sigo buscando en la música ese tipo de experiencias que tuve en mi juventud. Puede ser de muchas maneras, escuchando un solo de Pat Metheny, el álbum Coltrane Live At Birdland, una sinfonía de Mahler, a Jimi Hendrix… Y alcanzar esa sensación en que la música te sobrepasa y te conecta con algo grande e inexplicable, incluso espiritual; algo que una persona religiosa podría describir como una evidencia de Dios”.
Otra de las características más especiales de la narración de Mehldau es la forma en la que profundiza en los momentos más traumáticos y definitorios de su infancia y formación. Episodios decisivos, algunos circunstanciales, otros fundamentales, que marcaron su vida y que el pianista desgrana con una mágica capacidad para establecer un equilibrio entre la distancia que le permite reflexionar sobre ellos con serenidad pasmosa y la cercanía de quien quiere ser amable con el niño y el adolescente que pasó por aquello y que hoy es un hombre en paz consigo mismo y con su pasado.
Por ejemplo, su acercamiento a los abusos sufridos por un profesor en el instituto se convierten, no tanto en una denuncia como en la reflexión sobre las dinámicas de un abuso soterrado que un adolescente no alcanza a procesar cuando le ocurre: “Viví aquello como algo traumático, pero también muy complejo, porque un abuso como aquel, ejercido de un hombre mayor a un niño varón, podía verse con cierta normalidad en aquel ambiente escolar. Para mí era algo muy incómodo y difícil de procesar, pero él podía hacerlo parecer normal en cierta manera, y al ponerme a escribir pensé que esas cosas siguen ocurriendo hoy, aunque tal vez menos, y sentí que quizá era algo que merecía la pena contar. Poner un foco sobre un tipo de situación que no se cuenta tan a menudo”.
Esa relación con diferentes traumas que Mehldau relata a lo largo del libro acaba convirtiéndose en algo revelador y sanador para él: “Escribir sobre todo ello es una especie de autoterapia. Y a lo largo de los años he descubierto un par de cosas sobre el trauma: que todo el mundo tiene alguno, y que el trauma o el sufrimiento es al mismo tiempo algo que puede dar sentido a tu vida y hacerte crecer como ser humano. Para mí va incluso más allá porque, en la música, puede ser también una fuente creativa”.
Cuando el pianista llega a Nueva York recién terminado el instituto, con 18 años, comienza su carrera profesional rodeado de coetáneos que, igual que él, se convertirían en grandes jazzistas, como Peter Bernstein, Sam Yahel o Leon Parker, y se imbuye de la vibrante escena del epicentro mundial del jazz. Mehldau alterna sus clases con profesores como Fred Hersch, Kenny Werner o Loren Schoenberg con la experiencia de poder escuchar en directo cada noche a veteranos como Billy Higgins, Jimmy Cobb, Barry Harris o Cedar Walton, pero, al mismo tiempo, su vida personal está llena de oscuridad, confusión emocional y sexual, y un abuso regular del alcohol y diferentes drogas, hasta caer plenamente en la heroína.
No dedica Mehldau demasiadas páginas a las temporadas que pasó en Barcelona a primeros de los noventa, pero en todas ellas, aparte de narrar las tenebrosas sendas de la adicción en un país ajeno, muestra un gran cariño y admiración por su viejo amigo, colaborador y auténtico referente del jazz de nuestro país Jorge Rossy: “En aquellas temporadas tocaba mucho en el Jamboree, en La Cova del Drac, con Jorge, con su hermano Mario, con Perico Sambeat… La conexión que teníamos Jorge y yo era muy especial. Para mí fue enormemente influyente, me expuso de forma muy orgánica a músicas que yo no conocía, y también lo hizo Perico: el flamenco, por supuesto, pero también armonías y métricas que desconocía. Entonces yo estaba en horas bajas de mi adicción a la heroína y toda aquella música a la que Jorge me abrió fue muy importante para mí”.
La última parte del libro ahonda en esos años de desarrollo musical en los que, poco a poco, la droga acaba teniendo un papel protagonista, hasta el punto de llegar a ser casi más relevante que la música: “Es que en cierta forma era así, porque eso es lo que ocurre cuando eres un adicto a la heroína”. Sin embargo, en aquel periodo que va desde 1993 a 1996, Mehldau sigue creciendo como músico: “Todo a mi alrededor se estaba desmoronando; pero, por algún motivo, seguía siendo capaz de tocar, e incluso de hacerlo de forma creativa. Sigo estando orgulloso de algunos discos que grabé cuando estaba enganchado, pero cuando por fin lo dejé es cuando empecé a florecer realmente como músico. Y ahí es precisamente donde termina este libro, y comenzará el siguiente”.
Babelia
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