Parma acoge al Verdi más español
Un ‘Trovatore’ pequeño y auténtico y un ‘Simon Boccanegra’ pretencioso y desenfocado completan los estrenos del festival dedicado al gran operista nacional italiano
Primero fue, en la inauguración del jueves, La forza del destino, cuyo libreto se inspira en el drama Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas. El sábado y el domingo ha sido el turno de Il trovatore y Simon Boccanegra, que parten de sendos dramas históricos de Antonio García Gutiérrez, ambos plagados de los excesos, venganzas, conjuras, truculencias y falsas identidades tan caros al Romanticismo. El Festival Verdi de Parma ha decidido hermanar este año las óperas del compositor italiano con un sustento literario español, lo que deja fuera a otras obras también ambientadas en nuestro país, como Ernani o Don Carlo, pero que tienen su origen en los dramas homónimos de Victor Hugo y Friedrich Schiller.
Parma es territorio verdiano por antonomasia, no solo por la cercanía respecto del lugar de nacimiento de Verdi, sino también por otras muchas razones. Aquí vivió desde muy niña, por ejemplo, Renata Tebaldi, una de las más grandes sopranos del siglo XX, y la función de La forza del destino del pasado jueves se dedicó expresamente a su memoria en el año en que se conmemora el centenario de su nacimiento. Una triple sesión celebrada en la Casa della Musica, confiada a los especialistas Marco Beghelli, Giuseppe Martini y Francesco Izzo (con la colaboración de la soprano Alessia Panza en las demostraciones prácticas), exploró el domingo por la mañana los aspectos angélicos, diabólicos y técnicos de su voz y su arte. En este mismo edificio se encuentra la sede del Istituto Nazionale di Studi Verdiani, el impulsor crucial de la lenta edición de la vasta correspondencia del compositor y un actor esencial de los estudios musicológicos sobre su obra, así como el museo dedicado a uno de los parmesanos —y verdianos— más ilustres: el director de orquesta Arturo Toscanini. Él fue justamente quien calificó la voz de Tebaldi de “voce d’angelo” en el concierto de reinauguración del Teatro alla Scala de Milán en 1946 tras su destrucción en la Segunda Guerra Mundial, o así ha prendido con fuerza en el imaginario colectivo, aunque Beghelli, con buenos argumentos, explicó que es posible que la frase de Toscanini haya sido levemente distorsionada con respecto a su sentido original.
El sábado por la tarde, el Festival se mudó por unas horas a la cercana localidad de Fidenza para ofrecer allí, en el Teatro Girolamo Magnani, una representación de Il trovatore, una ópera que simboliza como pocas ese Verdi central que, sin apartarse de la tradición, pero socavándola con grandes dosis de intuición y astucia, sabía conectar de inmediato universalmente con el público. Como escribió a su amigo Opprandino Arrivabene en 1862, nueve años después del estreno en Roma, “cuando vayas a la India o al interior de África, oirás Il trovatore”. En un importante congreso internacional dedicado a Verdi en el año 2001, al hilo del centenario de su muerte y celebrado justamente aquí en Parma (aunque hubo sesiones adicionales en Nueva York y New Haven), Edoardo Sanguinetti reivindicaba en la conferencia inaugural la grandeza de Il trovatore, tantas veces criticada por su histriónico argumento y su supuesto melodismo fácil o de baja estofa, apelando a la autoridad de Eugenio Montale o Alberto Savinio.
El primero, recordaba Sanguinetti, había polemizado con los “intelectuales de hoy” (los años cincuenta del pasado siglo) “que se avergüenzan de Puccini y prefieren el Falstaff al Trovatore”, afirmando sin ambages que “el Verdi más grande y más italiano es el del Trovatore (melodrama más que drama)”. Savinio, por su parte, calificaba esta última ópera de “la obra maestra de Verdi. En ninguna otra del resto de sus óperas es tan alta la inspiración. Ninguna otra puede vanagloriarse de cantos tan solitarios, tan puros, tan ‘verticales’. No se trata de invención melódica, ni de facilidad melódica, y tampoco de felicidad melódica, sino de cantos de un tipo singular, que abren una ventana repentina, por la cual el alma parte violenta y, al mismo tiempo, dulcísimamente hacia la libertad ilimitada de los cielos”. Savinio completaba su metáfora, rememorada en Parma por Sanguinetti, sosteniendo que “en ninguna otra ópera como en Il trovatore los cantos son cometas solitarias, que en medio de una extraña calma, en un cielo sin viento, ascienden sin trabas en la noche infinita”.
El diminuto teatro de herradura de Fidenza no permite grandes despliegues escénicos ni orquestales: una treintena de músicos de la orquesta local de Parma, la Filarmónica Arturo Toscanini, lograron acomodarse a duras penas en su exiguo foso. La embocadura del escenario es también mínima y, aun así, fue un Trovatore en conjunto muy superior a los que pueden verse en muchos teatros de campanillas. Todos fueron responsables a partes iguales. La propuesta escénica de Elisabetta Courir prescindió de todo lo accidental y, con una sobria y cuidada iluminación (que, en general, solo atenuaba en diferente medida la lobreguez del argumento) y un grupo de excelentes bailarines, consiguió lo imposible: que se olvidase lo disparatado de la trama y que todas las miradas se centrasen en los cuatro personajes principales. Su recurso a una suerte de doble de Leonora (una joven bailarina con un perfecto dominio de la expresión corporal), ya visto en numerosas ocasiones, funciona sorprendentemente bien, porque, sin abusar de él, lo reserva para los momentos en que puede aportar riqueza y sugerencias visuales. Al contrario que en La forza del destino, donde coro y solistas parecían abandonados a su suerte en la propuesta esteticista de Yannis Kokkos, aquí todos sabían qué hacer en cada momento, dónde colocarse, cómo moverse. El uso de una reducida gama de colores (blanco, negro, gris, apuntes aislados de rojo en la cuarta parte) o la omnipresencia de rústicos puñales abundan también en la eficacia de las sencillas soluciones que plantea la puesta en escena para lograr sostener lo insostenible. Aun en los momentos más imposibles (casi siempre que está Azucena de por medio o en las escenas bélicas), Courir sabe hacer de la necesidad virtud y su puesta en escena resulta coherente de principio a fin, sin genialidades (intentar rizar el rizo en esta ópera y con este argumento es garantía de despeñamiento), pero también sin chirridos ni excentricidades. Es difícil, con tan pocos medios, y en un espacio tan limitado, hacerlo mejor.
Otro tanto puede decirse de la dirección musical de Sebastiano Rolli, que con una orquesta de cámara (nueve violines, cuatro violas, dos violonchelos y un contrabajo integraban la sección de cuerda) logró también resultados mucho más brillantes que los escuchados los días anteriores en La forza del destino o el Réquiem. La ejecución estuvo muy lejos de ser perfecta, por supuesto, y hubo más de una pifia, pero en todo momento podía percibirse un genuino pulso teatral, una dirección que dejaba cantar sobre el escenario (a un metro escaso del podio), atentísima a las pequeñas ornamentaciones añadidas por los cantantes aquí y allá conforme a los códigos de la época. Rolli demostró conocer muy bien las coordenadas en que debe encuadrarse el melodrama romántico, que exigen flexibilidad, pero no abandono ni dejación, como pareció percibirse en algunos momentos de La forza del destino. Los instrumentistas, a un palmo de los cantantes, se entregaron a la tarea con ahínco y fue emocionante escuchar a dos trombones calentar motores, antes de la segunda parte, tocando al unísono la zarabanda de la Suite para violonchelo solo núm. 5 de Bach. Representaciones de este cariz debieron de ser habituales en los pequeños teatros que salpicaban la totalidad del territorio italiano en el siglo XIX y que se aprestaban a ofrecer las últimas novedades operísticas de los grandes compositores. Hay ocasiones, y esta fue una de ellas, en las que la veracidad es un valor mucho más deseable, y disfrutable, que la perfección.
Donde se alcanzó el nivel objetivamente más alto fue en la parte vocal. Como sustituta de última hora de Silvia dalla Benetta en el papel de Leonora cantó nada menos que Anna Pirozzi, demandadísima en los mejores teatros del mundo. La soprano napolitana compuso una Leonora intensa, sufriente, derrochando musicalidad, legato de alta escuela, respeto a la partitura, naturalidad y buena dicción en todas sus intervenciones: es difícil cantar mejor puntales del repertorio de soprano verdiana como “Tacea la notte placida” o “D’amor sull’ali rosee”. En un teatro tan pequeño puede apreciarse aún mejor la calidad de su instrumento, su riqueza de armónicos, su color homogéneo y su completísima técnica. Actuar no es quizá su fuerte y tiende al estatismo, pero la presencia de Sally Demonte, su joven doble (objeto de las atenciones del Conde de Luna y Manrico), la liberaba en este caso de exigencias escénicas para concentrarse en lo que mejor sabe hacer, que es cantar (sin excesos, sin gritos), y Verdi es, sin duda, uno de los compositores por los que siente una mayor afinidad.
Angelo Villari salvó también con nota el papel de Manrico, que ha dejado tantos cadáveres a su paso. Valiente, decidido, con un físico que es un cruce perfecto de Michael Fabiano y François-Xavier Roth, el tenor siciliano sorprendió a todos cantando el agudo no escrito al final de “Di quella pira”, casi una herejía en un festival que tiene a gala valerse de ediciones críticas (en este caso, la de David Lawton) y suprimir todos aquellos añadidos que tienen su origen en la tradición o en partituras espurias, no en la pluma de Verdi. También se agradeció escuchar a una voz plenamente adecuada para el papel, ya que, a pesar de la inteligencia musical de Gregory Kunde en su encarnación de Don Álvaro el pasado jueves, no transmitió en ningún momento la sensación de idoneidad para el papel (también física y escénica) que sí consiguió Villari, muy aplaudido al final de la representación.
Con todo, la sorpresa más agradable e inesperada de la tarde fue la del joven barítono polaco Simon Mechliński, que compuso un Conde de Luna extraordinario tanto en lo vocal como en lo escénico. No se arredró ni en sus dúos con Pirozzi (ya un nombre consagrado) ni en sus intervenciones en solitario, en las que hizo gala de un aplomo y una valentía inusuales a su edad. Su compleja escena y aria “Tutto è deserto ... Il balen dell suo sorriso ... Per me, ora fatale” invitan a augurar una gran carrera. También él fue muy justamente aplaudido, mientras que Enkelejda Shkosa (sustituta a su vez de última hora de la indispuesta Rossana Rinaldi) fue la única levemente contestada por parte del público, muy exigente aquí con las esencias verdianas. Presencia asimismo habitual en los grandes teatros (en Madrid la hemos visto en Madama Butterfly y Jeanne d’Arc au bûcher de Honegger y este verano cantó en la Il Trittico del Festival de Salzburgo), el único aspecto manifiestamente mejorable es su pobre dicción italiana, porque su voz —con un tiembre no siempre atractivo en todos los registros— posee empaque y personalidad. Acostumbrados también a Azucenas extravagantes o pasadas de rosca, la suya fue, en línea con el resto de los personajes, contenida y creíble. En Il trovatore hay pocas opciones de lucimiento más allá del cuarteto solista, pero los papeles de Ferrando, Inés y Ruiz estuvieron muy bien defendidos por Alessandro della Morte, Aida Ilaria Quilico y Davide Tuscano, respectivamente. Al final de la representación, bajo la lluvia que caía en Fidenza, las caras del público parecían denotar esa extraña satisfacción que se experimenta cuando un espectáculo operístico ha logrado remedar, al menos en parte, algunas de sus señas de identidad originales, generando emociones auténticas, veraces, sin rutinas ni salidas de tiesto, a pesar de que lo visto tenía mucho de puramente artesanal.
Tras las horas pasadas en el teatrito casi de juguete de Fidenza, el Teatro Regio de Parma, también de dimensiones modestas en comparación con los grandes templos de la ópera, parecía el Teatro alla Scala de Milán. La tercera ópera literaria en discordia, Simon Boccanegra, se presentaba en la versión original de 1857, la estrenada en Venecia, que se ha visto desplazada de los teatros casi sin excepción por la versión revisada de 1881, que no cuenta solo con múltiples modificaciones musicales, sino con un libreto reescrito en buena parte por Arrigo Boito, en lo que supuso la rampa de lanzamiento urdida por Giulio Ricordi para que Verdi renunciase a su retirada y nos regalara, con textos de quien acabaría siendo lo más parecido a un hijo adoptivo del compositor, sus dos últimas obras maestras: Otello y Falstaff.
Como declaró Francesco Izzo a este diario, el Festival Verdi de Parma se ha propuesto indagar en esas zonas de sombra apenas exploradas por otros teatros y, por más que exista consenso universal en que el segundo Simon Boccanegra es una ópera mucho más acabada y redonda que el primero, ¿quién puede resistirse a conocer lo que un Verdi plenamente maduro (atrás quedaban ya Rigoletto, Il trovatore y La traviata, por ejemplo) compuso inicialmente, al Simon Boccanegra original? El compositor introdujo ya modificaciones en una ópera inicialmente mal acogida mucho antes de las extensas revisiones de 1881, como sucedió en las primeras representaciones en Reggio Emilia, en 1857, y Nápoles, un año después. La ópera formo parte por los pelos del seminal estudio de Abramo Basevi (Studio sulle opere di Giuseppe Verdi, 1859), que se mostró extremadamente crítico con el libreto: confesó haber tenido que leerlo hasta seis veces para poder entenderlo. Y no puede ser casual que Verdi concentrara su revisión en varios de los aspectos señalados por Basevi, como la aparición del “Inno al Doge” hasta en cuatro ocasiones, la pobreza musical de la cabaletta que pone fin al dúo de Gabriele y Fiesco (“Paventa, o perfido Doge”), que quedaría suprimida, o la fiesta del final del primer acto en una plaza de Génova, convertida por Boito en una reunión de un cariz marcadamente político en la cámara del Consejo.
Las buenas intenciones del festival se han visto aguadas en gran medida por una de las peores direcciones de escena vistas en los últimos años, firmada por Valentina Carrasco, independizada de La Fura dels Baus y heredera de sus peores y más fácilmente reconocibles defectos. Es difícil describir todos los dislates que van pasando por el escenario. Los personajes parecen salidos alternativamente de una película de Aki Kaurismäki (aunque sin una gota de su acidez), de un episodio de Los Soprano en su cutre tapadera logística (sin un ápice de su talento psicológico y dramático), de la segunda temporada de The Wire (sin asomo alguno de su vitriolo) o, en la fiesta del primer acto (suprimida en la versión de 1881), de una producción de L’elisir d’amore montada por los estudiantes de un instituto, con el consabido cartel didáctico de “Viva Simone” para echar una mano a los más despistados. Parte del público se escandalizó y gritó sonora y largamente al alzarse el telón del segundo acto y verse colgados varios cuerpos de animales desollados, a la manera de un matadero. Pero lo escandaloso no eran esos animales falsos, pintados de rojo para simular sangre: lo spaventevole, por utilizar una rotunda palabra italiana, era la falta de ideas, la nula dirección de actores y la destrucción sistemática de la esencia dramatúrgica última de esta ópera de Verdi.
Trasladando la acción a una moderna zona portuaria (uno de los vídeos proyectados muestra imágenes de Génova, el lugar original en que se desarrolla la acción) y a un matadero que debe de formar parte de ella, Carrasco parece que pretende simbolizar el carácter sanguinario del régimen de Simon Boccanegra (el número de animales colgados crece al comienzo del tercer acto, tras el supuesto enfrentamiento con los rebeldes), aquí convertido en un personaje gris y poco creíble como mandatario de nada. Pero el truco de la argentina, de puro elemental, no le funciona, salvo para enfurecer los ánimos de los más tiquismiquis. La crucial anagnórisis entre padre e hija en la primera escena del primer acto resulta casi risible, por lo torpísimamente resuelta que está, la aparición de Boccanegra bebiendo vulgarmente de una petaca (que debe de contener el veneno vertido por Paolo) en el último acto acaba de privarle de cualquier atisbo de grandeza que pudiera quedarle y la ocurrencia de convertir a Amelia en una especie de florista dentro de un contenedor amarillo roza el esperpento, al igual que el desfile de trajes y vestidos blancos del final. Llegado el momento, Carrasco y su equipo (el vestuario de Mauro Tinti es atroz y la iluminación de Ludovico Gobbi, torpísima) fueron abucheados con saña por gran parte del público, a lo que ella respondió orgullosa (exactamente igual que Calixto Bieito en idéntico trance tras el estreno de Tristan und Isolde en la Staatsoper de Viena) dibujando un corazón con las dos manos: debe de ser un código compartido para agradecer los vituperios del público con una sonrisa ufana. Un escándalo más para llevarse a casa y esperar la llamada de otros teatros que piquen el anzuelo.
Por suerte, la parte musical, aunque lejos de ser modélica, rayó a un nivel muy superior. Parte del mérito le corresponde a Riccardo Frizza, que hizo sonar muy bien a la Filarmónica Arturo Toscanini (reforzada por la Orchestra Giovanile della Via Emilia), aunque pudo haber cargado más las tintas en los colores oscuros de la orquestación, ya presentes en la versión de 1857, aunque mucho más acentuados en la de 1881. Nada podía contrarrestar, sin embargo, los delirios y desatinos de la puesta en escena, que han debido de afectar no poco a los cantantes y al propio Frizza, un magnífico director belcantista aquí algo desplazado del territorio que mejor domina.
El cantante más destacado del reparto fue, sin duda, el bajo Riccardo Zanellato, que ya había dado muestras de sus tablas, sus esencias de cantante clásico y su buen hacer en el Réquiem del pasado viernes. Sin la sobriedad de entonces, y sorteando como pudo las incongruencias dramatúrgicas a que se ve abocado por la puesta en escena, ya desde “Il lacerato spirito” en el Prólogo fue el que mejor supo traducir la peculiar tinta de esta ópera, pródiga en voces graves y en ambientes lóbregos. Zanellato eclipsó también en los dúos a todos cuantos cantaron a su lado y, a pesar del vestuario, fue el único que logró imbuir cierta credibilidad a su personaje.
El barítono búlgaro Vladímir Stoianov dibujó un Simon Boccanegra falto de grandeza, por hechura vocal y por una actuación casi siempre insípida, aunque no le ayudaba la caracterización de Carrasco como una suerte de Tony Soprano venido a menos. En su línea de canto, como ha sido moneda corriente estos días en todos los intérpretes de Europa del Este, predomina el control técnico sobre el afán de expresividad. Roberta Mantegna empezó muy nerviosa y, al igual que sucedió con el resto del reparto en general, logró ganar varios enteros en la segunda parte. En su exigentísima cabaletta del primer acto, “Il palpito deh frena”, suprimida de la versión de 1881, mostró debilidades que luego se vieron confirmadas: en general, parece una cantante con posibilidades, pero con una técnica aún sin depurar y una presencia escénica en exceso dubitativa.
Piero Pretti fue un Gabriele voluntarioso, pero tampoco supo sacar las mejores esencias de su personaje, ni en sus dúos con Amelia ni en su posterior confabulación con Fiesco. Con un canto fácil y espontáneo, pero una voz de timbre algo nasal, no siempre grato, y falta de brillo en los agudos, hubo también de sobreponerse como pudo a los dislates de la puesta en escena, que terminó con las grúas del puerto convertidas en grandes focos que iluminaban el patio de butacas al tiempo que se daban a conocer las primeras proyecciones de los resultados de las elecciones generales en Italia. Luz de mentirijillas en la ópera más fosca de Verdi y en el día más negro de la reciente historia de Italia: partes de la Emilia Romaña, la cuna del compositor, son casi la única y tímida excepción rossa en un mapa dominado por un azul sobrecogedor.
Babelia
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