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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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Un mechón de tu cabello para venerar, Lizzie

El recuerdo de la supermodelo y musa de los prerrafaelitas, Elizabeth Siddall, en un fragmento de su pelo

'Ofelia', de John Everett Millais, en la Tate Gallery.
'Ofelia', de John Everett Millais, en la Tate Gallery.
Jacinto Antón

Un amigo me envió el otro día una foto de dos mechones de cabello de Lord Byron que se exponen en el Museo Nacional de Historia de Atenas. Cada uno hace lo que quiere con sus cabellos (yo cuando me los corto los recojo y los dejo en el jardín a disposición de los pájaros para que forren sus nidos, ¡y lo hacen!). Byron los repartía generosamente a sus amantes y admiradoras (feliz mortal dirán algunos por tener tantas; feliz mortal, dirán otros por tener tanto pelo), aunque a veces hacía trampas y por ejemplo a Caroline Lamb le endosó el mechón de uno de sus criados, el tío. Hay muchos mechones del poeta por ahí; una vez vi uno en Rávena, y en 2020 se subastó otro en Londres por el equivalente a 18.000 euros.

Hubo una época en Europa en la que intercambiar pelo (y luego conservarlo en un sobre o portarlo en un medallón) era algo obligado entre los amantes, un ritual con un punto de tricofilia, el fetichismo del cabello, también conocido como síndrome de Rapunzel, por la chica de larga cabellera de los hermanos Grimm (en el caso de ella que te escalaran el pelo era literal). La cosa del mechón tiene que ver con lo de la parte por el todo, claro. También por el fuerte simbolismo del pelo, el de la cabeza manifestación simbólica de la energía superior; el del resto del cuerpo de las fuerzas inferiores (lo que no impidió que Napoleón prefiriera conservar un trenzado del vello púbico de Josefina). Los mechones atenienses de Lord Byron son ambos de arriba (confiemos) y uno post mortem, cortado tras fallecer de fiebres el portador en Mesolongi en 1824 durante la guerra por la independencia de Grecia (acaso de haber tenido menos pelo no habría luchado contra los turcos sino ido a visitarlos, si se me permite la broma).

Un mechón de Byron me parece algo muy emotivo, incluso más que mi propio pelo (y cabe imaginar cómo cantarían los pájaros anidados en cabellos del autor de Las peregrinaciones de Childe Harold: “Ni el más ágil halcón volar pudiera/ con mayor gallardía y orgullo”). Pero mi mechón histórico favorito es el que vi una vez de Elizabeth Lizzie Siddall (1829-1862), la musa y supermodelo de los prerrafaelitas. Lizzie posó para la famosa Ofelia (1852) de John Everett Millais, se casó con otro de los fundadores del movimiento artístico, Dante Gabriel Rossetti, y fue también ella misma pintora y poeta.

A mí todo lo que tenga que ver con los prerrafaelitas me puede. Sé que se alzará más de una ceja porque hay mucha gente que los tiene hoy por relamidos idealistas y esteticistas reaccionarios, y desde luego mirar hacia antes de Rafael no parece muy progresista; pero yo ante sus cuadros es que me fundo. Con los prerrafaelitas estoy como Yeats en Innisfree, “y tendré paz allí, pues la paz gotea despacio/ allí la medianoche es toda un suave centelleo y la tarde es un fulgor de púrpura”. Resultó que un día estaba por Londres y, de camino a Foyles (cita obligada siempre), me encontré con que en la National Portrait Gallery había una exposición sobre la esencial contribución de las mujeres al movimiento prerrafaelita. Pre-Raphaelite Sisters, se titulaba la muestra, un guiño al nombre de la Pre-Raphaelite Brotherhood (PRB), la hermandad prerrafaelita. La exhibición era maravillosa y estaba llena de imágenes de esas mujeres enigmáticas, resplandecientes y de prodigiosas cabelleras. Me sumergí en las pinturas con tal apasionamiento que al salir me olvidé de recoger el portátil que había dejado en la consigna.

La exhibición se centraba en 12 personajes clave: Joanna Wells, Fanny Cornforth, Marie Spartali Stillman, Evelyn de Morgan, Christina Rossetti (hermana de Dante Gabriel y ambos sobrinos, por cierto, de John Polidori, el autor de El vampiro, sufrido compañero de Byron, precisamente, y participante en la famosa velada suiza en la que nació Frankenstein), Georgiana Burne-Jones, Effie Millais, Maria Zambaco, Jane Morris, Annie Miller, Fanny Eaton y Elizabeth Siddal. Como se ve, una selección de algunas de las mujeres más relevantes en la historia de los prerrafaelitas, modelos, amantes, esposas, hermanas, hijas y varias de ellas artistas y escritoras, todas oscurecidas a causa de su género y condenadas hasta época reciente a ocupar un lugar subsidiario en el relato del movimiento.

Luego he complementado la lista de hermanas con la del medio centenar que presenta Kirsty Stonell Walker en su iluminador Pre-Raphaelite girl gang, fifty makers, shakers and heartbreakers from the victorian era, con desenfadadas ilustraciones de Kingsley Nebechi (Unicorn, 2018). Ahí he descubierto a Kate Perugini, hija de Charles Dickens y mujer del prerrafaelita Charles Allston Collins, hermano de Wilkie Collins, y la chica que aparece en el conmovedor cuadro de Millais The Black Brunswicker; a las revoltosas hermanas Pettigrew, a Alexa Wilding, de la que Rossetti dijo que era la mujer más bella que había conocido y pintado (¡eso se lo dirías a todas Dante Gabriel!); o Dorothy Dene, que enamoró a Frederic Leighton y fue su modelo, entre otros grandes cuadros, para ese estallido de belleza naranja, que es Flaming June, tan influenciado por la hermandad. En 1891, Dorothy fue a juicio contra su modisto, que la denunció por no pagarle unas ropas que ella sostenía que no eran de su talla: para probarlo, se desnudó delante del juez, y ganó el caso.

Annie Miller, rival de Siddall, retratada por Dante Gabriel Rosseti como Helena de Troya.
Annie Miller, rival de Siddall, retratada por Dante Gabriel Rosseti como Helena de Troya.

La imagen de la exposición londinense era muy adecuadamente la Proserpina (1877) de Dante Gabriel Rossetti: la hija de Ceres y Júpiter, Proserpina, había sido condenada a las tinieblas al raptarla su tío Plutón, rey del Hades (buena metáfora de la ensombrecida suerte de las mujeres del movimiento prerrafaelita a manos de sus compañeros hombres). Pero es que, además, la modelo del famoso cuadro, del que habla Yeats, por cierto en El temblor del velo, es la emblemática Jane Morris (née Burden), hija de un caballerizo, a la que descubrió Rossetti, pintó (La Donna della Finestra, Astarte Syriaca, la reina Ginebra, Pandora o Beatriz), sedujo y luego se la pasó a William Morris, que la retrató como La Belle Iseult y luego se casó con ella tras hacerle tomar lecciones para refinarla socialmente (se cree que la chica fue la inspiración para Pygmalion, la obra de George Bernard Shaw que dio pie al musical My Fair Lady). Rossetti volvió a cortejar a Jane y se convirtieron de nuevo en amantes, llegando a un acuerdo con Morris para que su mujer pasara los meses de verano con el primero y volviera en invierno a casa, un arreglo parecido al de Proserpina…

La historia de Jane Morris es similar a la de varias de las de otras mujeres de los prerrafaelitas que aparecen en los cuadros como diosas, heroínas o femmes fatales: de extracción humilde, reclutadas como modelos (Elizabeth Siddall lo fue mientras trabajaba cosiendo en una tienda de sombreros), seducidas por los artistas, compartidas, pasando de unas manos (y pinceles) a otras, abandonadas, a menudo en el filo de la infelicidad, del desastre económico, físico y psicológico, y casi siempre carne de escándalo. Varias acabaron en asilos y manicomios, las asesinaron o se suicidaron. Euphemia Effie Gray (Effie Millais) se casó de jovencita con John Ruskin pese a que él, tan distinto de Bonaparte, sentía rechazo por su vello púbico y no la tocó en seis años de matrimonio (parece que la cosa no se hubiera arreglado con una simple depilación). Tras demostrar ante un tribunal que aún era virgen, Effie logró la nulidad y volvió a casarse, esta vez con Millais (que ya la había pintado), con el que le fue bien, aunque tenía prohibido asistir a ningún evento al que acudiera la moralista Reina Victoria. A Annie Miller la sacó literalmente de la calle William Holman Hunt que quería pintar un retrato de mujer caída. Le prometió casarse con ella, pero entonces se marchó a Tierra Santa para plasmar escenas bíblicas y se la dejó de modelo a Millais y a otros colegas, aunque advirtiéndole a ella que de ninguna manera posara para Rossetti. Ni caso: resultó que este no sólo la pintó (como Helena de Troya, entre otras figuras) sino que, como se decía en las novelas de Moravia de mi madre, la hizo suya; así que Hunt borró su cara de sus propios cuadros.

Otra notable mujer bandera de los prerrafaelitas era Fanny Cornforth, hija de un herrero, a la que fichó Rossetti y con la que este mantuvo una larga relación en paralelo a otros romances. La exposición exhibía (además de su retrato por Burne-Jones como Sidonia von Borcke, la bruja de ámbar pomerana decapitada), su registro como paciente en un manicomio en Chichester, donde murió a los 72 años, demente. Maria Zambaco fue fuente de mucha inspiración y no pocos problemas para Edward Burne-Jones, que la pintó desnuda en un cuadro de gran formato, que podía verse en la exposición, como Filis brotando del almendro en que se había ahorcado, para susto de su amado Demofonte. Zambaco, ella misma escultora, propuso al pintor, que también la retrató inolvidablemente como la Dama del Lago hechizando a Merlín, que dejara a su mujer y fugarse o al menos suicidarse juntos. Era una mujer de armas tomar que fascinó a Oscar Wilde, que dijo de ella que era “bella y sutil… como una serpiente”.

Elizabeth Siddall, en un estudio de Millais para su 'Ofelia'.
Elizabeth Siddall, en un estudio de Millais para su 'Ofelia'.

Pero si bien toda la exposición de las hermanas prerrafaelitas me apasionó, fue la sección dedicada a Elizabeth Siddall la que me dejó deslumbrado. Lizzie es la primera de la lista de las mujeres prerrafaelitas y el principal icono del movimiento. Se la recuerda sobre todo como la gran modelo de Rossetti y la Ofelia de Millais, pero la muestra de la National Portrait la reivindicaba como una importante artista y poeta. Empezó a pintar en 1852 y realizó un centenar de obras. Uno de sus cuadros que se exhibía era la pequeña acuarela Lady affixing pennant to a knight’s spear (c.1856), hermosísima escena que me recuerda algo a Encuentro en la torre de Sir Frederic William Burton y que remite al mundo de Ivanhoe. Parece que escribía poesía secretamente desde los 11 años, cuando leyó unos versos de Tennyson en un papel que envolvía un trozo de mantequilla. La producción que se ha conservado —véase My Ladys Soul, the poems of Elizabeth Eleanor Siddall, Victorian Secrets (sic), 2018— se reduce a 16 poemas, entre ellos los bellísimos Oh never wept for love that is dead y Thy strong arms are around me love, y algunos fragmentos. Nunca publicó ninguno en vida. Su cuñada, la poetisa Christina Rossetti decía que eran “demasiado dolorosos”.

'La hoja del rosal', por Dante Gabriel Rossetti.
'La hoja del rosal', por Dante Gabriel Rossetti.

Es conocida la anécdota de que mientras Millais la pintaba como Ofelia ahogada metida en una bañera el agua se enfrió (se apagaron las candelas que la mantenían caliente) y la profesional modelo, que continuó en su puesto por no distraer al enfrascado artista, se fue poniendo azul (color muy prerrafaelita, por otro lado) y sufrió una pulmonía, cuyo tratamiento la habría enganchado al opio. De salud frágil, melancólica, vulnerable y adicta, Siddall se casó con Rossetti tras diez años de relaciones en 1860 y murió en 1862 —después de alumbrar un niño muerto y sufrir un aborto—, de una sobredosis de láudano. Hay dudas de si dejó una nota de suicidio. Rossetti, que nunca dejó de ir con otras mujeres como Anne Miller, Jane Morris o Fanny Cornforth, en un arrebato de pena, culpabilidad y romanticismo agudo, depositó sus poemas manuscritos en el ataúd de Siddall, envueltos en los cabellos color cobre de ella, afirmando que ya no podría volver a escribir. Pero siete años después, en un triunfo del pragmatismo (y la literatura), hizo abrir la tumba para recuperar su obra y publicarla. Cuando preguntó a los desenterradores qué habían visto le dijeron que Elizabeth Siddall estaba sorprendentemente bien preservada y que el cabello le había seguido creciendo hasta llenar el ataúd. Al entregarle los poemas, tras desinfectarlos, encontró una madeja de pelo atrapada entre las páginas y un agujero de gusano en el medio.

En todo caso, el mechón de la joven que se exponía en la muestra londinense no era ese, tan macabro, sino uno que se le debió cortar al morir pues se acompañaba de un sobre en el que había estado envuelto (como el de la canción de Adamo) y en el que figuraba la inscripción a mano “Lizzie’s hair February 1862″, la fecha de su fallecimiento. En el mechón de Siddall —parte por el todo— cabe toda la historia de los prerrafaelitas y la suya propia, caben todas las flores con que se adornó Ofelia para su húmeda cita con la muerte, la melena que desbordó el ataúd trenzada de poemas, y toda la belleza y la melancolía del mundo. “Oh never weep for love that is dead/ Since love is seldom true, / But changes his fashion from blue to red,/ From brightest red to blue” (”oh nunca llores por el amor que ha muerto/ ya que el amor rara vez es verdadero/ sino que cambia su modo de azul a rojo,/ de rojo brillante a azul”). ¡Quién tuviera ese mechón para envolver con él el corazón maltrecho y anidar aladas esperanzas!

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Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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