Las palmas de oro del flamenco
Manuel y Antonio Montes Saavedra, Los Mellis de Huelva, revolucionan con su nueva forma de entender el compás una labor que por tradición ha estado oculta en el escenario
Manuel y Antonio Montes Saavedra (Huelva, 40 años) no sienten la necesidad de ensayar antes de subirse a un escenario. Se conocen, y no es una figura retórica, desde el útero materno. Son hermanos gemelos, pero sobre las tablas se transmutan en una sola palma, un solo coro, una única percusión del más preciso compás. Su nombre artístico, Los Mellis de Huelva, es el más repetido en los programas de mano de festivales como la Bienal de Flamenco de Sevilla, clausurada el 1 de octubre; también en los créditos de los discos más importantes de este género, desde los más ortodoxos, como en los del cantaor Arcángel —su gran mentor— hasta en la iconoclastia de Rocío Márquez y Bronquio en su disco El tercer cielo, o Rosalía, que los llamó personalmente —recuerdan— para participar en su disco El mal querer, producido por El Guincho. Incluso acompañaron a la catalana en la gala de los Premios Grammy en Los Ángeles en 2020, que la catapultó a la escena internacional. “No te puedes llamar artista hasta que no te tocan las palmas Los Mellis”, decía con sorna una primera figura del cante hace unas semanas en relación a la omnipresencia de estos “trabajadores del flamenco”, como se definen, que han revolucionado el concepto —y la importancia— del “atrás” en esta disciplina.
En el flamenco, un género tan machaconamente obsesionado con el compás, existe toda una tradición de artistas que han llenado de color —y de compás— esa maquinaria perfecta en el ritmo que es el flamenco en el cante y el baile. El acompañamiento en los espectáculos de lo jondo no es un arte secundario, como reivindican desde hace dos décadas —siguiendo la estela de los inigualables Bobote y El Eléctrico— Los Mellis, que están llevando a lo más alto la hasta hace muy poco invisibilizada —”y menospreciada, está mal mirado, por qué no decirlo”— labor del palmero, oculto siempre tras el foco, en ese becqueriano ángulo oscuro de los escenarios.
Antonio y Manuel llegan desde Huelva —donde siguen viviendo— hasta la sede de la Bienal de Sevilla, espacio en el que han sido citados para la sesión de fotos con EL PAÍS, y se sienten como en casa. Les cuesta enumerar la cantidad de veces que han participado en esta cita inexcusable para el flamenco, incluso tienen que hacer memoria para recordar los nombres de artistas para los que han trabajado. No hay aficionado que no los conozca y las grandes figuras se los rifan. Este año se les ha podido ver junto al guitarrista Vicente Amigo —”un sueño cumplido”, aseguran— y el cantaor gaditano Antonio Reyes. “Tienes que saber adaptarte a lo que te piden, pero nosotros creemos que nos llaman porque también aportamos ideas, nos gusta que nos den libertad, que podamos improvisar un coro o parar una palma”, relata Antonio.
Su conocimiento del flamenco es incuestionable, manejan el compás con una precisión —pero también con frescura— que los ha convertido en un referente del acompañamiento y, sin embargo, estos niños del barrio del Torrejón en Huelva, de familia gitana dedicada a la venta ambulante —donde estuvieron trabajando hasta los 14 años—, aseguran no seguir ningún método. “No nos hemos parado a estudiar, diría que no ensayamos, en nosotros es algo muy natural, será que somos gemelos”, sonríe Manuel, convenido no obstante de su importancia. “Creemos firmemente en lo que hacemos, somos tan artistas como el que va delante y sí, le damos brillo a los espectáculos: nos caracterizamos por saber buscar y encontrar los matices”.
“Antes, y no hay que remontarse muy lejos, existía mucho desfase, había muy poco orden musical, en un espectáculo de cante o baile flamenco. Nosotros le hemos puesto ese poco de orden. Hay que darle valor al coro y a la palma, aunque muchas veces trabajamos con cachés ridículos”, protestan.
Manuel, cuando era un niño al que llamaban Lolo y acompañaba a su padre por los mercadillos de la provincia de Huelva, despuntó pronto para el cante. “Hacía mis cantes de Levante, algo por bulerías… le llegué a tocar el cajón a Paco Ortega”, recuerda. Su padre lo inscribía en concursos y festivales, pero Lolo se zafaba como podía y no acudía. “Me daba muchísima vergüenza cantar en público”. El cambio se produce cuando se fusiona con su hermano Antonio y entran a formar parte del grupo de percusión Los Activos de Huelva; de ahí a Mangüara, otra agrupación similar, hasta que llegó Arcángel, con quien dieron el salto definitivo. “Él nos ha dado siempre mucha libertad”, reconocen estos hermanos, que no esconden su deseo de subir un peldaño más en su carrera. “No somos cantaores, pero sí cantantes, después de más de veinte años en el acompañamiento querríamos demostrar otra cosa, con nuestros propios temas, todo ese bagaje que hemos aprendido al lado de grupos como Ketama… Lo que pasa es que luego nos ponemos a trabajar y no le hacemos caso a lo nuestro”, se lamenta Antonio.
Después de echar un vistazo a su agenda para noviembre, se entiende: estas semanas están enfrascados en la presentación del nuevo disco de David Palomar, Ocho miradas; salen de gira con la flautista flamenca Ostalinda Suárez y su espectáculo Acaná; tour que combinarán, cómo no, con Arcángel, en paradas como Madrid, Granada, Baeza… Continuarán hasta final de año con otros grandes nombres femeninos del flamenco, como Argentina, Sandra Carrasco, María Mezcle… “No nos aburrimos”, se ríen al unísono.
Babelia
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