La maldición de la ‘banlieue’
Los ataques sufridos por los asistentes a la final de la Liga de Campeones causaron sorpresa en todo el mundo. Salvo en París
Los ataques sufridos por numerosos asistentes a la final de la Liga de Campeones, en el Estadio de Francia, provocaron, además de la lógica desolación entre las víctimas, una notable sorpresa en todo el mundo. Salvo en París. Cualquier parisiense sabe que el imponente estadio no está en la capital, sino en la contigua Saint-Denis, florón negro de la banlieue parisiense. Y que Saint-Denis padece los peores niveles de delincuencia del país. Por supuesto, la mayoría de los agresores eran de origen magrebí: en una ciudad poblada por personas cuya ascendencia o nacimiento se reparte entre más de 150 nacionalidades, los magrebíes constituyen la minoría más numerosa.
Resulta fácil establecer una equivalencia entre los problemas de la denostada banlieue y la inmigración argelina y marroquí. Pero es falso. La banlieue se convirtió en un lugar maldito ya a finales del siglo XIX.
La palabra banlieue, de origen medieval, denomina los asentamientos cercanos a la ciudad pero no pegados a las antiguas murallas (eso serían los faubourgs), sino a una distancia de una legua (“lieu”) o más. Hasta la mitad del siglo XIX, esos lugares a una legua (cuatro kilómetros) de París estaban constituidos por pequeñas poblaciones rurales, huertos, campo y las mansiones de veraneo de los burgueses parisienses. Las primeras líneas férreas se crearon para comunicar esas segundas residencias con la capital.
El asunto cambió en la segunda mitad del XIX, cuando Georges-Eugène Haussmann emprendió, por orden de Napoleón III, la gran reforma de París. Haussmann tenía dos objetivos: impedir nuevas revoluciones con grandes avenidas inadecuadas para las barricadas, pero óptimas para las cargas de caballería, y sanear una ciudad de estructura medieval y literalmente podrida. ¿Qué pasó con toda la pobreza que vivía en aquel París siniestro? Fue expulsada manu militari hacia la banlieue, identificada desde entonces como un lugar de exilio forzoso.
Las oleadas de inmigrantes norteafricanos importados por la gran industria parisiense a partir de 1950 se establecieron en la banlieue, en nuevos rascacielos de pésima calidad que se erguían en mitad de la nada. Eran lugares de desolación. Pero a los hijos de aquellos inmigrantes, en general, no les fue mal en la vida. Los problemas comenzaron con la gran crisis de 1973, cuando el llamado “ascensor social” se hizo más lento y errático, y se agravaron definitivamente cuando, con el neoliberalismo de los ochenta y la constante reducción de impuestos a los más pudientes, el ascensor se bloqueó. Hoy es casi imposible salir de la banlieue: quien nace en ella se queda en ella, en ese exilio desde el que, a lo lejos, se ve el resplandor de la ciudad más hermosa del mundo.
La ausencia de las instituciones republicanas ha conllevado un comunitarismo religioso del que surgen brotes de fanatismo y terror, y el islam destaca en ese aspecto. Pero el problema no es la religión musulmana. Tome una población fea, con malas escuelas y con la mitad de los habitantes por debajo de los 30 años, mezcle un fuerte desempleo juvenil y añada una agobiante sensación de exilio: si fueran budistas o agnósticos, las cosas seguirían yendo mal.
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