El Festival de Salzburgo invita a pasar una temporada en el infierno
En la inauguración oficial de la gran cita austriaca, un concierto de apariencia humilde acierta en todo, mientras que un ambicioso espectáculo operístico se convierte en una experiencia frustrada y tediosa
Dante Alighieri y su Comedia, y de manera muy especial su Infierno, se encuentran detrás de no pocos espectáculos de la actual edición del Festival de Salzburgo. A la espera del futuro, nuestro infierno actual —y pasado— son las guerras, y la que se libra en Ucrania desde hace cinco meses también se deja sentir con fuerza estos días en la ciudad natal de Mozart. En la conferencia inaugural del festival, el martes por la mañana, Ilija Trojanow, el escritor y ensayista de origen búlgaro afincado en Viena, tituló su texto El sonido de la guerra, las tonalidades de la paz. Y se refirió a Valeri Guérguiev, excluido de este y de muchos otros festivales europeos por su abierta connivencia con el régimen de Vladímir Putin, como “el gran especulador”, protegido también por “los bancos mafiosos de su país”. No hubo, en cambio, palabras para Teodor Currentzis, que había de dirigir el primer gran espectáculo operístico del festival pocas horas después en el mismo escenario, la Felsenreitschule, y al que muchas voces han pedido durante los últimos meses apartar también de la programación por los vínculos económicos de sus grupos con uno de esos bancos amparados por el régimen ruso. El arte, afirmó Trojanow, es politonal. La guerra, en cambio, es reductiva, “enmaraña el entendimiento”, y el lenguaje de la guerra, que es el que hablamos sin remedio desde febrero, impele a responder a las preguntas con tan solo un “sí” o un “no”. Se han perdido las ambivalencias, los matices, los claroscuros.
No había que hacer nada para que Jedermann, de Hugo von Hofmannsthal, que marca desde 1920 el inicio de cada nueva edición del festival, se adecuara al tema de este año, pues cuenta con Dios y el Diablo entre sus personajes. Más novedosa será la lectura ininterrumpida de toda la Comedia de Dante a cargo de siete actores desde las siete de la tarde del 15 de agosto, remedando así experiencias similares en 2017 (El hombre sin atributos) y 2018 (Ulises). También en agosto, en tres semanas consecutivas (los días 12, 19 y 26), se celebrará un simposio en torno al magnum opus de Dante, en el que participarán literatos, filósofos, artistas y científicos. Además de obras de teatro que abordan temas relacionados, literal o simbólicamente, con el infierno, una exposición en la Karl-Böhm-Saal muestra los 34 dibujos que realizó Robert Rauschenberg para ilustrar el Infierno de Dante, que podrán verse junto a una instalación en vídeo de Ilia y Emilia Kabakov, nacidos en Ucrania, titulada The Flying Komarov, en la que se cuenta a modo de parábola la visión de una vida vivida en libertad, sin opresión, lejos del infierno de la antigua Unión Soviética.
En la llamada Ouverture Spirituelle, la serie de conciertos que se sitúa ahora como pórtico o preámbulo de cada edición del festival, y que este año lleva como título Sacrificium, pudo escucharse el lunes por la tarde un programa extremadamente atractivo y original, encabezado a su vez por la rúbrica In memoriam: dos obras para piano con inequívocas resonancias políticas; un cuarteto de cuerda de Dmitri Shostakóvich; y el Réquiem de Alfred Schnittke. Géneros diferentes, intérpretes diferentes y obras compuestas todas ellas en el siglo XX (en su primera mitad las pianísticas, en su segunda el cuarteto y el Requiem). El director artístico del festival, el pianista Markus Hinterhäuser, parece empeñado en modernizar la antaño extremadamente conservadora oferta musical salzburguesa y, a fuer de ser justos, no queda más remedio que agradecer su audacia y aplaudir la originalidad de sus propuestas. Las semillas que se plantan hoy acabarán dando sus frutos.
Guernica (a partir de Picasso), de Paul Dessau, es una pieza breve para piano inspirada en la contemplación de la gran obra del pintor español. Una inscripción al comienzo de la partitura de la Sonata “27 de abril de 1945″, de Karl Amadeus Hartmann, nos explica, por su parte, su título: “El 27 y el 28 de abril de 1945 pasó arrastrándose por delante de nosotros un río de seres humanos de prisioneros de guerra de Dachau —infinito era el río, infinita era la miseria, infinito era el sufrimiento”. Hartmann vio desde su casa esta fila interminable de veinte mil prisioneros que eran sacados del campo a toda prisa por las SS ante el rápido avance de las tropas aliadas. La editorial Schott ha publicado en el mismo volumen las dos versiones de la obra, con notables diferencias entre una y otra. El más abiertamente político de los jóvenes pianistas actuales, Igor Levit, incapaz de decantarse por una u otra, tocó los dos primeros movimientos de la versión de 1945 y los dos últimos de la de 1947, una decisión sabia que nos ofrece lo mejor de una y otra y que, sobre todo, permite incluir la Marcia funebre de la segunda, que contiene una de las músicas más desoladoras y desesperanzadas del siglo XX, con un uso casi obsesivo del puntillo para incrementar su dramatismo (Con passione!, escribe Hartmann en el clímax de este movimiento) y emparentarse de este modo con los grandes modelos de Beethoven y Chopin.
Escrita ocasionalmente en tres pentagramas para poder dar cabida a la enorme riqueza polifónica de la escritura, la música de Hartmann se mueve entre dinámicas extremas y, salvo resabios bartokianos en las secciones rápidas del Allegro risoluto final, el compositor alemán hace gala de un lenguaje extremadamente personal, con un extraordinario último compás que engloba cuatro indicaciones consecutivas (1/4 + 1/8 + 3/4 + 4/16) y escrito en cuatro pentagramas superpuestos que se cierra con dos rotundos acordes marcados fff y secco! (de nuevo con signo de admiración incluido) en la partitura. Es una música violenta, inflexible, que parece casi una ilustración sonora para los Desastres de la guerra de Goya, que es también lo que caracteriza a Guernica de Dessau, una pieza breve que refleja el infierno del bombardeo que sufrió la localidad vasca visto a través de los ojos de Picasso. De estética dodecafónica, y dedicada a su profesor René Leibowitz, su indicación feroce tras la breve introducción da una perfecta idea de su carácter, aunque en este caso la música terminará por extinguirse lentamente, perdendosi, al contrario de lo que reclama Hartmann en la conclusión de su Sonata: sempre con tutta forza al fine. Pero una y otra obra son afluentes del mismo río.
La primera parte del concierto abundó en esta atmósfera de desconsuelo bélico, o posbélico, pues el Cuarteto número 8 de Shostakóvich nació en tan solo tres días de julio de 1960, en el marco de una visita del compositor a Dresde, una ciudad literal e innecesariamente devastada por las bombas aliadas en febrero de 1945 (W. G. Sebald escribió con valentía sobre el tema en su Historia natural de la destrucción). Dedicada “a las víctimas del fascismo y la guerra”, y con un poderoso contenido autobiográfico (plasmado en el empleo obsesivo de un motivo, Re-Mi bemol-Do-Si, que se corresponde con las iniciales del nombre y el apellido del compositor), fue interpretada por el Cuarteto Hagen, el más ilustre de los integrados por salzburgueses nativos. Los tres hermanos Hagen (el más genial y el que mayor admiración despierta es sin duda Clemens, el violonchelista) y Rainer Schmidt se mostraron mucho más convincentes en los tres movimientos lentos, tocados con una afinación perfecta, dinámicas mínimas y sin apenas vibrato, que en los dos más rápidos, en los que se echaron en falta el ímpetu y la fuerza que acababa de derrochar Igor Levit.
El interés —y la congruencia— del concierto volaron de nuevo alto en la segunda parte gracias a la inusual posibilidad de escuchar el Requiem de Alfred Schnittke, una obra con una instrumentación insólita (trompeta, trombón, órgano, piano, celesta, guitarra y bajo eléctricos, percusión, flexatón incluido) e inspirada por la muerte de la madre del compositor. Prohibida en la Unión Soviética, y camuflada como música incidental de una representación del Don Carlos de Schiller, no se estrenó como obra independiente hasta 1977 en Budapest. Schnittke se vale muy libremente de la estructura tradicional de la misa de difuntos católica (omite las secciones Libera me y Lux aeterna, pero a cambio incorpora parte del Credo, que sitúa después del Agnus Dei) y crea una música concisa, esencial, casi siempre de texturas ralas (tenor solista y blancas en la mano izquierda del órgano y el bajo eléctrico al unísono en pianissimo al comienzo del Sanctus, por ejemplo), escritura homofónica y mayoritariamente silábica, frecuentes unísonos también en las voces y atmósfera estática y contemplativa.
La dirección de Gregor Mayrhofer al frente de un puñado de los magníficos instrumentistas y cantantes del coro de musicAeterna fue extremadamente sobria, sin uno solo de los aspavientos característicos de su fundador. Todos los solistas procedían del propio coro (Schnittke, también original en esto, reclama tres sopranos, una contralto, un tenor y ningún bajo) y en todo momento se logró el que parece el objetivo principal del músico ruso: alcanzar la máxima intensidad y espiritualidad con los medios más económicos. La oscuridad progresiva y, al final, total que se hizo en la repetición de la sección inicial, que se cierra con la palabra “requiem” susurrada por las sopranos sobre un prolongado mi de marimba y campana, fue la conclusión perfecta de un concierto perfecto celebrado el lunes por la tarde en la Gran Sala del Mozarteum. Los cuatro vídeos de Shirin Neshat proyectados esa noche en la Kollegienkirche, mejor olvidarlos.
Curiosamente, la gran inauguración operística del día siguiente, el martes por la tarde, tiene mucha menos historia que este concierto. Asistían todos con sus mejores galas, los famosos posaban ante las cámaras y los políticos tuvieron que soportar estoicamente las protestas de un pequeño grupo de manifestantes en la puerta de la Felsenreitschule. El programa aunaba una ópera breve, El castillo de Barba Azul, de Béla Bartók, y una suerte de auto sacramental de Carl Orff, De temporum fine comœdia. ¿Qué tienen que ver una con otra? Nada. Además, la calidad de la música y el texto de la obra de Bartók es tan inconmensurablemente superior a la del experimento fallido de Orff que la convivencia chirría por todos y cada uno de los goznes. Por si el hermanamiento forzoso no era ya problemático de por sí, se ha encargado su puesta en escena a Romeo Castellucci, amante de las propuestas conceptuales y no siempre comprensibles, pero de moda en todos los grandes teatros y festivales, como se demuestra con las dos inauguraciones que ha protagonizado este verano: la del Festival de Aix-en-Provence, donde puso imágenes y contenido argumental y visual a la Segunda Sinfonía de Mahler, y esta de Salzburgo, donde es reincidente, aunque uno lo imagina ideológicamente en las antípodas de este público antaño tan conservador y ahora tan dispuesto a prohijar y aclamar a enfants terribles como él mismo y como Teodor Currentzis, su compañero en el estrafalario Don Giovanni del año pasado. El italiano, poco amigo de transigir, ha vuelto a mostrarse fiel a sus principios y a su estética teatrales, pero en esta ocasión ha realizado un espectáculo fallido de principio a fin, que superó las tres horas y media de duración, que para muchos debieron de hacerse interminables.
Atraído por el poderoso simbolismo de El castillo de Barba Azul, Castellucci prefiere dejarlo reducido a una constante contraposición de agua (que ocupa buena parte del suelo del escenario) y fuego (que va ardiendo secuencialmente de forma real en diversos tubos que adoptan formas diferentes). No vemos ninguna de las siete puertas, ni lo que se esconde detrás de cada una de ellas, porque el gran escenario oscuro (negro al comienzo, cuando se oye llorar a un bebé después de la intervención inicial del bardo, aquí confiada a Helena Rasker, y leída absurdamente en un inglés artificioso) semeja ser la mente enferma y tortuosa de Judith, traumatizada quizá por la pérdida de ese bebé que luego se materializa en forma de muñeco. El enfrentamiento entre Judith y Barba Azul carece de fuerza, de tensión, hasta el punto de que ambos llegan incluso a bailar —lentamente, con coreografía de Cindy Van Acker, fiel colaboradora de Castellucci— en más de una ocasión.
No ayuda nada a ver un poco de luz la dirección de Currentzis, blanda en general, generosa hasta el hastío en pianissimi, tendente a ralentizar en exceso los tempi, desdibujados sus elementos húngaros, sin fuerza ni colorido en los momentos en que la música debe ser pródiga en una u otro. Más impresionista que expresionista, la prestación del director griego no logra tapar o disimular el agujero dramático abierto por Castellucci. Lo mejor es, sin duda, la entrega (acaba empapada literalmente de tanto arrastrarse por el agua) de la soprano lituana Ausřinė Stundytė, a la que admiramos hace pocos meses como Renata en El ángel de fuego de Prokófiev en Madrid. Es ella la única que parece esforzarse por llevar algo de dramatismo a la acción, porque Mika Kares es un Barba Azul seráfico, distante e inexpresivo. Representada en un espacio mínimo (un gran telón negro cuelga cerca del proscenio), sin aprovechar las inmensas posibilidades del gigantesco escenario de la Felsenreitschule, el experimento conceptual de Castellucci, que alterna aciertos y fiascos en sus montajes a partes iguales, consigue que nos aburramos en una ópera de menos de una hora de duración (aunque Currentzis, con su parsimonia, la superó con creces) y que debería tenernos boquiabiertos y expectantes de principio a fin.
Peor fueron las cosas aún en la segunda parte, porque la comedia de Orff sobre el fin de los tiempos, con textos en griego antiguo, latín y alemán, es un pastiche difícil de digerir: no es de extrañar que no haya vuelto a Salzburgo desde hace medio siglo, que es donde se estrenó en 1973 con dirección musical de Herbert von Karajan y escénica de August Everding. La obra se divide en tres partes: la primera la protagonizan nueve sibilas; la segunda, otros tantos anacoretas; la tercera, los últimos seres humanos, el director del coro y Lucifer, estos últimos confiados a sendos narradores. Aunque la sección de cuerda se reduce a ocho contrabajos, el inmenso foso de la Felselreitschule se quedó pequeño para acoger a la macroorquesta de Orff, con una posición prominente para la percusión, por supuesto: más de un centenar de instrumentos diferentes que requieren la participación de más de una veintena de ejecutantes. Los instrumentos de metal hubieron de situarse en lo alto, en un lateral de la sala.
Nada de lo que cuenta Orff tiene excesivo interés, salvo la idea de Orígenes, que encabeza la partitura, de que el final de todas las cosas traerá la abolición de todo mal. La música es con frecuencia elemental, simple, repetitiva, monótona, con numerosos pasajes declamados homofónicamente por las voces. Castellucci viste a sibilas y anacoretas de negro (luego ellas cambian al blanco, los dos grandes colores del italiano), inventa una mínima trama sin interés para justificar su presencia en escena y solo prende nuestra atención cuando, en la tercera parte, muestra a esqueletos saliendo de debajo del suelo y revistiéndose a continuación de piel y carne. La guinda de la insensatez llega al final, con la presencia de Judith y Barba Azul entre esos últimos seres humanos. El gesto suena a justificación de presentar conjuntamente las obras de Bartók y Orff, pero el agua y el aceite no se fundirán nunca por más que los agitemos.
Currentzis, al frente de nuevo de la Joven Orquesta Gustav Mahler, con numerosos españoles entre sus filas, encontró aquí el caldo de cultivo ideal para lucir todo su catálogo de excentricidades gestuales: la que más frecuenta, apuntar fijamente con el dedo índice extendido, lo que llegó a hacer incluso en un caso en el que el supuesto destinatario de su indicación era un cantante que en ese momento estaba de espaldas y era imposible que lo viera. El momento más auténtico de la partitura, el canon final para cuatro violas da gamba (inicialmente sobre un re gravísimo del piano, luego sin él), un oasis de cordura y sentido común en medio de tanto desatino, sonó grabado o, cuando menos, deformado electrónicamente y, sobre todo, confuso, por lo que resultaba absolutamente imposible distinguir, aun con esfuerzo, cada una de las cuatro voces. Un final deslavazado para un espectáculo fallido y desnortado de principio a fin.
El público aplaudió al final por lo que parecía más un gesto de cortesía hacia el inmenso esfuerzo humano desplegado, y quizás también impelido por el recuerdo de lo que había pagado por las entradas del estreno. Pero fueron aplausos breves, lacios y sin apenas calidez. Ataviados con sus mejores galas —esmóquines, pajaritas, trajes de noche, abalorios—, todos salieron sonrientes y satisfechos de la Felsenreitschule, ya sin incómodos y vociferantes manifestantes a la vista, tras abandonar la mente negra y laberíntica de Judith y las oscuras especulaciones escatológicas de Orff. Por su aspecto, nadie parecía dispuesto a pasar en días sucesivos, con Rimbaud, una auténtica temporada en el infierno. Vanitas vanitatum et omnia vanitas.
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