El ejército pacifista de la Gran Guerra
El conflicto de 1914 propició un 'boom' de la literatura antibelicista con autores que combatieron Se editan ahora en español varios títulos esenciales de aquellos años
“Dos ejércitos que combaten son un ejército que se suicida”, escribió el francés Henri Barbusse en El fuego. Diario de un pelotón. Sabía de que hablaba. Se había alistado como voluntario, rebosante de idealismo, creyendo que aquella guerra que se vaticinaba corta acabaría con todas las guerras del futuro. Aunque en 1916 ganó el Goncourt con su libro, el escritor fracasó con su íntimo sueño, como descubriría si hubiera vivido hasta 1940. Entre las líneas de sus enemigos también afloraron literatos insumisos. Rudolf Frank, actor y dramaturgo reclutado para la artillería alemana, publicó en 1931 La calavera del sultán Makawa, definida por él mismo como “una novela contra la guerra para advertir a los jóvenes”, frenada en seco por el nazismo, que la prohibiría y quemaría en pira pública para dejar claro qué pensaban de los discursos fraternales (además de encarcelar durante un tiempo al escritor, que finalmente se exiliaría en Suiza).
Últimas ediciones
Cuadernos de Louis Barthas. Páginas de espuma.
La calavera del sultán Makawa. Rudolf Frank. Ediciones del Viento.
Senderos de gloria. Humphrey Cobb. Capitán Swing.
La disputa por el sargento Grischa. Arnold Zweig. RBA.
Más allá de la contienda. Romain Rolland. Capitán Swing y Nórdica Libros.
Iniciación de un hombre: 1917. John Dos Passos. Gallo Nero y Errata naturae (ediciones distintas).
Tres soldados. John Dos Passos. Debolsillo.
Los favores de la fortuna. Frederic Manning. Sajalín.
Trilogía de la I Guerra Mundial. Erich Maria Remarque. Edhasa.
La literatura no descubrió el pacifismo durante la Gran Guerra, pero sí lo abrazó con una vehemencia desconocida hasta entonces. “Frente al interés particular de quienes abogaban por la victoria de uno de los bandos en combate, una serie de autores mantuvieron una defensa de ideales universales como la hermandad entre los pueblos y el consiguiente rechazo a los conflictos basados en la defensa de intereses nacionales”, señala Javier Sánchez Zapatero, profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Salamanca, en su artículo Escribir desde la trinchera. Humphrey Cobb, Arnold Zweig, John dos Passos, Ernest Glaeser, Frederic Manning, Ernest Johansen, o Erich Maria Remarque, entre otros, usaron sus vivencias en las trincheras para enfriar el ardor guerrero mediante obras [hay una aluvión de nuevas ediciones en español: ver la viñeta], que nada tenían que ver con el tono de autores partidistas como Ernest Jünger, Edith Warton o incluso Vicente Blasco Ibáñez, “deseosos de influir en los lectores mostrando visiones idealistas y demoníacas de los respectivos bandos en combate”. “Su papel”, prosigue Sánchez Zapatero, “fue el mismo que el de las maquinarias propagandísticas y mediáticas de los países a los que pertenecían”.
El interés no se agotó en los primeros días, como prueba el éxito de los Cuadernos de guerra, de Louis Barthas, que acaban de traducirse al español (Páginas de espuma) y al inglés (Yale University Press), y que se imprimieron en Francia por vez primera en noviembre de 1978 con cierta timidez: 4.000 ejemplares. Se evaporaron. Desde entonces se han vendido alrededor de 100.000 libros, según Rémy Cazals, profesor emérito de Historia contemporánea de la Universidad de Toulouse y artífice de que los manuscritos saliesen a la luz.
“Antes de la publicación de los cuadernos había numerosos escritos de combatientes, pero pertenecían a las clases dirigentes e intelectuales. La gran novedad, en Francia y otros países beligerantes, es el descubrimiento de testimonios de origen popular que se habían quedado en un granero o al fondo del armario”, explica Cazals.
En 1914 Louis Barthas era un tonelero con conciencia sindical y cristiana, un pacífico vecino de Peyriac-Minervois que recibió sobrecogido la movilización para la guerra. “El anuncio, para mi estupor, suscitó más entusiasmo que desolación”, escribe el 2 de agosto de ese año, poco antes de su partida para acuartelarse en Narbona. Son las primeras impresiones de unos cuadernos (500 páginas) donde anotará todas las vicisitudes bélicas por las que atraviesa durante cuatro años. Cuando regresa, “tras 54 meses de esclavitud”, en febrero de 1919, es un furibundo pacifista: “Escapaba al fin de las garras del militarismo, por el que sentía un odio feroz. Este odio se lo inculcaré a mis hijos, a mis amigos, a toda mi gente cercana. Les diré que la Patria, la Gloria, el honor militar y los laureles no son más que palabras huecas destinadas a ocultar todo lo horrible, espantoso y lo cruel que hay en una guerra”.
Si Barthas, desde el lado francés, declaró la guerra al belicismo, Rudolf Frank lo haría en Alemania con una novela de título estrambótico, que se hacía eco de un artículo poco conocido del Tratado de Versalles, que conminaba a Alemania a devolver la calavera del sultán Makawa al gobierno británico como parte de las indemnizaciones de guerra. “Hoy, 10 de mayo de 1918”, escribió solemnemente Frank, “le declaro la guerra, una guerra fría y personal, al belicismo de Alemania”.
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