Visiones de la guerra civil en Francia
La película ‘Atenea’, de Romain Gavras, da un paso más en el retrato tenebrista de la ‘banlieue’, territorio real y a la vez mitológico como el de los viejos wésterns
“Aquí nadie va a hablar con ustedes”, advierte desde el principio un muchacho que cruza a paso rápido junto a un amigo la plaza de Parc aux lièvres, un complejo de viviendas sociales en Évry, 35 kilòmetros al sur de París. Es como si dijese: “Circulen, no hay nada que ver”.
Pero hay mucho que ver. Una mujer con velo sale de la farmacia, el único comercio que sigue abierto. Un grupo de jóvenes echa la tarde al pie de los muros repletos de grafitis y observa a los visitantes. Pasa una madre con un carrito.
Este es un paisaje de tiendas abandonadas y persianas bajadas. De edificios donde el ascensor se avería cada semana. Donde los padres aconsejan a sus hijos que no bajen a la plaza para no meterse en líos. Es un paisaje casi desierto: pronto se derruirán buena parte de los edificios para construir nuevas viviendas. La mayoría de vecinos se ha marchado.
“Aunque se destruya el barrio, quedará en nuestras memorias”, se lee en un mural. En un portal se ve una pintada contra Marine Le Pen, líder de la extrema derecha, y otra que dice: “Todavía no me han puesto las esposas, así que mañana vuelvo a empezar”. En un muro alguien ha escrito “Athena”.
El Parc aux lièvres es el paisaje de la más reciente fantasía de guerra civil en Francia: el largometraje Atenea, dirigido por Romain Gavras y estrenado en septiembre en la plataforma Netflix. Aquí se rodó en el verano de 2021 esta historia de la muerte de un muchacho, supuestamente a manos de la policía, y lo que sucede después. El episodio enciende el barrio –Atenea en la ficción, Parc aux lièvres en la realidad– y el país.
La banlieue –el extrarradio multicultural y empobrecido– es un territorio real y a la vez imaginario. Como hizo el western con el Oeste norteamericano, el cine ha convertido la banlieue en un territorio mitológico, espejo de los miedos profundos de una sociedad.
Atenea es una película de acción que desde el primer minuto deja sin aliento al espectador. Un tour de force técnico, una tragedia griega, un péplum con centenares de extras y música y coros de resonancias épicas. Es, además, una película bélica que imagina cómo podría prender la mecha de la guerra civil en un contexto de insurrección del extrarradio contra la policía y con un fondo de violencia ultra.
“Yo me daba cuenta, y desde hacía años, de que la distancia crecientemente abismal entre la población y quienes hablaban en su nombre, políticos y periodistas, necesariamente debía conducir a algo caótico, violento e imprevisible”, decía el narrador de Sumisión, la novela de uno de los profetas del malestar francés, Michel Houellebecq. “Francia, como los otros países de Europa occidental, se dirigía desde hacía tiempo hacia una guerra civil, era una evidencia”.
La idea de que Francia es una olla a presión a punto de estallar vuelve una y otra vez desde hace años. Es una percepción alimentada por el estallido de la banlieue en 2005, los atentados yihadistas de 2015 o la revuelta de los chalecos amarillos en 2018.
En la primavera de 2021, decenas de militares y exmilitares con veleidades golpistas publicaron una tribuna anónima alertando sobre el conflicto civil y ofreciéndose para intervenir. Unas semanas después entró en la campaña para las presidenciales de 2022 el polemista Éric Zemmour, con un discurso similar: “Se está librando una guerra de civilizaciones en nuestro suelo. Si continuamos, vamos a la guerra civil”.
El ensayista Guillaume Barrera, autor de La Guerre civile. Histoire, Philosophie. Politique, explica: “El sintagma guerra civil ha entrado en las costumbres y aún más en los discursos. Si bien puede contribuir a alertarnos sobre la gravedad de la situación social o nacional, sobre todo favorece la confusión, la cólera, el odio y el miedo. Bajo este vocablo se incluyen fenómenos muy dispares, que corresponden más bien a los disturbios, la revuelta en los barrios, los ajustes de cuentas entre criminales o los atentados. Es un instrumento del discurso político del que habría que desconfiar, un espantajo y un cajón de sastre, más que un concepto preciso: el sentido propio de la palabra se pierde”.
Hay novelas que se hacen eco de esta angustia –o fascinación– como algunas de Houellebecq o Les événements de Jean Rolin. Y sobre todo, películas que, vistas cronológicamente, cuentan la evolución de esta neurosis. En la precursora El odio, de Mathieu Kassovitz, de 1995, el trasfondo era la pequeña delincuencia, la violencia policial y los disturbios en la barriada. En las más recientes Los miserables de Ladj Ly y BAC Nord de Cédric Jimenez los disturbios se parecen cada vez más a escenas de guerra. Atenea es la culminación: los chavales, auténtica milicia organizada, se atrincheran con armas de fuego mientras las cadenas de televisión martillean un mensaje: “Guerra civil en Francia”.
“No es realista”, dice, en la plaza donde se rodaron algunas de las escenas más violentas de Atenea, Farida Amrani, diputada por Évry “Lo que lamento es que nuestros jóvenes aparezcan como animales. Esto no es la verdadera vida del barrio. No es nuestra vida, ni la de los jóvenes de aquí. Luchamos por dar otra imagen de nuestra ciudad y esta película, que se verá en todo el mundo, lo destroza. ¿Cómo van a vernos?”
El barrio parece una fortaleza, como en la película. Los bloques se elevan alrededor de una plaza elevada, accesible solo por unas escaleras estrechas. Por debajo pasa un túnel y una avenida de tres carriles.
Amrani, del partido de izquierdas La Francia Insumisa, teme que se instrumentalice Atenea. “La fachosfera [los activistas de ultraderecha en las redes sociales] se ha apropiado de la película y dice: ‘¡Esta es la realidad! ¡Esta es la juventud! ¡Negros y árabes! Cuando les decimos que son terroristas, que son violentos... ¡Pues esto es!’”, denuncia. “Pero nuestro barrio no es esto”, insiste.
Que la guerra, tal como aparece en Atenea, sea una hipérbole, pura fantasía, no significa que la fantasía no refleje angustias reales. “De un lado, el desclasamiento de una parte de la población ha engendrado un resentimiento muy vivo hacia los ganadores de la globalización y los tecnócratas que nos gobiernan, acompañado, en esta misma parte, de un temor real a una sustitución demográfica”, expone Barrera. “Del otro, el yihadismo internacional, de Al Qaeda a Daesh [Estado Islámico], lo ha hecho todo para suscitar la guerra civil, sin comillas, en Europa y particularmente en Francia. No lo ha logrado, pero ha puesto las semillas de la discordia que todavía arden”.
El ensayista y filósofo previene ante la “profecía autocumplida”. Que, de tanto hablar a la ligera de guerra civil, un día ocurra algo. “Ciñámonos al sentido de las palabras”, pide. En Francia no existe ni remotamente una violencia política extendida, ni el debate público se ha roto, ni la polarización es extrema, ni hay facciones armadas a la conquista del poder.
En Évry, en la plaza donde se rodó Atenea, la diputada Amrani se encuentra con unos vecinos. Él, de origen argelino; ella marroquí. La invitan a subir a su piso, uno de los que siguen habitados antes de la demolición. En el salón, alrededor de una mesita con té y pastelitos, están sus hijos pequeños, la chica de 14 años, el chico de 16. El chico, Noureddine, tiene amigos que actuaron como extras en la película.
“Me ha parecido súper”, dice. Su lectura de Atenea: “Son personas hartas de ser reprimidas, hartas de sentirse abandonadas”.
La madre, Djamila, no la ha visto, pero ha oído hablar de ella y de las escenas de sangre y fuego en la plaza bajo su edificio, y esta mujer hospitalaria y sonriente dice: “Francia no es así”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.