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Viaje al corazón de la ‘Banlieue’

El distrito parisiense de Seine-Saint-Denis, hizo célebre por los disturbios de 2005, continúa al límite entre el paro, fracaso escolar, rap, identidad, pobreza y la droga que rodean el cinturón de la capital francesa

Una escena de Bobigny, un barrio situado en el departamento 93 de París en 2007.
Una escena de Bobigny, un barrio situado en el departamento 93 de París en 2007.Arnau Bach

Francia tiene miedo de ese mundo sin reglas ni derechos que gira a mil por hora. Pero también se asusta de sí misma. Cada poco tiempo se produce un sobresalto, aparecen las fobias, la desconfianza y la rabia acumulada en los pliegues producidos por el paro, la recesión y un sistema social partido en tres pedazos: las élites, la gran clase media y los olvidados. Hace tres años, Nicolas Sarkozy declaró la guerra a los gitanos rumanos –los últimos del escalafón– e hizo suyas las tesis xenófobas del Frente Nacional. En 2012, Mohamed Merah, hijo de argelinos criado en la periferia de Toulouse, asesinó a siete personas en nombre de la yihad. En mayo de 2012, la victoria de François Hollande ­pareció serenar los ánimos, pero fue un espejismo. La derecha católica y la ultraderecha tomaron las calles contra el matrimonio gay. Tras meses de tensión, Esteban Morillo, un neonazi de 20 años nacido en Cádiz y criado en un pueblo que vota al Frente Nacional, mataba a puñetazos a un militante antifascista de 18 años. En París, y a plena luz del día.

Los expertos señalan que la deriva de la quinta potencia mundial, el país de la Enciclopedia y los derechos humanos, no es nueva, y recuerdan que las pulsiones xenófobas y populistas llevan más de tres décadas dando dolores de cabeza a la República. Pero las señales de alarma no dejan de repetirse. Una de las pocas certidumbres que tienen los sociólogos y los politólogos –dos de los oficios más populares del país– es que la base de los problemas actuales está en la brecha que separa a las periferias de las grandes ciudades del resto de la sociedad. Y cuando se habla de periferia, de la banlieue, la palabra se hace número: el 93.

El 93 está en la Isla de Francia, la gran región formada por la aglomeración urbana de París y el cinturón que rodea a la capital. Aquí viven más de 12 millones de personas bastante mal repartidas. Los 20 distritos del centro son la zona más densamente poblada de Francia: ocupa solo el 24% del territorio regional y alberga a un 18% de los habitantes de una comarca que es la segunda más rica de Europa en términos de PIB comparado –tras Renania-West­falia– y la sexta en renta por habitante.

Dos tipos encañonando un arma en el portal de un edificio en octubre de 2012.
Dos tipos encañonando un arma en el portal de un edificio en octubre de 2012.Arnau Bach

La corona noreste es la provincia (o departamento) de Seine-Saint-Denis: el 93, por las dos primeras cifras de su código postal. Ocupada por los galos de Astérix, el 93 fue durante gran parte del siglo XX un feudo comunista –aquí tiene su sede el diario L’Humanité–, y algunas de sus 40 ciudades dormitorio tienen todavía alcaldes del PCF, aunque los socialistas gobiernan la región desde 2008.

El 27 de octubre de 2005, Seine-Saint-Denis se hizo célebre en todo el mundo. La cólera estalló en la “aglomeración comunitaria” de Clichy-sous-Bois-Montfermeil, una ciudad partida en dos donde viven 60.000 personas, situada en tierra de nadie, pero solo a 15 kilómetros de París, y unida al mundo exterior por una única línea de autobús: la 347. Aquella noche, el viejo cinturón rojo de París fue incendiado por docenas de jóvenes –franceses de origen magrebí y subsahariano en su mayoría– después de que tres adolescentes se electrocutaran –dos murieron y uno resultó herido muy grave– al esconderse en un transformador cuando trataban de huir de la policía. Las revueltas se extendieron a otras ciudades, y durante semanas ardieron coches y edificios mientras los políticos ejercían la autocrítica o la hipocresía y los analistas glosaban dos realidades: el ascenso del islam y el fracaso del modelo laicista en los guetos franceses. Cuando se apagaron las brasas, los problemas seguían allí.

Ocho años después, las cifras indican que el Estado francés ha invertido cientos de millones de euros en Clichy y Montfermeil. Las torres donde los vecinos sufrían hacinamiento y miseria han sido derribadas y sustituidas por edificios menos inhumanos; hay más parques y jardines, canales, empresas y muchas mezquitas nuevas. Y a la línea 347 se ha sumado otra: la 61.

“La situación ha cambiado poco. París sigue estando a 15 kilómetros, pero todavía tardamos hora y media en llegar. Media hora de autobús, media de cercanías y media de metro”, explica Mariam Cissé, teniente de alcalde de Educación en Clichy desde 2008. “Es verdad que ha habido más inversiones, y que las asociaciones están más cerca de los ciudadanos, pero no se han resuelto los problemas. La crisis golpeó muy fuerte, y el paro, el trato de la policía a los jóvenes, la educación y los transportes han mejorado muy poco. Si ir a París es complicado, moverse por el 93 es una pesadilla. Todos esperamos el tranvía regional, pero solo llegará en 2023”.

"París sigue estando a 15 kilómetros, pero todavía tardamos hora y media en llegar" Mariam Cissé, teniente de alcalde de Educación en Clichy

La sensación que se tiene al llegar en metro al 93 desde el centro de París es que se llega a un país diferente. Y la impresión crece si se toma en hora punta el tranvía que añoran Cissé y sus vecinos. El 1 recorre media región a paso de caracol. Pare en la ciudad que pare, por la ventanilla se ve siempre un paisaje feo, sucio y hostil: las señales del gueto. Dentro, los vagones van atestados, huele a sudor y las caras mezclan tristeza y cansancio. Apenas se ven teléfonos móviles, nadie lee libros ni periódicos, y casi nadie valida su billete o su abono de transporte (el Navigo). El conductor ni siquiera controla si los pasajeros pagan, demasiado ocupado en no aplastar a la gente al cerrar las puertas. Pero a veces los viajeros, a diferencia de París, donde la regla es que nadie mira a nadie, saludan con un gesto de la cabeza al entrar.

El tranvía refleja la composición de las banlieues: subproletariado, muchísimos niños, pieles oscuras o muy oscuras, muy poca clase media. La gente viste ropa muy modesta, nada que ver con las boutiques obscenamente chic de la capital, que aquí no se llama París, sino Panamá. Es la Francia mestiza, la Francia paupérrima que sobrevive con el RSA (el subsidio social de 400 euros) y ya no fantasea con salir de la periferia. La reciente película Intocable, que cosechó tanto éxito, reflejaba esa realidad: para un joven negro de las banlieues, tener un buen trabajo en el centro de París no es un sueño, es un milagro.

Pero esto no significa que el 93 haya tirado la toalla. Al revés. La concejala ­Cissé, de 26 años, nacida en París de un mauritano y una senegalesa, decidió entrar en política durante las revueltas de 2005. Un primo suyo fue una de las víctimas de aquella noche. “Soy una niña de los suburbios”, cuenta Cissé, “pero ya en el colegio empecé a trabajar en asociaciones. Cuando estalló la guerra, entendí que había que hacer más para combatir la marginación. Unos reaccionaron con violencia; otros, con más compromiso”.

Un par de datos explican que Clichy sigue pareciéndose mucho a la de 2005. De sus 30.000 habitantes, 7 de cada 10 viven bajo el umbral de la pobreza, y hay un 40% de paro juvenil. Pero algunas cosas parecen estar moviéndose. “Antes de 2005, los jóvenes del 93 rara vez participaban en política, pero en este momento hay cientos de concejales municipales y regionales en activo”, explica el politólogo Gilles Kepel.

"En la puerta del colegio un cartel decía: 'Libertad, igualdad, fraternidad'. Pero eso es un chiste malo, solo para los ricos" Babalí, cantante del grupo de rap Killa Bizz

Kepel es uno de los máximos especialistas en las barriadas francesas. Profesor en Sciences-Po y especialista en islam, dirigió en 1987 la investigación Les banlieues de l’islam (Seuil), y en 2011 repitió con Banlieue de la République, un estudio de 2.000 páginas encargado por el Institut Montaigne, y con el ensayo Quatre-vingt-treize (Noventa y tres, ambos editados por Gallimard).

“Hay mucha gente en las barriadas como Mariam Cissé que ha decidido dar un paso adelante y luchar desde dentro del sistema para mejorarlo”, explica Kepel. “Eso ha evitado la explosión social y ayuda a disminuir el desarraigo y el resentimiento hacia la escuela. El islam piadoso, pese a lo que muchos piensan, es otro factor de estabilidad. Mejora la autoestima de los jóvenes que trafican porque les permite encauzar la culpa: ya no es de ellos, sino de Francia. Y contribuye al equilibrio del colectivo, porque hay muchas conversiones por bodas entre musulmanes y no musulmanes”.

Cissé, musulmana “privada”, trabaja codo a codo con el “alcalde coraje” de su ciudad, Claude Dilain, un socialista de 61 años, pediatra de formación, que lleva años denunciando que la “guetización” de la sociedad, como señaló el economista Éric Maurin en Le ghetto français (2004), es “una decisión política que favorece a las clases más pudientes porque les evita tener que convivir –y escolarizar a sus hijos– con los inmigrantes y los franceses más pobres”.

Uno de esos franceses es Fabien Ortiz. De 29 años, español de origen y director de cine –“he hecho tres cortos y ahora escribo mi primer largo”–, creció en el distrito 93 y es uno de los vecinos que ayudaron al fotógrafo catalán Arnau Bach a elaborar el reportaje en blanco y negro titulado Suburbia que ilustra estas páginas. Bach se ha sumergido a fondo en el 93: desde 2006 hasta el final de 2012 ha recorrido varias ciudades de la región “buscando los síntomas de una revolución social”. Según cuenta ahora desde Barcelona, no los ha encontrado. Pero su trabajo retrata desde dentro un universo complejo y cambiante, hecho de desempleo e infraviviendas, hip-hop y hachís, armas y rezos, humedad y miseria.

"La figura más detestada por muchos jóvenes es el asesor de orientación escolar, muy por delante de los policías" Gilles Kepler, politólogo

Ortiz explica ante un café la transformación de Saint-Denis: “Mis abuelos vivían en la sierra de Madrid y emigraron a Francia en los años cincuenta. Mi padre nació en Belleville, que entonces era un barrio español, y fue periodista de L’Humanité. Cuando yo tenía un año nos instalamos en Saint-Denis. Yo estudié en la escuela pública De Geyter y era el único europeo, con algunos portugueses y dos albaneses. Los demás eran africanos y árabes. Cuando era pequeño, la clase media convivía sin problemas con la gente más pobre. Pero poco a poco todo se fue degradando y la clase media se marchó. Ahora vivimos el modelo anglosajón del gueto: todos pobres, muchos parados, y la mayoría sobrevive gracias a los subsidios o a la economía local paralela”.

Ortiz ha citado ante la basílica de Saint-Denis a dos de sus amigos del gueto. Babalí y 2Peed Gonzales son raperos, tienen 33 años y se buscan la vida cantando y vendiendo sus discos por las estaciones de la línea 13 del metro. Se ríen cuando se les pregunta por la vigencia del lema de la República. “Sí, en la puerta del colegio ponía Libertad, igualdad y fraternidad, ¡pero eso es solo para los ricos, es un chiste malo!”.

La historia de los líderes del grupo Killa Bizz es muy similar: los dos estudiaron hasta los 16 años, los dos han trabajado en empleos duros y mal pagados, y los dos sobreviven hoy sin ayudas públicas. Tras salir escaldados de un fugaz paso por la industria del rap bling bling –“te ponen zapatos de Vuitton y te llenan de oro y de chicas desnudas”, se burla Babalí–, hace cuatro años decidieron que el futuro era la autogestión. Compraron un amplificador con cuatro horas de autonomía y se pusieron a rapear en los vagones. Ahora, el flaco y bromista Babalí, de origen maliense y senegalés, y el más formal Gonzales, originario de Guadalupe, presumen de tres cosas: de haber vendido 17.000 discos en la calle, de no haber votado nunca y de no acercarse a Panamá. “Eso es como irse de viaje, la gente del gueto no sale de aquí porque esto es más zen que París”, dice Babalí dando una calada a un canuto. “No se crea eso que dicen de la violencia y las drogas. Hay, como en todas partes. Pero en el 93 hay 88 nacionalidades diferentes y aquí no tenemos gánsteres. ¡Esos están en Panamá!”.

Mucha gente en la banlieue cree que el mayor problema es el sistema educativo. Babalí cuenta que en el colegio le ofrecieron ser aprendiz en una fábrica de PVC, pero que lo dejó al año. “Luego trabajé de noche tirando cables en el metro de Châtelet y en el aeropuerto de Roissy. Me echaron cuando Bin Laden hizo la locura de Nueva York. Entonces era barbudo y, aunque no hice nada, me mandaron a casa”.

Fabien Ortiz, que filmó la vida subterránea de estos dos raperos en el documental titulado Ah souhait, explica que “la gran invención igualitaria de la Revolución, la escuela pública y laica, es fuente de desigualdades y está marcada por un racismo social de base. Yo siento mucho rencor hacia la escuela pública”, cuenta. “Fui delegado de clase antes de entrar al Liceo y vi que la historia se repetía. Mi padre contaba que cuando quiso acceder al Liceo normal, porque era buen estudiante, a mi abuela le dijeron que mejor hiciera Formación Profesional. Eso sigue pasando. En los noventa había un chiste en el colegio: ‘Qué, electromecánica, ¿no?’. Solo nos querían como mano de obra barata. Nuestros padres nos dijeron que podríamos ser lo que decidiéramos, y cuando cumples los 15 la sociedad te contesta que solo puedes ser ocho cosas. Eso ha hecho mucho daño a la integración. La tele vendía un modelo de éxito, la escuela te daba el opuesto”.

Gilles Kepel confirma que “la figura más detestada por muchos jóvenes de Clichy es el asesor de orientación escolar, muy por delante de los policías”. Sus investigaciones explican cómo el viejo modelo, a medias gaullista y comunista, que aspiraba a construir una periferia laica, republicana y de clase media se fue desvaneciendo por sus propios fallos. Sobre todo, en la escuela.

“Los profesores vienen de provincias, no conocen los suburbios y no logran convertirse en referencias para los alumnos”, explica Fabien Ortiz. “Hay una gran rigidez y una incomunicación enorme. Pero los políticos siguen pensando que el problema es que faltan profesores. ¿Para qué traer más si el sistema está equivocado?”.

La teniente de alcalde Cissé confirma esa visión: “En Clichy no tenemos teatros ni cines, y hay un bar, pero solo van los hombres. La escuela tiene que mejorar, aunque yo estoy agradecida al sistema público porque me permitió ser una mujer autónoma. Hay mucho talento en los barrios y lo que hace falta es que las escuelas lo potencien”.

Jóvenes en el barrio parisiense de Bobigny en 2007.
Jóvenes en el barrio parisiense de Bobigny en 2007.Arnau Bach

El Gobierno socialista está ultimando una gran reforma del sistema educativo que pondrá el acento en la formación y proximidad de los profesores y en la renovación de la formación profesional. “Hace tiempo que sabemos que el sistema francés no va bien”, explica el ministro de Educación, Vincent Peillon. “Pero hasta ahora nadie se había atrevido a reformarlo, y tenemos un doble problema, de calidad de la enseñanza y de cantidad de profesores”.

Peillon explica que trabajará para cambiar el sistema de orientación escolar, aunque matiza que “en realidad es el modelo educativo lo que ha funcionado de forma injusta, porque ha dedicado menos recursos a las escuelas de los barrios pobres que a las de los más favorecidos. Intentaremos solucionarlo reequilibrando los recursos”.

Francia, con 12 millones de alumnos y un millón de profesores, tiene proporcionalmente la inversión en educación más baja de la OCDE. Durante la presidencia de Nicolas Sarkozy se perdieron 80.000 plazas en educación. El compromiso de François Hollande es crear 60.000 puestos en cinco años, incluidos 27.000 nuevos formadores de profesores. “En septiembre enviaremos a las zonas periféricas y rurales 9.000 nuevos profesores de primaria y secundaria”, promete Peillon.

Consciente de que el gran reto de la periferia es el desempleo, Hollande ha lanzado un programa llamado Empleos de futuro: el Estado subsidiará en dos años 100.000 contratos para menores de 25 años sin bachillerato, pagando el 75% del salario mínimo en los ayuntamientos y asociaciones y el 35% en el sector privado. Pero la aplicación en el distrito 93 está siendo muy lenta, según confirma Mariam Cissé: “El dinero no acaba de llegar”. A finales de abril, según Le Monde, solo se habían creado 17.347 de los 100.000 empleos de futuro prometidos. Y Trabajo reconoce que en Seine-Saint-Denis hay “enormes problemas”. A principios de mayo, el Gobierno solo había logrado firmar 165 contratos, frente a los 2.754 previstos para este año en el 93. Este tipo de anuncios no producen gran impresión en la periferia, como admite Fabien Ortiz: “Aquí sabemos bien que la política nos ha abandonado. Los comunistas están agotados, y los socialistas y la UMP se parecen demasiado. La forma más fácil de encontrar una identidad colectiva es hacerte musulmán o evangelista. La única religión francesa es el dinero y el individualismo”.

"Aquí hay 88 nacionalidades diferentes, pero no tenemos gánsteres. Esos están en Panamá [como llaman a París]" Babalí

Gilles Kepel coincide con esa visión: “El islam cotidiano ofrece refugios colectivos, moral individual y lazos sociales allá donde la República ha multiplicado sus promesas sin cumplirlas. Hoy, en Clichy-Montfermeil hay una docena de mezquitas que pueden albergar a 12.000 personas, y muchos padres no dejan a sus hijos ir a los comedores escolares porque no hay alimentos halal, lo que complicará la convivencia futura. Pero el islam ha tenido más éxito que la policía contra el tráfico de heroína que asoló los barrios en los años noventa”.

Frente a unas políticas públicas fallidas, el islam se ha constituido en el Estado social de la periferia. Kepel ayuda a entender esa idea: “En Francia conviven tres generaciones de musulmanes. La primera fue la daron, padre en argot. Eran hombres solos, sin sus familias, que llegaron en los sesenta. Para ellos el islam era una referencia cultural, bebían alcohol y hacían el Ramadán. Con la crisis de 1973 muchos se quedaron en paro y trajeron a sus familias. Sus hijos lanzaron en los ochenta el movimiento beur: los islamistas reclutaron a jóvenes para islamizar barrios comunistas. Ahí se vivió la primera oleada de construcción de mezquitas y la polémica del velo. Desde 2005 vemos la eclosión de los nuevos jóvenes: se sienten franceses y defienden la comida halal. La periferia ha pasado del cuscús al halal. Pero todos quieren formar parte de la sociedad, quieren integrarse”.

La evolución de la banlieue es “dinámica, paradójica y nada monolítica”, concluye el politólogo. Energía, talento, participación, lucha, pasión, humor, hachís, hip-hop, sentido colectivo, multiculturalidad, boom inmobiliario… La visita al 93 deja una pregunta en el aire: ¿no será esta República de los suburbios la verdadera Francia, la Francia moderna, la Francia del futuro?

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