La carne humana sabe a cerdo de calidad superior (a vacuno y pollo, según otros testimonios)
La nueva película, de J. A. Bayona, sobre la tragedia de los Andes invita a reflexionar sobre el canibalismo y la cultura (y la gastronomía)
La carne humana sabe a cerdo del bueno. No lo digo yo, que soy muy tiquismiquis y no como cualquier cosa, sino los que la han probado, caníbales antiguos y modernos cuyo testimonio ha quedado recogido por la historia o las noticias. En Polinesia, de hecho, se conocía la carne humana como “cerdo largo” y se la tenía como más sabrosa que la del porcino. Son menos, pero los hay, los que la han comparado con el pollo y la ternera. Recientemente se ha sugerido que no somos especialmente nutritivos.
El jefe maorí Tuai —hermano del poderoso rangatira Korokoro—, que estuvo de visita 11 meses en Londres en 1818 y sorprendía en las reuniones sociales haciendo la haka mucho antes que los All Blacks, explicó que lo que más echaba de menos de su tierra era “el festín de carne humana”, lo que parece lógico si le hacían vivir a base de fish and chips y pudin de Yorkshire. Comentó que prefería comer mujeres y niños (más tiernos), y que en caso de tener que consumir carne de hombre, la de un negro, preferentemente de unos 50 años, le parecía mejor que la de un blanco. Por lo visto somos demasiado salados. Lo que no fue óbice para que al capitán Cook se lo comieran los hawaianos tras la escaramuza en que lo mataron en 1779. Curiosamente, los restos del navegante explorador que pudieron ser recuperados (unos huesos y cinco kilos de carne) habían sido salados para la despensa.
Cook se había mostrado muy interesado (antes de convertirse él mismo en plato) por la antropofagia en el Pacífico. Asistió a algún sacrificio humano con degustación y describió pormenorizadamente cómo unos oficiales del HMS Endeavour encontraron los restos de una fiesta caníbal en una playa al desembarcar: había intestinos esparcidos por la arena, cabezas rotas y un corazón en la punta de un palo con forma de horquilla y colocado en la proa de una canoa. El gran naturalista Banks se quedó con un antebrazo recién mondado.
Otros caníbales han testimoniado que los chinos están muy buenos, en el sentido de sabrosos, y es conocida la historia de un barco chino naufragado en 1858 en un archipiélago frente a Nueva Guinea cuyos 300 tripulantes fueron comidos todos en una verdadera apoteosis de los rollitos de primavera excepto cuatro (no está claro por qué los descartaron, ni si los caníbales pidieron el libro de reclamaciones).
Si bien se te podían comer por gusto, y valga la frase, y en algunas sociedades el factor gastronómico, la voracidad, vamos, parece haber sido predominante (siempre me ha impresionado lo que contestaron sus guías a aquel explorador del río Congo al preguntar qué decían los tambores a su paso: “Llega comida”), lo más habitual era el canibalismo ritual: te comías a una persona como señal de respeto y hasta de cariño (a tus muertos, dónde iban a estar mejor) o para adquirir algunos de sus atributos, usualmente el valor de un hombre bravo o un guerrero. Una razón más para ser cobarde: no te querían ni como entrante. Los zulúes creían que al comerse el entrecejo de un enemigo (que ya es parte rara, puestos a elegir) adquirían el poder de mirar sin pestañear a los que enfrentaban. Los basutos, por su parte, comían el hígado de los enemigos valientes, considerado el asiento del valor; las orejas, donde residía la inteligencia, y los testículos, de su fuerza. Es cierto que si te comían todo eso tanto te debía dar el motivo.
Un caso notable fue el del general sir Charles McCarthy, nacido en Cork y muerto por los ashantis en 1824 en la batalla de Nsamankow cuando mandaba una fuerza del Royal African Colonial Corps (RACC, no confundir con el Real Automóvil Club de Cataluña): su corazón fue devorado por los jefes y la carne repartida entre los mandos inferiores; los huesos se conservaron como fetiches nacionales. Se los podría reclamar a cambio de los bronces de Benín.
Entre ciertas tribus africanas era un comprensible tabú que los guerreros comieran conejo. A veces devorar a alguien tenía un sentido propiciatorio: un jefe fiyiano siempre se comía a un hombre por precaución cuando tenía que cortarse el pelo, una ocasión espiritualmente peligrosa (y que debía dejar desiertas las peluquerías en Fiyi).
Usar el pasado como hago en estos ejemplos es tranquilizador, pero aún quedan caníbales tradicionales en algunos puntos del globo: el viajero Norman Lewis me contó que había departido con uno en Papúa Nueva Guinea “muy educado”. Él también le confirmó que sabemos a cerdo.
Viene todo esto, claro, a cuenta de la nueva película de J. A. Bayona, La sociedad de la nieve, sobre el accidente aéreo de los Andes (1972) y la supervivencia de los que se salvaron a base de comerse los cuerpos de sus compañeros de tragedia muertos. Esa historia, plasmada en el superventas ¡Viven! (1974, el mismo año de las publicaciones en España de Nacida inocente, Carrie, Tiburón, y el primer Bukowski), nos afectó mucho a los que éramos adolescentes en los años setenta y marcó nuestra relación con el canibalismo. Pensar que tú mismo te podías convertir en antropófago si la ocasión lo requería fue un impactante segundo paso en nuestra relación con el asunto tras descubrirlo en las pelis de exploradores y en Robinson Crusoe (el náufrago salva a Viernes cuando iban a comérselo y luego le redime de tener el mismo hábito). Fue una gran lección antropológica y de relativismo cultural ver que no te tenías que identificar siempre con el misionero en la olla. Como inesperada prolongación de la lectura de ¡Viven!, tuve la oportunidad de comer un día mano a mano con uno de los supervivientes del accidente, Eduardo Strauch. Fue en 2008 y, pinturero, yo pedí entrecot. Él prefirió verduras y pescado. Me dijo que, en su acreditada opinión, la carne humana sabe a vacuno.
El caso es que el canibalismo, de los Neandertales y el Homo antecessor a las modernas pelis de terror de antropófagos posapocalípticos pasando por el polémico ensayo Caníbales y reyes de Marvin Harris, la inefable peli Holocausto caníbal y El silencio de los corderos (con nuestro chef favorito Hannibal Lecter), escapa continuamente de lo etnológico, donde se lo ha tratado de situar tranquilizadoramente (el caníbal es el otro: distante y primitivo), para colársenos por doquier. El fenómeno es complejo y poliédrico y podría hablarse más bien de canibalismos: ritual, de necesidad, gastronómico, político (Idi Amin, Obiang), psicopatológico (como el de los modernos caníbales tipo Issei Sagawa o el de los que se canibalizan a sí mismos, y no estamos hablando de comerse las uñas, las pieles o sorberse los mocos), médico (se ha tenido por saludable comer hígado humano y momia), y hasta sexual (aunque no seas una mantis). Aparece en prácticamente todas las sociedades humanas desde los albores de la especie. Nosotros hemos desplegado un gran tabú a su alrededor, aunque comerse a alguien ya muerto (necrocanibalismo), pese a que está mal visto, no es esencialmente delito. Pero a la que tenemos hambre de verdad y no hay otro recurso, nos entregamos a la antropofagia como tupinambas (que eran de los caníbales más celebrados junto con los caribes y los nativos de las Marquesas y las Fiyi, conocidas como las “islas caníbales”). En 1973, muy cerquita del drama de los Andes, la película de Richard Fleischer Soylent Green nos imaginó un futuro caníbal para todos: los cadáveres, incluido el de Edward G. Robinson, eran procesados para convertirse en galletitas, única fuente de alimento para un planeta con todos los recursos agotados.
En los naufragios ha sido corriente aplicar la ley del mar, o sea comerse al superviviente con peor suerte —en el caso del ballenero Essex que plasmó la película En el corazón del mar, el capitán Pollard se comió a su joven primo Coffin (!)—. También se ha dado canibalismo en expediciones perdidas (como la de Franklin), hambrunas y situaciones bélicas extremas. Un ejemplo moderno es el largo y terrible asedio nazi de Leningrado durante la II Guerra Mundial, donde el consumo de carne humana se hizo tan conspicuo que pasar por según qué barrios te hacía candidato al menú del día. Los soldados japoneses llegaron a practicar el canibalismo no solo por supervivencia y malsana crueldad (como en el Incidente de Chichijima, donde oficiales nipones ingirieron trozos de pilotos estadounidenses: el futuro presidente George Bush se salvó por los pelos), sino como estrategia bélica, como señaló Antony Beevor. Por cierto, el Napoleón de Ridley Scott incluye una escena en la que parece aludirse al canibalismo en la retirada de Rusia de 1812.
Los occidentales hemos tenido asimismo nuestro canibalismo ritual como recuerdan algunos de nuestros mitos como el de Cronos, el de Atreo, el de los lestrigones o el de las Bacantes, por no hablar de Hansel y Gretel. Y se podría argüir —lo hicieron los paganos romanos— que el cristianismo en la base de nuestro sistema de creencias está centrado en un verdadero acto de antropofagia: la comunión (a la que por cierto aludieron varios de los supervivientes del accidente de los Andes para justificar su decisión). La Eucaristía presenta muchas similitudes con las ceremonias de ingestión de un dios (o su representante simbólico) propias de otras culturas. Esta misma semana he podido observar entre las colecciones etnológicas que se exhiben en el Humboldt Forum de Berlín el impactante Autorretrato con 12 discípulos del artista de origen samoano Greg Semu, nacido en 1971 en Auckland. En la imagen, parte de su obra La última cena caníbal, porque mañana nos haremos cristianos, Semu se retrata como un salvaje Cristo semidesnudo y tatuado, rodeado de otros indígenas, incluidas mujeres con el pecho al aire, en un provocador y polisémico remedo de la última cena de Leonardo y frente a un plato que contiene lo que parece ser un cerdo asado…
Babelia
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