Del “abajo las quintas” al “no a la guerra”: una historia de las corrientes pacifistas en España
Un libro coral recorre la oposición a la violencia desde la Guerra de la Independencia a la de Irak, pasando por los movimientos anti-OTAN, la insumisión o el rechazo al terrorismo de ETA.
Hace 20 años, las calles de España y de buena parte del mundo se llenaron de enormes manifestaciones que clamaban el “no a la guerra” contra el conflicto en Irak. Fue un hito del pacifismo en el que la opinión pública mayoritaria hervía contra una guerra que consideraba injusta e interesada. Pero la oposición a la guerra y la apuesta por la paz no eran un fenómeno nuevo. En España se puede rastrear al menos hasta la Guerra de Independencia contra el invasor francés, a comienzos del siglo XIX, como refleja el libro coral El pacifismo en España desde 1808 hasta el “no a la guerra” de Irak (Akal), escrito por cerca de una treintena de académicos y coordinado por el historiador Francisco J. Leira.
“Lo que entendemos por pacifismo ha ido cambiando dependiendo del contexto histórico y social, pero se puede rastrear el rechazo a participar en conflictos bélicos o en el servicio militar hasta principios del XIX, o incluso antes”, dice Leira. En el libro se tratan diferentes conceptos relacionados: por un lado, el pacifismo, es decir, el movimiento que tiene como objetivo último la paz y un mundo desmilitarizado. Pero también el antimilitarismo, que persigue que el ejército no tenga peso en la vida política de los países (en España, durante todo el siglo XIX los militares intervinieron una y otra vez en política mediante alzamientos y en el XX hubo dos dictaduras militares). O el antibelicismo, el rechazo a la guerra tradicionalmente asociado a los que han sufrido sus males en primera persona; por ejemplo, el testimonio de veteranos de guerra que relatan los horrores sufridos. En el libro también se exploran las profundas vinculaciones entre el pacifismo y el feminismo en todas las épocas.
Como contrapeso a las posturas pacifistas, también ha sido bastante común durante la historia el descrédito de estas corrientes con diferentes argumentos: los que se oponen a la guerra son tachados de ingenuos que no entienden cómo funciona la geopolítica, de traidores que trabajan para el enemigo o incluso de poco masculinos, sobre todo en contextos bélicos o en regímenes totalitarios. Desde la cultura en ocasiones se ha promocionado el belicismo de modo propagandístico, por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial o, ya avanzada la Guerra Fría, durante los años ochenta, en los que proliferó el cine bélico tipo Rambo. “El cine, sobre todo el de Hollywood, ha dado en muchas ocasiones una visión infantil de lo que es la guerra, retratándola con una épica de la que en realidad carece”, dice Leira. Por supuesto, el antibelicismo también ha tenido su peso en la cultura, como muestran películas como Johnny cogió su fusil, La chaqueta metálica o Senderos de gloria (o la reciente Sin novedad en el frente, galardonada este año con el Oscar a mejor película extranjera), pero la violencia cinematográfica llegó a banalizarse tanto en el cine comercial que casi pasaba desapercibida.
Historia del pacifismo en España
Se suele resaltar la Guerra de la Independencia (1808-1814) como un fervoroso levantamiento popular contra el invasor napoleónico, y algo de eso hubo, al menos en los primeros compases. Pero cuando la población conoció la miseria y el sufrimiento sostenido, el sentimiento cambió de sentido y comenzaron a darse los casos de deserción y resistencia a la movilización militar. En el siglo XIX español hubo un grito que resonó con fuerza: “Abajo las quintas”. Refleja la oposición al reclutamiento de un porcentaje de los jóvenes de cada generación (las quintas) que tenía como raíz un conflicto de clase: los adinerados podían salvar a su prole de morir en la guerra pagando una tarifa bien establecida.
Los hijos de los pobres eran carne de cañón; además, el reclutamiento era percibido como una alteración en los ciclos tradicionales de la vida de los pueblos y un perjuicio económico para las familias. Ya en el siglo XX, tuvo lugar una gran revuelta contra el envío de tropas de reserva conformadas por miembros de la clase obrera a la Guerra de África, mientras que las ricas se iban de rositas: la Semana Trágica, que en 1909 incendió en disturbios la ciudad de Barcelona, conocida por el anarquismo internacional de la época como la Rosa de Fuego.
Después de los horrores de la Guerra Civil, el régimen franquista sacó pecho con los “25 años de paz”. Durante buena parte de la dictadura el sometimiento de la población fue más dócil precisamente por una especie de sentimiento pacifista generalizado, aunque no ideológico, según se relata en el libro. “El sentimiento que prevaleció fue eso que decía Franco de ‘haced como yo y no os metáis en política’. La gente no quería otra guerra y no quería más muertes, aunque el Régimen continuó matando hasta el final”, explica Leira. Paralelamente, en el contexto internacional, el pacifismo llegaba a su punto álgido con las protestas contra la guerra de Vietnam en el revuelto caldo de cultivo de la contracultura de los años sesenta.
Muerto pacíficamente el dictador, la Transición que siguió, muchas veces relatada como modélica, tampoco fue un remanso de paz: el terrorismo, de izquierda y de derecha, y la conflictividad social sembraron el proceso de violencia (un punto de vista que han puesto en el candelero trabajos como el de la historiadora Sophie Baby en El mito de la Transición pacífica, también publicado por Akal: contabilizó 714 muertos entre 1975 y 1982). Uno de los casos más terribles de violencia ocurrió en 1977: el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha a manos de terroristas de extrema derecha. La manifestación masiva y silenciosa organizada por el Partido Comunista de España se consideró una apuesta decidida por la convivencia pacífica y la democracia.
En democracia se da en España un fuerte debate sobre el ingreso en la OTAN, que reunió a las corrientes pacifistas y que acabó en un referéndum, que perdieron por poco. “Una clave del movimiento pacifista español es la relación con Estados Unidos”, dice la socióloga de la UNED Consuelo del Val, participante en el libro. Una relación que es problemática desde la pérdida de las colonias en 1898. El movimiento se articuló en contra de la dependencia con EE UU y en repulsa de la bases militares estadounidenses en suelo español. “Aunque se entraba en la órbita militar de Estados Unidos, la carta que se jugó en el referéndum de la OTAN fue el europeísmo, la ansiada salida de España de su aislamiento internacional”, dice Del Val.
Aquel movimiento anti-OTAN se considera el caldo de cultivo del pacifismo que siguió, hasta llegar a la oposición a la guerra de Irak. El movimiento por la objeción conciencia, que había empezado en los años setenta, se radicaliza y desemboca en el movimiento de la insumisión, muy fuerte durante los años ochenta y noventa. “Los insumisos éramos unos objetores radicales: no realizábamos la prestación social sustitutoria porque pensábamos que apuntalaba el servicio militar, que era contra lo que luchábamos”, dice el historiador Pedro Oliver Olmo, otro de los participantes en el libro, profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla La Mancha que, además, cumplió un año de cárcel por insumiso.
El movimiento de la objeción, como explica, surgió del ámbito cristiano, con influencia de la no violencia de Gandhi, para luego pasar a la izquierda libertaria y la radical, logrando gran predicamento en la sociedad. Del Movimiento por la Objección de Conciencia sale a finales de los ochenta el colectivo Mili KK y se populariza el término “la puta mili”. Hubo unos 20.000 insumisos, muchos de ellos presos, y un millón de objetores. “El PSOE en principio confraternizó, pero luego ya no: a los estamentos militares nuestro movimiento le parecía una abominación”, dice el profesor. Finalmente, en una curiosidad histórica, el Gobierno de Aznar anunció el fin del servicio militar en España en 2001; era una condición que le puso el nacionalismo catalán y vasco de CiU y el PNV (comunidades en las que había un alto rechazo social a la mili) para pactar.
También en democracia se vivió un fuerte movimiento pacifista contra el terrorismo de ETA, que eclosionó en las masivas manifestaciones en repulsa del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, durante 1997, en lo que se llamó el Espíritu de Ermua. “Las movilizaciones pacifistas consiguieron una serie de logros de primer nivel”, escriben los investigadores Gaizka Fernández e Irene Moreno. Entre ellos, servir de cauce para un mayor número de ciudadanos que querían mostrar su rechazo a ETA, para concienciar a sectores más amplios de la sociedad, para divulgar la situación de la víctimas del terrorismo y para “disputar al nacionalismo radical el control de la calle que hasta entonces había ostentado por medio de la violencia”. Supuso todo un punto de inflexión en la reacción al terrorismo, que cambió el rumbo de la historia hasta el cese definitivo de la actividad violenta de la banda en 2011.
Llegada la guerra de Irak, en 2003, se produce el gran fenómeno pacifista en España, y la famosa gala de los premios Goya, donde el sector del cine, con notoria polémica, divulga el lema del No a la Guerra, al tiempo que las calles conocen manifestaciones gigantescas. “A pesar de la brutalidad y cercanía del atentado de la Torres Gemelas, la población española, más allá de posiciones ideológicas o clases sociales, percibe que en los argumentos a favor de la guerra hay una gran manipulación, que se está mintiendo con las armas de destrucción masiva”, dice Del Val. También sumaba el hecho de que hubiera que enviar tropas españolas al conflicto, o la percepción de que el terrorismo islamista estaba creciendo y que podría traer represalias. Eso es lo que finalmente sucedió en el atentado de Atocha de 2004 que, además, hizo caer al Gobierno de Aznar, una vez más por las mentiras detectadas en torno a la autoría: no era ETA, era el terrorismo yihadista.
El escaso pacifismo ante la Guerra de Ucrania
Después de Irak ha habido otros grandes conflictos, como los de Afganistán, Libia o Siria, pero la fuerza del pacifismo no ha vuelto a ser la misma, tampoco en la actual guerra de Ucrania, que sucede en las fronteras de Europa y que ha resucitado el fantasma del apocalipsis nuclear. En el caso actual la situación es muy diferente: por lo pronto, no hay de por medio las flagrantes mentiras que rodearon el caso de Irak.
“La situación merece un debate reposado, sin caer en las dicotomías”, dice Leira, “por ejemplo, cabría preguntarse si se debe aumentar el presupuesto en defensa, y de dónde se recortaría”. Ha habido movilizaciones a favor de la paz en Ucrania, pero sin seguimiento generalizado, y ciertos sectores han identificado el pacifismo con un apoyo soterrado a Putin o con posturas ingenuas. Por otro lado, existe un consenso amplio acerca de la legitimidad de Ucrania para defenderse y muchos pacifistas incluso están de acuerdo con el envío de armas de los países occidentales.
¿Qué puede hacer el movimiento pacifista en esta coyuntura? “Puede hacer cosas desde la humildad, como trabajar por recibir a los refugiados ucranios y a los prófugos y desertores de ambos bandos. Y pedir un final dialogado que, contra una potencia nuclear, es el único posible”, concluye Pedro Oliver Olmo, “mientras tanto, la juventud de aquellos países sigue siendo carne de cañón”.
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