Días felices e impíos en el club de lectura Lovecraft
Nada como honrar en grupo al Solitario de Providence para sentir un gozoso cosquilleo de horror cósmico
A lo largo de mi vida, he sido socio de pocos clubs. Parafraseando a Marx (Groucho), tampoco creo que me hubieran aceptado en muchos más. Me honro de pertenecer en cuerpo y arma (sic) a la Escuela Húngara de Esgrima, el club de sable del maestro Imre Dobos; fui miembro del Club Natación Barcelona (CNB) no por nadar sino por formar parte del equipo de rugby, en el que me alisté con el ánimo de Harry Feversham yendo al Sudán del Mahdi a devolver sus cuatro plumas; y mantengo mi cuota en el Club Viladrau, un residuo de la más consuetudinaria villeggiatura burguesa catalana por romanticismo y por poder criticar a su junta. Pero recientemente he entrado en un club inesperado que me está dando grandes alegrías, emociones y sobresaltos. Se trata del Club Lovecraft, un club de lectura consagrado a Howard Phillips Lovecraft (HPL), el autor de los mitos de Cthulhu, una de las más intensas y descabelladas aventuras literarias de todos los tiempos, cuyo espíritu recoge muy bien la entidad, y valga la palabra. De hecho el propio Lovecraft se sentiría muy a gusto, como en su casa de Providence, en las sesiones (presenciales y on line, lo que no dejaría de sorprender al escritor), que agrupan a un puñado de fervientes seguidores, una verdadera secta consagrada a desmenuzar y adorar el canon lovecraftiano y sus derivados.
Las reuniones corpóreas se desarrollan —como no podía ser de otra manera— en la sala de actos de la librería barcelonesa Gigamesh, templo del vicio y la subcultura que es lo más parecido que tenemos por aquí, al sur de la sombreada Innsmouth, a la peligrosa área reservada de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. En la entrada de Gigamesh ya hay, como declaración de intenciones, una hornacina con una imagen a escala (a tamaño natural no cabría, claro) del tentacular Cthulhu, la principal divinidad del panteón lovecraftiano, para rendir culto al pasar, y dejar unas monedas propiciatorias, si es que se puede propiciar al gran Cthulhu, cuya sola presencia, es sabido y temido, ya te deja turulato. En todo caso no está mal, para ir haciendo ambiente, musitar la fórmula canónica “Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn”, “en su mansión en R’lyeh el yacente Cthulhu espera durmiendo, que no muerto, el tío pulposo” (la traducción es mía).
Las sesiones del Club Lovecraft —esta primera temporada, de enero a julio, han sido 6, la segunda empezará el 10 de octubre con los supervivientes— son pertinentemente impías y adjetivadas, un verdadero festival de necrolatría, y si te tira Lovecraft, que para mí ha sido muchos años un vicio solitario y febril, es la apoteosis del culto, y además acompañado. ¡Qué bonito es ser impío en grupo! Además, la membresía del club es gratis, solo te piden tu alma y tu cordura al entrar, una cuota ridícula, hay que convenir, visto el personal. Me hacía la ilusión de que las lecturas del club incluirían los nefandos, abismales y terribles, y me quedo corto, Necronomicón y Manuscritos Pnakóticos (total ya has dejado la cordura a la entrada) pero imagino que no puedes esperar que todo el mundo los lleve leídos, con lo difíciles que son de encontrar, y ni te digo de encuadernar. Así que el programa se ha centrado en los títulos más célebres de Howard Phillips y en relatos de otros autores de su círculo, y en libros modernos que recrean el mundo del escritor de Providence, lo sugieren, lo utilizan o lo homenajean. Se han comentado (venerado) del canon, arrancando con El horror de Dunwich, las grandes obras: La llamada de Cthulhu, Las montañas de la locura, El color que cayó del cielo… Y entre los libros de otros autores, algunos títulos recientes que me han parecido interesantísimos como, ambos en la colección Runas de Alianza, Agentes de Dreamland (2017), de Caitlín R. Kiernan, con ecos de Ballard, y sobre todo La balada de Tom el Negro (2018), de Victor Lavalle, un neoyorquino profesor de la Universidad de Columbia que ha ganado el British Fantasy Award y el Shirley Jackson Award y que crea un personaje genial inolvidable, un joven negro de Harlem (podemos imaginar qué opinaría el racista HPL de ello) que trafica con libros malignos prohibidos y se involucra en una conspiración para hacer despertar a… Cthulhu, cuyo nombre aparece solo al final (prometo que es el único spoiler: no contaré como acaba el Necronomicón). Lavalle dinamita los esquemas de la narrativa lovecraftiana mientras los homenajea, a la manera de la serie Lovecraft Country, también protagonizada por negros en los EE UU de la segregación. Finalmente, Tom prefiere a los Primigenios que a los supremacistas.
Los encargados de conducir las sesiones y los invitados van variando y se van alternando según el tema, pero por ahí están siempre los oficiantes del culto Loredana Volpe (formalmente la directora o alta sacerdotisa del club) y Antonio Torrubia, el librero del Mal, apóstol de lo extraño e innombrable desde su mostrador en Gigamesh. También son habituales Javier Calvo, con su aire de Abdul Alhazred y más lovecraftiano que los hongos de Yoggoth que a veces parece que se hubiera tomado; Mara Antón —sin relación conmigo, aunque con Lovecraft siempre estás a lo que surja (!) y que viva la endogamia—, y Carla Plumed. Y han intervenido Albert Monteys, Lluís Rueda o Isabel del Río. Entre el público podías hacerte la ilusión de estar junto a Henry Armitage, el inspector Legrasse, los Peaslee padre e hijo, el artista Pickman, la pálida Lavinia Whateley (una de las pocas mujeres en Lovecraft, paradójicamente en el club hay paridad), los miembros de la expedición Pabodie o alguno de los Marsh, reconocibles por su olor a pescado pasado; y ser tú (yo) Randolph Carter. De lo abierto de la convocatoria, Torrubia recordó que “a Cthulhu le da igual el color de tu alma, porque se las comerá todas”. Tras la lovecraftiana consideración reflexionó: “Puestos a acabar devorados, prefiero empezar con una fiesta”. A lo que todos asentimos.
Las inefables, corruptas, execrables y abominables sesiones del club Lovecraft han tenido indefectiblemente un componente de confesiones personales digno de las reuniones de alcohólicos anónimos. “Empecé en la universidad, con En la noche de los tiempos, y me dije: ‘Quiero leerlo todo de ese tipo’”, explicó Volpe, escritora y directora teatral que acaricia la loca idea de llevar al escenario precisamente En la noche de los tiempos (The shadow out of time). “Leí los mitos en la edición de Alianza de Llopis y luego todo, y nunca he dejado de leer a HPL, lo leo todo el tiempo”, dijo por su parte Calvo, que consideró que “vivimos en lovecraftlandia” y que casi al mismo tiempo que arrancaba el club publicaba, el pasado febrero, un segundo tomo de cartas de Lovecraft, Diario de sueños (Aristas Martínez), que ha editado y traducido y en el que se recogen 22 de los sueños que contaba en su correspondencia HPL y que usó como material literario. “Hoy he quedado con un amigo interesado por lo inexplicable”, aportó a su vez un asistente a las sesiones; “le he leído las dos primeras páginas de El horror de Dunwich y me ha dicho: ‘De aquí ya no podré salir’”. Y así todos.
Unas palabras sobre la indumentaria. Nadie llevaba tiara ni túnica (ni tentáculos) pero la competición por la mejor camiseta lovecraftiana (seca, de momento) ha sido reñida: las ha habido de la Universidad de Miskatonic, de Cthulhu “for president”, o de “haz turismo en Arkham”. Al final se ha impuesto la uniformidad con toda la mesa luciendo una camiseta negra con la inconfundible y alargada cara de Lovecraft estampada. Hay que conseguirla.
Yo me he infiltrado en el club de lectura adoptando una pose de hierofante de los misterios del otro lado del arco negro y exhibiendo mi viejo carnet de alumno de la universidad de Miskatonic, un complemento del juego de rol The call of Cthulhu de Chaosium que siempre llevo encima para desconcertar a la Guardia Urbana cuando caigo en un control de alcoholemia.
Se ha hablado en una de las sesiones de Los perros de Tíndalos, cuento de un miembro del verdadero club Lovecraft, su círculo original de amigos y correspondientes, Frank Belknap Long. Calvo editó, tradujo y prologó en 2021, también para Aristas Martínez, un volumen que, con el título del relato incluye ese y otros tres muy buenos cuentos de Long, reivindicando al autor con la paradójica frase inicial de “sería imposible afirmar que Frank Belknap Long fue un gran escritor” (pero considerándolo el verdadero inventor del concepto “ciclo de Cthulhu”). Loredana, por cierto, llevó al teatro en 2021 el cuento, con otros textos, en L’habitació tancada, en la sala Versus.
Tengo una relación muy especial con Los perros de Tíndalos, que ya aparecía en la iniciática antología de los mitos de Cthulhu de Llopis (Alianza, 1969, mi edición es la de 1975). Yo también tuve un club Lovecraft entonces. Sus principales miembros, May Clapers y Jose Beleta, grandes exploradores de la vida, la literatura y la amistad, han muerto y los imagino residiendo en la remota y plateada Kadath. Una vez, bajo el influjo de la lectura de los mitos, nos colamos en una misteriosa casa en Viladrau rodeada de bosque, construida con una extravagante arquitectura enloquecidamente racional y dotada de un observatorio astronómico con cúpula abierta que apuntaba obsesivamente, me pareció, a la estrella Aldebarán en otoño. Recorrimos las habitaciones en las que nadie había vivido —el edificio estaba acabado pero inhabitado— estremecidos con su diseño que parecía de otro mundo. Nos pareció un buen escenario para el cuento de Long, en el que el protagonista Halpin Chalmers se aventura por dimensiones cósmicas terribles, horrores abrasadores más allá del espacio y del tiempo, atravesando ángulos dementes, y encuentra a los corrompidos y malvados sabuesos incorpóreos lovecraftianos del título que le persiguen de vuelta. Para impedir que entren en nuestro universo —lo hacen por los ángulos rectos— enyesa todas las esquinas de las habitaciones, curvándolas. Pero un terremoto hace que la escayola se desprenda… Recordando el cuento, salimos de la rara mansión despavoridos. Años después, la fortuna quiso que mi familia fuera a vivir a esa casa. Y yo comprendí entonces, y nunca lo he olvidado, que estamos destinados a lo extraño.
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