Aciertos y deslices en el Festival de Salzburgo
Un impactante ‘Jakob Lenz’ de Wolfgang Rihm y la gran dirección escénica de Christof Loy en ‘Il Trittico’ de Puccini compendian lo mejor de la semana en la gran cita musical austriaca
Wolfgang Rihm compuso Jakob Lenz, su segunda ópera, con veinticinco años, la misma edad que tenía Mozart cuando estrenó su Idomeneo. Sería inútil buscar otras muestras de una conjunción semejante de talento y precocidad en la historia del género, porque no las hay. Rihm, septuagenario desde marzo, está siendo objeto de un homenaje en el Festival de Salzburgo, cuyo director artístico, el pianista Markus Hinterhäuser, es un admirador de larguísimo recorrido del compositor alemán: como gestor y como intérprete. En los tres conciertos programados, su Vigilia ha sonado el pasado sábado hermanada con Las siete últimas palabras de Nuestro Salvador en la Cruz de Haydn. Rihm jamás desentonará al lado de los más grandes. Este domingo, el tríptico conmemorativo va a cerrarse con la interpretación al completo de su ciclo Chiffre, una serie de piezas capitales de su catálogo para distintas formaciones instrumentales que se han confiado nada menos que al Klangforum Wien.
Entre uno y otro, el pasado miércoles, Jakob Lenz ha vuelto a impactar como una desasosegante bomba emocional en el público que llenaba la Gran Sala del Mozarteum de Salzburgo. Pocas veces puede verse a todos los espectadores puestos en pie —sin excepción— prorrumpiendo en aplausos tan largos, sinceros, intensos y unánimes como los que recibió Rihm, presente en la sala en su silla de ruedas y ataviado con su eterna gorra. El músico alemán lleva años batallando contra la enfermedad y se encuentra muy mermado físicamente, pero verlo en un lateral del patio de butacas escuchando su antigua creación juvenil, casi medio siglo después de que viera la luz en Hamburgo, redoblaba la admiración por esta ópera de cámara que te agarra del cuello en el primer compás, con la misteriosa entrada de los tres violonchelos, tocando en pianissimo, con sordina y sul ponticello (pasando el arco muy cerca del puente), un tritono con una lacerante disonancia de segunda añadida, y no te suelta hasta el último, en el que vuelve a sonar idéntico acorde con los mismos instrumentos, esta vez sul tasto (pasando el arco sobre el mástil). Es como si la locura de Lenz quedara simbolizada tanto al principio como al final en ese desplazamiento del arco lejos y a un lado y a otro del punto de la cuerda (la cordura) en que esta puede vibrar en plenitud y con toda su riqueza natural de armónicos.
Ya recordó el propio Rihm en su día que “ópera de cámara” no significa “ópera pequeña”, del mismo modo que un cuarteto de cuerda no es en absoluto menor que una sinfonía: el tamaño no importa. Jakob Lenz es una ópera mayor, una de las más grandes, sin ninguna duda, del siglo XX, y así lo atestigua su ininterrumpida historia de éxito en todo el mundo. Inspirada libremente en el fragmento en prosa Lenz, de Georg Büchner, es fácil trazar con ella un triángulo perfecto cuyos otros dos vértices serían Die Soldaten, de Bern Alois Zimmermann, que parte de la obra homónima de Jakob Lenz, y Wozzeck, de Alban Berg, cuyo sustento literario fue el drama de Büchner, un amasijo desordenado de cuartillas tras su muerte prematura que acusa a su vez con fuerza la influencia de la “comedia” soldadesca de su compatriota. El escritor se convierte en protagonista casi único de la ópera de Rihm, que se enfrentó al reto de retratar una mente enferma, partida en mil pedazos, quebrada como se quebrarían luego las de Friedrich Hölderlin, Robert Schumann (tan admirados los dos por Rihm) o Robert Walser.
Jakob Lenz requiere únicamente el empleo de once instrumentistas: dos oboes (uno de ellos dobla con corno inglés), clarinete/clarinete bajo, fagot/contrafagot, trompeta, trombón, percusión, clave (un guiño para establecer un elemento coetáneo con la época en que vivió realmente el protagonista) y los ya referidos tres violonchelos. Un sexteto vocal (parejas de sopranos, contraltos y bajos) no hace en ningún caso las funciones de coro, ni de ningún personaje secundario, sino que representa las voces que escucha, o cree escuchar, Lenz dentro de su mente dislocada: el sonido de los árboles o las montañas que le hablan, seres humanos que ve o cree ver cuando se escapa de la casa de Oberlin. Lo mismo sucede con las intervenciones de dos o cuatro niños (en Salzburgo ha sido un cuarteto, lo que sirve sin duda para reforzar y asegurar la afinación), espejismos sonoros que arrojan una extraña e inocente luz en medio de tanta negrura. Aparte de sus incursiones en la naturaleza, Lenz solo se relaciona con el pastor Johann Friedrich Oberlin, que lo acoge en su casa, y de su amigo Christoph Kaufmann, que acude a visitarlo. Es su presencia la que nos revela el trastorno de un hombre que, de lo contrario, estaría en silencio, recluido en sus propios abismos: “Lenz está siempre perturbado”, ha escrito Rihm, y es la cercanía de otros —real, recordada o imaginada— la que brinda la sustancia del drama y, a partir de aquí, de la ópera.
Oír cantar a Georg Nigl la ópera Jakob Lenz es una experiencia imposible de olvidar. Cuando representó el personaje en el Festival d’Aix-en-Provence, en un montaje duro pero excepcional de Andrea Breth (que este año, en cambio, ha errado el tiro en el mismo escenario con su Salome de Richard Strauss), ya asestó a todos los espectadores un doloroso puñetazo en el estómago, transmitiendo de un modo insuperable el desamparo, el desarraigo y los desvaríos del escritor. Podría pensarse que una versión de concierto no podría igualar o acercarse a las emociones de entonces y, sin embargo, lo vivido el miércoles en el Mozarteum se sitúa muy cerca de lo experimentado en el Grand Théâtre de Provence hace tres años. Gran parte de la responsabilidad es del barítono austriaco, que ha logrado una simbiosis tal con su personaje (y con el escritor real que inspiró a Büchner y este a Rihm y a su libretista Michael Fröhling) que borra por completo cualquier sombra de artificio: aun sin decorados, ni vestuario, ni iluminación, nadie podía dudar de que quien se mostraba indefenso y roto ante nosotros no era un cantante que se hacía pasar por Jakob Lenz, sino que era el propio escritor.
La tarea no es fácil, sobre todo musicalmente, porque Rihm reserva para su protagonista una tesitura imposible, superior a dos octavas (desde un Mi grave hasta un Sol agudísimo), y todo tipo de técnicas de canto, del más o menos convencional al Sprechgesang o al puro recitado y la declamación rítmica, con todas las posibilidades intermedias (grito desaforado, falsete extremo —también hablado—, lamento, soliloquio, susurro, flujo alterado de conciencia) y en todas las dinámicas imaginables. Aunque tenía la partitura, Nigl apenas necesitaba mirarla: ha cantado el papel con frecuencia y tiene interiorizadas desde la primera nota hasta la última, como puede constatarse en la producción de Andrea Breth, que se grabó en el Théâtre de La Monnaie de Bruselas. Repetía, como en Aix-en-Provence, John Daszak como Kaufmann y se mostró tan sólido y profesional como siempre, aunque con una tendencia excesiva a cantar demasiado fuerte, sin la infinita capacidad para matizar de su compañero, mucho más fiel a la partitura). Damien Pass, en cambio, fue un modélico y empático Oberlin y, si bien comparte en buena medida registro con Lenz, su claro timbre de bajo servía para diferenciar muy bien las intervenciones de los dos personajes: el paciente y su cuidador.
Mucho tuvo que ver en el excepcional nivel interpretativo alcanzado la prestación de Maxime Pascal y su grupo Le Balcon. Empapado como si saliera del agua al final del concierto por el tremendo esfuerzo de concentración desplegado, el director francés impartió una lección de cómo debe dirigirse el repertorio contemporáneo: con fe, con entrega absoluta y marcando con total precisión las entradas en una partitura complejísima, al tiempo que dejando a instrumentistas y cantantes el imprescindible espacio de libertad para recrear notas y palabras. También supo transmitir el sabor arcaizante de la Quasi Sarabande en la introducción instrumental de la novena escena o del coral de la undécima, o resaltar la cita de las Kinderszenen de Schumann al final de la séptima. Fue especialmente meritoria la labor de los tres violonchelistas, exigidísimos de principio a fin, y del formidable percusionista (innominado en el programa de mano). Magníficos también los seis cantantes (sobre todo Parveen Savart, que encarna in absentia a Friederike, el antiguo amor de Lenz, o a su recuerdo, en la novena escena), los cuatro niños y Alain Muller al clave. Una indicación de Rihm en el primer compás de la séptima escena da idea del talante con que compuso esta ópera: sobre el primer acorde arpegiado del clave escribe entre paréntesis: “(quizá con registro de laúd)”. Muller eliminó el “quizá” y lo que canta Lenz inmediatamente a continuación es lo más cerca que se sitúa Rihm del Wozzeck de Alban Berg, trazando con ello una clara línea de parentesco entre los dos vértices del triángulo imaginario que forman ambas obras con Die Soldaten. Fue una tarde de gloria para Wolfgang Rihm y hora y cuarto de angustia para sus conmocionados espectadores.
El concierto del jueves por la tarde en la Grosses Festspielhaus tuvo, por el contrario, poca historia, y no por falta de atractivo del programa: la Rapsodia para contralto de Brahms y la Novena Sinfonía de Bruckner. Dos obras personalísimas compuestas por quienes fueron presentados como adalides de dos maneras casi antagónicas de concebir la creación musical en la segunda mitad del siglo XIX, una rivalidad más fabricada que real. Tampoco puede ponerse un solo pero a la cantante elegida, la mezzosoprano letona Elīna Garanča, que posee una de las voces de mayor atractivo y calidad de su cuerda. Las fallas se concentraron en la batuta casi siempre previsible de Christian Thielemann, fosilizada en una estética que debe de convencer solo a sus incondicionales: un pequeño grupo de espectadores se empeñó en no dejar de aplaudir —en plena retirada generalizada del público y con la orquesta ya fuera del escenario— hasta que el director alemán salió a saludar hasta tres veces en solitario.
La profunda emoción contenida que dimana de la obra de Brahms, fruto de una extraña mezcla de tristeza y esperanza, estuvo por completo ausente en una versión gélida, dirigida por Thielemann sin batuta y cantada por Garanča con máxima corrección, pero sin un solo gramo de emoción, quizá contagiada por una dirección carente de misterio, tensión, trascendencia y mortecina desde el comienzo mismo de la introducción Adagio. Brahms tiene un hueco dentro del raquítico repertorio de Thielemann, pero nunca ha mostrado una gran afinidad con su lenguaje. Pero tampoco Bruckner, una de sus supuestas especialidades, y ya batuta en mano, hizo elevar la temperatura emocional de la tarde, y eso que hay pocas obras que revelen con mayor intensidad la desesperación y las dudas de un ser humano. Salvo el último clímax del tercer movimiento, bien planteado y soberanamente ejecutado por la Filarmónica de Viena, el resto de la interpretación fue externa, epidérmica, impersonal, pura acumulación de sonidos sin tensión real y, sobre todo, sin cercanía, sin ese desgarro por momentos salvaje y sabiamente graduado que había caracterizado la interpretación de Jakob Lenz. En esta sinfonía incompleta de Bruckner hay también mucho sufrimiento, muchas preguntas, mucha desolación, pero el sobrevalorado Christian Thielemann —que derrocha autoridad en el podio a la vez que prodiga una actitud claramente autoritaria— no supo o no pudo ahondar en estos abismos. Todo quedó reducido a una soberbia exhibición orquestal de unos músicos tan extraordinarios como obedientes y que, por sí solos, no pueden hacer milagros.
El viernes se estrenaba uno de los grandes platos fuertes de esta edición del festival, una nueva producción de Il Trittico, la trilogía de óperas breves de Giacomo Puccini estrenada en la Metropolitan Opera de Nueva York en 1918. La presencia de la soprano Asmik Grigorian interpretando los tres principales personajes femeninos y la dirección escénica de Christof Loy acaparaban todo el interés. Ninguno de los dos falló, pero sí algunos otros elementos esenciales de la triple ecuación, fundamentalmente la dirección musical de Franz Welser-Möst, errada y fuera de estilo de principio a fin.
El director austriaco (su presencia en una nueva producción tan ambiciosa solo se comprende —y no es la primera vez que sucede en Salzburgo— como el pago del debido peaje nacional, o nacionalista) confirma desde el principio mismo de Gianni Schicchi (elegida en esta ocasión para abrir el tríptico) que es incompatible con cualquier rasgo de italianità y casi podría decirse que también con cualquier muestra de sensualidad, de improvisación o de abandono. En su dirección todo es rígido, controlado, insulso, previsible, aburrido. Tampoco cuida a los cantantes que, poseedores de una voz con poco volumen, luchan por hacerse oír por encima de la orquesta. El humor de Gianni Schicchi brilló por su ausencia en el foso, mientras que el desgarro de Il tabarro y las dos mitades casi antagónicas de Suor Angelica tampoco encontraron plasmación en la prestación orquestal de la, una tarde más, extraordinaria Filarmónica de Viena. Era imposible no imaginar cómo podría haber sonado, y con qué adecuación estilística, si a su frente hubiera habido una batuta verdaderamente sabia e idónea: Antonio Pappano o Nicola Luisotti, por no alargar en exceso la lista. Si en otros repertorios puede dar el pego (como en la Salome o la Elektra de Strauss de los últimos años), aquí han quedado al descubierto todas las carencias de Welser-Möst, sin disimulo posible. Algo parecido estamos condenados a padecer el próximo 1 de enero, cuando el austriaco regrese al lugar de los crímenes perpetrados en la Musikverein en 2011 y 2013.
Christof Loy, en cambio, acierta en todo, sobre todo porque en óperas tan breves, y con una sustancia dramática muy concentrada y de desarrollo efímero, inventar puede salir muy caro. Su tendencia cada vez mayor a escenografías limpias, esenciales, despojadas de todo elemento innecesario (su genial Così fan tutte casi improvisado aquí en Salzburgo en la atribulada edición de 2020 fue la máxima expresión de cuánto puede conseguirse con muy poco), se acentúa en estas tres óperas con tinte y planteamientos dramáticos tan diversos. Un enorme dormitorio con una cama flanqueada por dos candelabros y un puñado de sillas para Gianni Schicchi; una gabarra situada oblicuamente y unas estilizadas lámparas callejeras que crean una perspectiva de profundidad formando un ángulo de 90 grados con la línea que dibuja la embarcación para Il tabarro; y una estancia común de un convento, con tan solo una puerta y una ventana, unas cuantas plantas en macetas en un rincón y un puñado de mesas y sillas al fondo para Suor Angelica. Con una sabia iluminación que nos ayuda a trasladarnos visualmente a Florencia, a París y a un spatium conclusum de un lugar y época indeterminados, Loy tiene todo cuanto necesita para generar los tres marcos en que mover a los cantantes, algo que hace con absoluta maestría.
Los parientes que velan el cadáver de Buoso Donati mientras comen todos ávidamente un plato de pasta despierta la primera sonrisa en Gianni Schicchi, donde Loy introduce tan solo leves pinceladas humorísticas: apagar las velas de los candelabros a modo de venganza, amenazar visualmente al cadáver de cuerpo presente o deshacerse de él cuando llega inopinadamente el médico escondiéndolo debajo de la cama, la misma en la que se abrazarán bajo las sábanas Rinuccio y Lauretta durante el recitado final de Schicchi. Todos los movimientos de los familiares antes de conocer el testamento, durante su lectura y durante el dictado del nuevo en presencia del notario son perfectos y se notan ensayados minuciosamente, aunque no todos los cantantes demostraron iguales dotes actorales. Aleksei Nekliudov, por ejemplo, tendió a la torpeza, mientras que Lavinia Bini y Caterina Piva (dos de los únicos tres integrantes italianos del reparto) cantaron y actuaron admirablemente, con la misma soltura con que lo hizo el barítono barcelonés Manel Esteve, plenamente convincente como Betto di Signa.
En general, brilló más el reparto femenino, aunque el italiano de Enkelejda Shkosa, como Zita, es manifiestamente mejorable. Misha Kiria, el bajo georgiano que cantó el personaje de Gianni Schicchi, no hizo nada mal, pero tampoco dejó ninguna frase o momento memorable. Le faltó personalidad, astucia y desparpajo para perfilar la complejidad de su personaje, que consigue tan solo esbozar. En el papel más reducido de los tres que asumió, y el que peor encaja con sus características vocales por ser abiertamente lírico, Asmik Grigorian compuso una Lauretta algo más anodina de lo deseable, aunque Gianni Schicchi es una ópera coral en la que la responsabilidad está muy compartida. Situarla en primer lugar tenía la ventaja de permitir que la velada fuera creciendo en intensidad dramática, facilitando sobre todo el lucimiento cada vez mayor de Asmik Grigorian. También, ya que Dante es un eje conceptual esencial en esta edición del festival, planteaba una secuencia idéntica a la Commedia: el infierno que aguarda a los codiciosos familiares del Buoso Donati (y al propio Gianni Schicchi, que se preocupa de que su hija no esté presente durante la farsa del testamento, para eximirla de todo mal), el purgatorio en el que parecen condenados a esperar eternamente una vida mejor los protagonistas de Il tabarro y el paraíso que se vislumbra en el milagro final de Suor Angelica. La desventaja más evidente es, sin embargo, que el parlamento final de Gianni Schicchi, y su petición al público para que le conceda la atenuante, parece un final pensado no solo para su comedia, sino para el conjunto del Trittico. Reubicarlo antes del primer intermedio le priva quizás del sentido dramático original buscado por Puccini.
La joven e inocente Lauretta de Gianni Schicchi da paso en Il tabarro a Giorgetta, una mujer asfixiada en un matrimonio herido de muerte por el desamor y por la pérdida de un hijo. Es la pieza más convencionalmente verista de la trilogía y en la que, al igual que en la comedia anterior, Asmik Grigorian no tuvo sobre el escenario a ninguna voz de su talla: cuando ella cantaba, y aquí lo hace mucho más que en Gianni Schicchi, la calidad subía varios enteros. Christof Loy apenas inventa nada, salvo introducir a una serie de bailarines que funcionan muy bien en la extensa presentación inicial de los personajes y sus circunstancias a orillas del Sena. La dirección musical volvió a adolecer de falta de fluidez, a pesar de que Welser-Möst, incapaz de entender que esta música exige cintura y una constante adaptabilidad, no para de bracear, casi siempre con pocas consecuencias prácticas. Con el austriaco, todo está más o menos en su sitio, al tiempo que nada llama la atención y raramente abandona los tonos grisáceos.
Tampoco hizo gran cosa el director austriaco por facilitar la audibilidad del Luigi de Joshua Guerrero, un tenor mexicano con poco volumen y proyección deficiente. Mucho mejor estuvo el barítono ruso Roman Burdenko, un Michele con empaque y buena línea de canto, aunque casi siempre abrumado por la orquesta y eclipsado por Grigorian, aquí una mujer rubia de tinte barato y con muchas más posibilidades para lucir sus numerosos talentos como actriz: cada gesto, cada movimiento (también baila, y lo hace muy bien, aunque de un modo diferente a como lo hacía en la Rusalka del Teatro Real) transmite de inmediato una emoción cercana a los espectadores. Situada en el centro, Il tabarro hace casi las veces de transición entre la comedia coral de Gianni Schicchi y el drama concentrado y unipersonal de Suor Angelica, al tiempo que refuerza con ello su condición simbólica de purgatorio de unos personajes abandonados a un destino miserable.
Llovía con ganas en el segundo intermedio, por lo que los asistentes al estreno, de nuevo con sus mejores galas, hubieron de quedarse atrapados en el interior, como los burgueses de El ángel exterminador. Cuando subió el telón de la última parte de Il Trittico, antes de que empezara a tocar la orquesta podía verse a dos monjas jugando y riendo alegremente, un breve prólogo sin música que contrastaba casi brutalmente con el drama que se viviría en ese mismo espacio poco después. Una vez más, Loy impartió una lección de movimiento de cantantes (todas mujeres en este caso) en las escenas iniciales. Entradas, salidas, cambios de lugar, interacción entre personajes: todo está perfectamente coreografiado. La llegada de la princesa, tía de Suor Angelica, lo cambia todo. Aquí sí que tuvo por fin Grigorian frente a frente a una cantante de su talla, la gran soprano finlandesa Karita Mattila, que tuvo que echar mano de valor y veteranía para cantar un papel demasiado grave para su voz. Su edad la ha condenado a cantar papeles menores, pero ese exilio obligado no debería llevarle a abordar personajes poco acordes con su tipología vocal.
Su pelo rubio al descubierto, sus grandes anillos en ambas manos, su collar de perlas, sus zapatos de tacón o sus ostentosos pendientes se perciben de inmediato visualmente como una súbita intrusión en el entorno monástico. Mattila refuerza muy bien, porque siempre ha sido una gran actriz, la altivez del personaje, su desprecio, y el diálogo entre tía y sobrina fue, sin duda, el momento dramáticamente más poderoso de toda la tarde. Grigorian sabía que había llegado por fin su momento de gloria, reservado justo para ella, y no desaprovechó un solo segundo de los que le concede Puccini para erigirse —como estaba escrito— en la gran triunfadora de la velada.
Loy le ayuda con un hallazgo genial, como es despojarla al final de su hábito y su toca y hacerle recuperar el aspecto que tenía cuando cometió, siete años atrás, su pecado nefando. Fumando, con tacones, con un vestido negro corto ceñido, su metamorfosis recordaba inevitablemente a la que experimenta otra monja, la protagonista de la película Ida, de Paweł Pawlikowski, centrada asimismo en otro encuentro fatídico entre tía y sobrina. Su suicidio y el reencuentro milagroso con su hijo en un paraíso que Loy deja en manos de nuestra imaginación (el canto de las monjas llega desde fuera de escena y tampoco hay, por fortuna, noticia visual de la Madre delle Madri) son tratados por el director alemán con una asepsia que Grigorian, con su voz, su canto, su intensidad y su actuación natural y creíble, llena de emoción y expresividad.
En su mínimo cometido, otra cantante-actriz de muchos quilates, la veteranísima Hanna Schwarz, encarnó a la abadesa y Enkelejda Skosa (La Frugola en Il tabarro y aquí la hermana celadora) volvió a dejar constancia de sus buenas maneras como cantante y su deficiente italiano. Los saludos finales estuvieron sorprendentemente mal organizados, sobre todo cuando aparecieron en el escenario los cantantes de las óperas anteriores y allí no sabía nadie muy bien dónde colocarse. Welser-Möst tuvo suerte de tener que compartir los aplausos con la Filarmónica de Viena, a la que nadie osaría jamás abuchear, mientras que Loy y su equipo escénico sí recibieron las aclamaciones unánimes del público. Lástima que aquí no contara con repartos tan bien elegidos y directores musicales tan idóneos como los que pudo disfrutar en Madrid tanto en Capriccio como en Rusalka.
Recordando las tres óperas (o las cinco, según se mire) de estos últimos días en Salzburgo, y rememorando bajo la lluvia al final de Il Trittico el desatino del pasado martes en la Felsenreitschule, era imposible no pensar cómo habría podido ser un programa doble integrado por El castillo de Barba Azul y Jakob Lenz, dos títulos llamados a entenderse y a reforzarse mutuamente, por disímil que sea la fisonomía externa de una y otra. O, al hilo de la contestada presencia de Teodor Currentzis en Salzburgo, dadas sus probadas conexiones con Putin y su régimen, cuánto más podría haberse avanzado en dónde situar los límites de lo que alguien ha bautizado estos días con acierto como los “patrocinios tóxicos”.
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