El demoledor fracaso de la guerra en Irak
Hace 20 años George W. Bush inició la ofensiva para derribar el régimen de Sadam Husein e imponer una democracia, pero terminó provocando un infierno
Hace 20 años, el presidente de Estados Unidos George W. Bush ordenó la invasión de Irak para liquidar el régimen de Sadam Husein. Lo hizo con la excusa, que presentó en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de que el país contaba con armas de destrucción masiva. La idea era acabar cuanto antes con una dictadura sanguinaria y establecer la primera democracia árabe. Seis semanas después, Bush afirmaba que había conseguido su objetivo. No fue así. La guerra se prolongó durante ocho años, murieron más de 500.000 iraquíes y hubo siete millones de desplazados. Lo que ocurrió durante aquella catastrófica época, y lo que vino después, forma parte de una de las crónicas más negras que siguen pesando sobre la historia de Occidente. Los crímenes y torturas de la prisión de Abu Ghraib son una ignominia difícil de borrar. El desgarro que provocaron las alianzas que tejieron las fuerzas invasoras destrozaron, por otro lado, la frágil convivencia entre suníes y chiíes, alimentando un conflicto sectario que se proyectó por toda la región como una onda expansiva difícil de controlar. Más adelante surgió el Estado Islámico y su maquinaria de terror que golpeó como una fiera furiosa y herida en numerosas partes del mundo. Aquella zona fue un infierno, y acaso siga siéndolo para aquellos que lo perdieron todo.
Un infierno. No es gratuita la palabra. Un infierno, y aniquiló a millones de personas, a países, gobiernos, a los fieles de distintas iglesias y a los militantes de distintas ideologías. Al volver a acordarse estos días de lo que sucedió entonces es bastante fácil concluir que nada pudo haberse hecho peor. Pero conviene también tomar distancias y regresar a aquellos días aciagos, quién sabe si con la voluntad de entender hasta qué punto y de qué manera pueden las cosas irse al carajo.
Christopher Hitchens, uno de los analistas políticos más agudos y más provocadores de las últimas décadas —murió en 2011—, apoyó de manera rotunda el objetivo de derribar a Sadam Husein, fue muy activo a la hora de defender sus argumentos y tuvo, además, que explicar el doloroso camino que significó ponerse del lado de un Gobierno como el de Bush, al que masacraba esa izquierda de la que procedía y para la que había sido un referente. Llegó incluso a justificar en un mitin del Partido Laborista —”mi última aparición como hombre de izquierda”— que era necesario intervenir militarmente en Irak.
Lo cuenta en Hitch-22, sus memorias. La descripción que hace de los excesos de Sadam Husein pone los pelos de punta. Los conoció de cerca por su trabajo periodístico, y gracias a sus lecturas y a lo que supo por los iraquíes que había frecuentado. En algún momento habla del régimen como de una maquinaria de Estado que estaba modelada “según los precedentes del nacionalsocialismo y del estalinismo, por no hablar de Al Capone”. “El insulto fascismo se lanza con facilidad, y yo mismo lo hago a veces, pero te juro que es distinto cuando ves el fenómeno real en funcionamiento”, apunta. Hitchens había visto las entrañas de la dictadura de Husein y consideró que urgía hacer algo. Se implicó a fondo. Cuando las cosas se pusieron en marcha, cuenta que llegó a “conocer un poco la incompetencia y la deslealtad casi increíbles de la CIA y el Departamento de Estado”. Ocurrió hace 20 años, Husein era un monstruo, pero todo se hizo rematadamente mal.
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