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Jazz / Brad Mehldau
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El piano deconstruido

El trío del genio de Florida brilla a altísimo nivel en una noche rematada con el vozarrón de Cécile McLorint Salvant

Brad Mehldau en una imagen de archivo durante uno de sus conciertos.
Brad Mehldau en una imagen de archivo durante uno de sus conciertos.

Desde que en la segunda mitad de los noventa emprendiera su serie discográfica The art of trio, Brad Mehldau se hizo merecedor del artículo determinante: se ha convertido por antonomasia en el pianista, el dueño de las esencias, el hombre con el que a cualquiera le halagaría la comparación. Ante más de 1.800 espectadores, una cifra espectacular, ayer tuvo que lidiar en las Noches del Botánico con algunos imponderables: el calor aún bochornoso a las nueve de la tarde o las peleas de su bajista, el californiano Larry Grenadier, con la toma de sonido. Pero muy mal tendrían que ponerse las cosas para conocerle a Mehldau una mala noche, circunstancia inédita en esta ciudad y seguramente en cualquier punto del globo terráqueo.

A la manera de un ideólogo de la alta cocina, el genio de Florida es un prodigio de la deconstrucción. Nutre su catálogo con material propio, standards jazzísticos y préstamos del pop (con predilección por Beatles y Radiohead, aunque esta vez no cayeran en el lote), pero en cualquiera de estos tercios suena a Mehldau. Por los cuatro costados. Su manejo de las disonancias, por ejemplo, es asombroso. Nadie como él para pulsar la tecla menos evidente, para exprimir las posibilidades de eso que Keith Jarrett llamaba “intervalos oscuros”.

Dueño de una técnica casi extraterrestre (la independencia motriz de ambas manos, esa manera de acentuar con la izquierda), Mehldau nunca prima la forma sobre el contenido. No quiere avasallarnos, sino seducirnos. Además, no le importa que en el cortejo participen sus amigos, con generosas cotas de protagonismo para la batería de Jeff Ballard. Era curioso comprobar anoche que Brad colocaba partituras en el atril del piano para luego no consultarlas. No hay manera de transcribir su obra, porque la suya es una intervención nota por nota. Contemplar cómo se retorcía frente al teclado y reinventaba cada compás de I fall in love too easily figura entre los grandes espectáculos jazzísticos del siglo. Y asistir al despliegue de melodías y ritmos cruzados en su original Into the city, un absoluto prodigio.

Rondaban las once de la noche y aún había ocasión de disfrutar de un segundo concierto en los jardines de la Complutense, este a cargo de Cécile McLorint Salvant, mujer a la que es más fácil de buscarle hueco en el corazón que en la memoria nominal. Programa doble con puntos en común muy relativos, ya que la cantante de Florida (aunque de ancestros haitianos y franceses) encarna una aproximación mucho más académica a un universo ya de por sí razonablemente canónico, el de los clásicos de jazz vocal. Pero ella sí se acercó a los Beatles, curiosamente con una pieza, And I love her, que figura entre las más recreadas por Mehldau.

Salvant aún no ha alcanzado la treintena y puede permitirse una imagen rompedora y característica, con su cráneo rapado, las gafas de pasta blanca y, en el caso de este lunes, un vestido inequívocamente amarillo para desafiar la maldición de Molière. Pero lo sustancial viene de los adentros, de esa garganta natural y timbrada, un regalo de los dioses con el que la amplificación casi era por demasía: a menudo le bastaba con colocarse el micrófono a medio metro de los labios.

Cécile es una voz ecléctica, como corresponde a los tiempos, y tan pronto se encara con Irving Berling (Let’s face the music and dance) como rebusca en el catálogo de Burt Bacharach (Wives and lovers) o se sumerge en Street scene, ópera de Kurt Weill de la que ofreció un extenso y aplaudido fragmento. Le falta aún, si acaso, singularidad; dejar de ser una gran cantante para convertirse en la gran Cécile. Pero en este diagnóstico influye, seguramente, que compartiera cartel con Mehldau. Así no hay manera de sobresalir, pero CMS es un regalo.

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