Así son los camareros de John Ford
A Miguel le gustan los meseros que sin pretenderlo se hallan envueltos en un aura literaria, que dan rostro humano al local donde trabajan
Acodado en la barra de un bar del Oeste, ante un vaso de whisky, Henry Fonda le pregunta al camarero: “Mac, ¿nunca has estado enamorado?”. Mac le contesta: “No, yo he sido camarero toda mi vida”. El diálogo pertenece a la película Pasión de los fuertes, de John Ford. Después de recibir esta lacónica respuesta, Henry Fonda se echa de golpe el trago de whisky directamente hasta la campanilla del gaznate y se larga. Mac se queda impasible limpiando el vaso. El viejo telegrafista con manguitos y visera de las estaciones del ferrocarril que salva un descarrilamiento; el borracho zascandil que al final se convierte en héroe; el camarero del salón del Oeste que permanece sin mover una ceja detrás del mostrador mientras saltan a su alrededor los cristales de las botellas abatidas por el tiroteo, son estos actores de reparto los que nunca fallan a la hora de sostener la estructura de una película de John Ford.
Cualquiera que escarbe en su memoria puede descubrir también a esos personajes secundarios que dan sentido a la vida. Miguel no olvida a los pianistas que ha conocido tocando la canción Amapola en los hoteles de medio mundo. Incluso suele decir que uno solo debería morirse después de haberlos conocido a todos. Tampoco puede olvidar a los camareros que al entrar en el bar sabían lo que iba a tomar y ponían una determinada copa en la barra. No le gustan los camareros que cuentan chistes, ni los que le dan a uno por principio la razón, ni los que se lo montan de filósofos, ni los que gritan tu nombre con alegría al verte aparecer por la puerta. Le gustan los que sin pretenderlo se hallan envueltos en un aura literaria y dan rostro humano al local donde trabajan. El serbio Branko podría ser uno de esos camareros de John Ford. Miguel se sienta en la terraza del Mercato Ballaró, en una esquina de Santa Engracia, y Branko pone la cerveza de una marca determinada en su mesa sin hablar. Uno intuye que su calma se debe a haberse criado bajo las bombas balcánicas. Un cliente le pregunta si le puede servir un vino blanco. “Señor, aquí no se sirve. Aquí se atiende”, le responde en perfecto castellano.
Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra de náufragos sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista, era el que cortaba el tique en la puerta a los jóvenes soñadores, que entraban azorados por primera vez en el café en busca del éxito con la ansiedad instalada en el diafragma. Miguel había sido su amigo hasta el día en que murió. Hace mucho que dejó de ir a ese café donde se había sentido feliz desangrándose de palabras en una tertulia desde los días lejanos de la juventud. Al final en el polvo de la memoria flotan todavía los nombres de los camareros, Onofre, Pepe Bárcena, el impasible Alfonso el cerillero, como únicos soportes de un tiempo fenecido.
A Miguel le gustaban esos restaurantes y bares atendidos por camareros de toda la vida que llevaban chaleco y pajarita y acabaron arrastrando los pies entre la humareda con la bandeja en la mano. Pasaban los años, uno volvía y ellos aún estaban allí. Te saludaban con tu nombre como si fuera ayer y el tiempo no hubiera pasado. Ahora las cocinas de los restaurantes y las barras de los bares se han convertido en puertos adonde han recalado marineros interraciales llegados de todos los continentes. Primero fueron náufragos, ahora son camareros latinoamericanos, africanos, orientales, rusos, balcánicos. Constituye todo un arte encontrar ese restaurante o ese bar que se adapte a tu forma de ser y de pensar, solo por el aire inaprensible que lo envuelve, hasta el punto que se convierta en una prolongación de tu vida. Decía Epicuro que más importante que la comida son los comensales con los que debes compartirla. En una esquina de Chamberí, Miguel ha encontrado un restaurante que le recuerda a una primavera siciliana en la que paseando por Palermo se vio envuelto entre los gritos el aroma de un mercado callejero. No era el famoso de la Vucciría, ni del Capo, sino el Mercato Ballaró.
En el restaurante Mercato Ballaró de Santa Engracia hay cocineros y camareros llegados de varios países. Uno de ellos, Branko Mrakić, ha nacido en Belgrado. Recuerda haber tenido una vida feliz hasta el año 1991, en que estalló la guerra de los Balcanes y algunos de sus mejores amigos de la clase se convirtieron en auténticos mafiosos y criminales. El 24 de marzo de 1999 a las 19.45 empezó el bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia. Branko ha crecido entre sirenas antiaéreas, tanques y soldados. Guarda en su memoria imágenes apocalípticas, pero a la hora de ponerte una cerveza en la mesa lo hace como lo haría si fuese un camarero en las películas de John Ford, impasible en medio del tiroteo sin mover una ceja.
Babelia
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