El amante de Ofelia
Entré en la Tate Gallery de Londres cuando faltaba apenas una hora para el cierre y me dirigí con paso culpable hacia donde me esperaba Ofelia, toda suicidio, agua y flores. Me planté ante ella y estuve allí solo, mirándola lleno de melancolía y remordimiento, hasta que me echaron. Fue una triste despedida.
Ophelia (1852), de sir John Everett Millais, ha sido durante años mi amor secreto. Hay algo ridículo y hasta enfermizo en enamorarse de la chica de un cuadro, me dirán, y más si la pobre está loca y ahogándose, aunque sea un icono prerrafaelita, pero nadie elige enamorarse ni ha podido jamás aplicar la razón a ello. Como dice Cristina Nehring en ese alegato del amor romántico que es A favor del amor (Lumen), "no hace menguar nuestro respeto por Petrarca el saber que se pasó la vida suspirando en vano por una muchacha casada que no le daba ni los buenos días". La Ofelia de Millais (reproducida al lado, abajo) a mí es que ni me ha mirado nunca, pero yo recuerdo a Emerson, que dijo que aunque no te correspondan, al amar a alguien apasionadamente te engrandeces por tu propio resplandor, y me reconforta. Y es que una historia de amor no puede nunca juzgarse por su éxito. Ahí están, por citar nombres que no comprometen, Romeo y Julieta o Eloísa y Abelardo, que acabó castrado.
Se me hace raro estar aquí, hablando de amor cuando lo mío, y lo de esta peregrina página, es más bien hacerlo de la venta de rifles en Abisinia, de jenízaros, de pilotos derribados o de la carga en Eylau de los 10.000 jinetes de Murat, incluyendo los coraceros de Hautpoul y los dragones de Grouchy. Hablar del Imperial War Museum y no de la Tate (y de la Modern, ni te digo). Pero ¿no es el amor en realidad una (la) gran aventura? La excepcionalidad y excentricidad del amor, su sorprendente y maravilloso azar, su devenir de ritmos trepidantes que acelera el tiempo lánguido de la cotidianidad (no es que me ponga estupendo: lo dice Jankélévitch en La aventura, el aburrimiento, lo serio), ¿tienen algo que envidiar a la peripecia del aviador, al trance del explorador o al duelo mortal de los hermanos corsos? Qué corta es la distancia, hay que ver, entre Lord Jim y Madame Bovary: "El amor, creía ella, debía llegar de pronto, con grandes destellos y fulguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la trastorna, arranca las voluntades como si fueran hojas y arrastra hacia el abismo el corazón entero". ¡Toma aventura! Con una idea parecida de la vida navegaba Jim, el Emma Bovary del mar, y eso le permitió arrostrar luego las peligrosas empalizadas de Patusán y el envidioso odio de Brown. (Y así acabó, permítanme añadir: con un balazo en el pecho).
Ofelia, náyade ahogada, símbolo de la fragilidad femenina y de las oportunidades perdidas, es un personaje que siempre me ha atraído. Ama a Hamlet, pero cuando éste se embarca en su taciturna singladura de venganza resulta triturada como una florecilla en los engranajes de la historia. Escribe J. D. Wilson en What happens in Hamlet que la actitud del príncipe hacia Ofelia es el más grande de los rompecabezas de la obra. La forma despreciable en que trata a la joven, calificándola incluso de putilla, es inexcusable y pone en el carácter del héroe de la pieza una discordante nota de oscuridad y salvajismo. Yo creo que descubrir esa sombra en su interior espanta al propio Hamlet. Ser cruel con quien te ama no es pecado leve, aunque priorices matar a un rey. O redimir tu cobardía: Jim, tan shakespeariano él -en el petate siempre las obras completas del bardo junto al revólver-, también abandona de manera imperdonable a la muchacha que lo ama, Joya, la hija putativa de Cornelius; y total ¿para qué?: para dejarse matar.
Todas esas cosas y otras más personales las he ido rumiando durante años ante el maravilloso lienzo de Millais, a veces soportando los codazos impacientes de otros visitantes, mientras me iba enamorando de su linda Ofelia, sumergida en una pena que de tan grande casi me ahogaba a mí. La gota que desbordó mi corazón fue leer la triste y dramática biografía de la "supermodelo" del cuadro (Lizzie Tiddal, de Lucinda Hawksley, 2004). Lizzie Tiddal (1829-1862) fue muy desgraciada. Empezando porque era pobre y así como pelirroja, cosa mal vista entre los victorianos. Un día (de invierno) que Millais la pintaba como Ofelia, sumergida en una bañera, se apagó el sistema de calefacción previsto para mantener el agua caliente y la modelo, tope profesional, permaneció sin moverse hasta quedar helada. No es raro que tenga en el cuadro esa expresión. La factura del médico ascendió a 50 libras y Lizzie arrastró mala salud desde aquel episodio. Su vida (marcada por el agua, el elemento triste, ligado a las ensoñaciones de la desdicha y la muerte, como observa Bachelard) acabó en tragedia. No por gripe, sino por desamor, de manera escalofriantemente similar a la de la misma Ofelia de Shakespeare. La modelo, a la que se la rifaban los prerrafaelitas, tuvo una larga y difícil relación con el guapo Dante Gabriel Rossetti (que acabó desposándola en 1860). El artista la trató siempre con posesiva crueldad y desprecio, lo que contribuyó a la adicción de ella al láudano. A los 32 años, se mató por sobredosis. Rossetti, que entretanto se encontraba en los brazos de Fanny Cornforth (sic), se lo tomó muy a pecho unos días y hasta depositó su cuaderno de poemas en la tumba de Lizzie. Todo un gesto. Unos años después exhumó el cadáver para recuperar sus versos.
El caso es que mi relación con la flotante Ofelia de Millais, de fluvial cabellera, ha llegado a su fin. De ahí que fuera a despedirme a la Tate. No es que me enorgullezca de dejarla, pero me tranquilizan un poco los precedentes de Hamlet y Rossetti. No iba yo a ser mejor que ellos. En todo caso, la aventura continúa: me he enamorado de otra. Creo tener algún atenuante en el hecho de que se trata del mismo personaje. En efecto, mi nuevo amor es la Ophelia (1889) de J. W. Waterhouse, más moderna (no en balde la pintó el post-prerrafaelita) y extraordinariamente más alegre: el cuadro la muestra viva, aún lejos del agua, en una sensual posición de abandono acostada en un prado y hermosísima bajo el vuelo de dos golondrinas. Hay que ver lo que da de sí el arte. "Ninfa, acuérdate de mis pecados en tus oraciones".
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