Ronald Reagan contra los Grateful Dead
Dos caras de la experiencia californiana: el actor reconvertido en político y los músicos que no querían ser líderes
El pasado año, salió un libro banal pero revelador: Movie Nights With The Reagans. Su autor, Mark Weinberg, trabajó en la Oficina de Prensa de la Casa Blanca. Entre otras obligaciones, se ocupaba de organizar las sesiones de cine de Ronald y Nancy Reagan. Qué nos importa eso, dirán. Bueno, Ronald era entonces un auténtico Amo del Universo. Aparte, como estrella jubilada de Hollywood, también quería opinar sobre el cine de los ochenta.
Así, en 1982, tras un preestreno de E. T., el extraterrestre, Reagan riñó a Spielberg por la longitud de los créditos finales: “En mis tiempos, los títulos de cierre se acababan en quince segundos”. Confieso que soy uno de esos bichos raros que se quedan hasta el final, generalmente intentando localizar datos de alguna canción, pero entiendo la queja del antiguo actor. Hace poco, me enfadé con la versión troceada en cinco capítulos de Long Strange Trip, el documental sobre los Grateful Dead, que se puede ver en Amazon Prime Video: cada entrega ha sido inflada con ocho minutos de créditos.
Por cierto, Reagan aparece en Long Strange Trip, con un adónde-hemos-llegado sobre un espectáculo de rock en la universidad de Berkeley en 1966. Su queja no es que hubiera “tres bandas tocando simultáneamente” (¿de verdad?); lo escandaloso del asunto residía en que se proyectaron películas donde “ocasionalmente aparecían hombres y mujeres con el torso desnudo, bailando de forma provocativa y sensual”. Según el documental, Reagan construyó su carrera política sobre la oposición a los valores contraculturales; al alcanzar la presidencia parte de la comunidad hippy de los Estados Unidos manifestó su alienación transformándose en deadheads, seguidores de las giras de los Dead que se dedicaban a grabar y / o intercambiar cintas del grupo.
Long Strange Trip dura cuatro horas, lo cual no sorprenderá a los fieles: los conciertos de Grateful Dead podían alargarse mucho más. Algo comprensible, ya que su repertorio incluía extensas improvisaciones junto con abundantes temas históricos y un rico cancionero propio, con letras de John Barlow y el recién fallecido Robert Hunter.
En Long Strange Trip, la música funciona como río cristalino que fluye. Sube al primer plano o se esfuma mientras desfilan los miembros del grupo y sus cómplices. Junto al rescate de filmaciones raras o inéditas, la delicia de encontrarse con gente (mayormente) lúcida; un personaje como Sam Cutler, tour manager del grupo en los setenta, aporta unos granos de británica sensatez a lo que es básicamente un delirio californiano.
Se trata, conviene no olvidarlo, de un “retrato autorizado”, como tantos proyectos musicales donde figura el nombre de Martin Scorsese. Aquí se difumina la tragedia final. La pasión de los deadheads derivó en un estilo de vida que, según las autoridades, convertía cada actuación en un problema de orden público. El grupo, obligado por los compromisos laborales con su equipo, giró más de lo humanamente deseable, dadas las adicciones de su cabecilla, Jerry García. Que se negaba a asumir el papel que le atribuían: alcalde de aquella ciudad ambulante. Esa reticencia a encarar los conflictos quizás explique que García muriera en soledad, en la habitación de una clínica de rehabilitación. Tenía 53 años.
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