Romeo Castellucci escenifica su personal resurrección de los muertos en Aix-en-Provence
El director italiano se vale de la ‘Segunda Sinfonía’ de Gustav Mahler para reflexionar sobre cómo devolver simbólicamente la vida a las víctimas de la violencia, la pobreza y el olvido
“Gustav Mahler era un santo”. Así comenzaba el artículo que Arnold Schönberg escribió para el número monográfico que la famosa revista Der Merker publicó en mayo de 1912 tras la muerte, pocos meses antes, del compositor. “Cualquiera que lo conociese, siquiera ligeramente, debe de haber tenido ese sentimiento”, prosigue Schönberg. “Quizá solo unos pocos lo entendieron. E incluso entre esos pocos los únicos que lo honraron fueron los hombres de buena voluntad. Los otros reaccionaron ante el santo como los absolutamente malvados han reaccionado siempre ante la bondad y la grandeza absolutas: lo martirizaron. Llevaron las cosas tan lejos que este gran hombre dudó de su propia obra. Ni una sola vez se le permitió que pasara de él ese cáliz. Tuvo que tragar incluso el más amargo: la pérdida, si bien sólo temporalmente, de la fe en su obra”. Nada podía dolerle más al autor de los Gurrelieder que el hecho de que los adversarios de Mahler, “uno de los más grandes compositores de todos los tiempos”, le hicieran dudar del camino elegido.
Schönberg se tuvo por un hombre con un destino irrenunciable marcado de antemano, y por eso era especialmente sensible a cualquier manifestación de incoherencia. En lo que fue casi la plegaria fúnebre por su amigo muerto insiste más en este punto, arremetiendo contra sus enemigos (“¿Qué puede esperarse, pues, de los menos buenos y los absolutamente impuros? ¡Obituarios! Contaminan el aire con sus obituarios, esperando disfrutar al menos de un momento más de importancia propia; porque esos son los momentos en que la suciedad se halla en su elemento”), que en las virtudes del compositor, reducidas a elogios inconcretos (sus obras habitan en un “aire puro” y son “inmortales”) pero encendidos. Un análisis más técnico de su música quedaría reservado para una conferencia impartida pocos meses después, en octubre de 1912.
“He estado atravesando los gloriosos paisajes que enviaron a Gustav Mahler a éxtasis similares muy poco antes de su muerte. Las montañas completamente cubiertas de nieve hasta las estribaciones, luego verdes praderas, campos pardos, y ese cielo: casi insoportablemente hermoso, ojalá pudieras haberlo visto, habrías olvidado todas las penalidades del viaje. Pero ahora debo observar toda esta magnificencia triste y solo y [...] la tristeza no me dejará hasta mañana. El estado de ánimo perfecto, realmente, para La canción de la Tierra y la Segunda Sinfonía”, escribe Alban Berg a su flamante esposa, Helene, en 1911, camino del estreno muniqués de la primera de las dos obras citadas. La admiración del compositor por Mahler llegó hasta el punto de la identificación personal. Acudió a varios estrenos de sus obras y en la primera audición vienesa de la Cuarta Sinfonía en 1902, por ejemplo, osó robar la batuta del director, que conservó como un tesoro durante toda su vida. En 1907, cuando Mahler abandonó Viena para emprender su exilio en Nueva York, Berg acudió a la estación a despedirlo y allí se produjo, por fin, el primer encuentro entre ambos.
En 1910, Berg preparó para la editorial Universal el arreglo para piano a cuatro manos de la Octava Sinfonía y, junto con su amigo Anton Webern, que se convertiría en un director asiduo de las obras de Mahler y que fue otro admirador incondicional del hombre y del artista, viajó meses después a Múnich para asistir al estreno de Das Lied von der Erde dirigido por Bruno Walter. La impresión lo dejó “sin habla” y, en una carta dirigida a Schönberg, es ahora Webern quien recuerda cómo, sentado junto a Alma Mahler, “me dejó que siguiera con ella la partitura manuscrita de Mahler. No puedo decirle lo feliz que eso me hizo. La esposa del inmortal me animó a seguir con ella la partitura escrita por el propio Mahler. Sólo ella y yo la leíamos. A veces la tuve yo solo. Esas son horas que cuento entre las cosas que fueron y que me son más queridas”. De regreso en Viena, Webern le tocó la obra de Mahler a su maestro y, esta vez en una carta a Berg, le confesó que ambos quedaron también “sin habla”. “La obra de arte condensa, desmaterializa; lo fáctico se disuelve, la idea permanece; así es como son estas canciones”, escribe extasiado.
Conviene comenzar recordando testimonios como estos para tener presente cuán grande fue la influencia que tuvo Gustav Mahler —vivo y muerto— en los tres grandes representantes de la Segunda Escuela de Viena y otros tantos pioneros, por tanto, de la modernidad musical. Las dos obras citadas por Berg (la Segunda Sinfonía y La canción de la Tierra) tienen a la muerte como sustancia última: la primera comienza con un extenso movimiento que, en su existencia autónoma inicial, llevaba el título de Todtenfeier (Ritos fúnebres) y concluye con otro de no menor envergadura que pone música a las dos primera estrofas de un poema de Friedrich Klopstock titulado Auferstehung (Resurrección), mientras que la segunda se cierra con un extenso movimiento bautizado como Der Abschied (La despedida). La primera se ha convertido ahora, más de un siglo después, en el punto de partida de lo que casi podría calificarse de una instalación de Romeo Castellucci en la inauguración del Festival de Aix-en-Provence, segunda parte de un díptico iniciado aquí mismo con su luminosa escenificación hace tres años del Réquiem de Mozart (y que pudo verse también hace unos meses en el Palau de les Arts de Valencia). Al italiano, que no teme a los grandes retos, por insólitos que sean, y se ha atrevido incluso a montar una trilogía basada en la Commedia de Dante, el director del festival provenzal, Pierre Audi, le ha encomendado un escenario inusual: un antiguo estadio deportivo construido cerca de Vitrolles (no lejos del aeropuerto de Marignane, a pocos kilómetros de Marsella) para el equipo de balonmano local, inaugurado en 1994 y abandonado desde el año 2000. El consiguiente deterioro y las sucesivas okupaciones del edificio son patentes para cualquiera que se acerque hasta esta especie de gran sarcófago de hormigón gris oscuro, plagado de pintadas y grafitis, que se yergue solitario sobre una colina a un costado de la autopista.
Volver a utilizarlo, a habitarlo, fue, por tanto, el pasado lunes la primera “resurrección”, que es el tema explícito de la Segunda Sinfonía de Mahler. Ello ha supuesto realizar no pocos esfuerzos logísticos, como el no menor de trasladar a buena parte del público en autocares desde Aix-en-Provence hasta este casi no-lugar. Pero esta vez no se vio un partido de balonmano, sino un espectáculo desasosegante y profundo para unos, o aburrido, reiterativo y superficial para otros. Con la Orquesta de París visible solo en parte e instalada en una suerte de foso, con su coro escindido —femenino y masculino— flanqueándola a uno y otro lado, Castellucci nos muestra al comienzo, con un silencio roto únicamente por el canto de los pájaros, a un enorme caballo blanco (imposible no recordar el imponente toro de su montaje de Moisés y Aarón de Schönberg que pudo verse hace seis años en el Teatro Real) que entra, aparentemente perdido, por una de las rampas que dan acceso al escenario desde el exterior.
La antigua cancha de balonmano acoge ahora solo tierra mojada, charcos que sirven al caballo para abrevar aquí y allá y que, sobre todo, transmite abandono. Cuando, por la otra rampa, llega su cuidadora, llama con su móvil para informar de que ha encontrado por fin al caballo, pero, antes de irse, algo llama poderosamente su atención: una mano, un brazo, que asoman en el centro del escenario. Por sus gestos, adivinamos que hay un hedor terrible de cadáveres descompuestos. Hace otra llamada de teléfono para informar de su siniestro descubrimiento y es ahí cuando empieza a sonar la Sinfonía de Mahler.
Durante la interpretación del primer movimiento (esos antiguos Ritos fúnebres) van llegando primero personas y luego tres furgonetas y una pequeña excavadora. Las primeras se equipan con mascarillas, guantes y monos blancos y empiezan, con sus manos, a apartar la tierra y a exhumar cadáveres: uno, dos, cuatro, siete, doce, veintidós, treinta y cinco, así hasta llegar poco a poco a casi un centenar. Aparecen también bebés, niños y, algo apartada del resto, una enorme fosa común con los cuerpos desnudos literalmente entrelazados y apilados unos sobre otros. Todos ellos son depositados cuidadosamente sobre grandes bolsas blancas que servirán de improvisados sudarios. Dos personas fotografían y filman en vídeo todo el proceso, coordinado por tres encargados cuyos equipos de protección llevan, al igual que las furgonetas, el logotipo del ACNUR (UNHCR por sus siglas en inglés), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Poco a poco, mientras la música sigue sonando, vamos atando los siniestros cabos.
Aclara el Festival de Aix-en-Provence en una nota que Castellucci concibió este espectáculo antes de que se iniciara la invasión de Ucrania: no era necesario. Las fosas comunes, los muertos anónimos e indistinguibles, han sido y siguen siendo una constante en la historia de la humanidad. Es cierto que hace poco nos estremecieron las que se encontraron en Bucha tras la llegada de las tropas rusas, pero antes fueron las de Srebrenica y la antigua Yugoslavia, y hace nada las autoridades marroquíes se han apresurado a enterrar en un descampado de Nador a los migrantes que murieron aplastados en su intento de saltar la valla de Melilla, por no hablar del gigantesco depósito de cadáveres anónimos en que se ha convertido el Mediterráneo para quienes quieren entrar en Europa. Y aún siguen supurando un pus viscoso y hediondo las heridas de los muchos eriales y cunetas con cuerpos hacinados desde nuestra Guerra Civil: la historia interminable.
Mientras los operarios realizan meticulosamente su trabajo, el interior del estadio de Vitrolles, a fuer de removerla, va impregnándose también cada vez más de un fuerte olor a tierra mojada. Los ojos se acostumbran a la aparición de nuevos cadáveres, de nuevos jirones de ropa, de cuerpos desvencijados pero aún no reducidos a la condición de meros esqueletos. Tras cerrar las bolsas, van trasladándose al interior de las furgonetas. Tan solo la primera intervención de la contralto (la magnífica Marianne Crebassa, algo nerviosa al comienzo, pero honda y emocionante después) en el cuarto movimiento (“¡Oh, rosa roja! / ¡El hombre vive en la mayor miseria! / ¡El hombre vive en el mayor tormento!”) parece tener un efecto catártico, interrumpiendo la frenética actividad en el descampado: todos los trabajadores se quedan de golpe inmóviles, petrificados casi, como si escucharan campanas que tocasen a muerto. Al comienzo del quinto y último movimiento, cuando suenan las trompas y trompetas fuera de escena, vuelve a producirse otro momento de inactividad, esta vez con todos los operarios agrupados, de pie, junto a una de las furgonetas.
Para cuando se produce la segunda intervención del metal fuera de escena, seguida de un pequeño solo de flauta (“como la voz de un pájaro”, escribe Mahler en el número 29 de la partitura), el escenario ya está vacío. Muy poco después entra por primera vez el coro con el texto del poema de Klopstock cantado a la manera de un coral luterano: “¡Resucitarás, sí, resucitarás, / polvo mío, tras un breve descanso! / Vida inmortal / te dará aquél que te llamó. / ¡Sembrado eres para volver a renacer! / El Señor de la cosecha va / y recoge las gavillas / de quienes hemos muerto!”. Esta sección sinfónico-coral que cierra la sinfonía, con intervenciones puntuales de una soprano (Golda Schultz, contenida e intensa) y una contralto solistas, se encuentra entre las músicas más trascendentes y genuinamente espirituales jamás compuestas. El Mahler tantas veces digresivo y repetitivo aquí se esencializa, quizá porque el tema le tocaba muy de cerca y porque, como ahora sabemos, en esta obra estaba preparando el camino para su posterior conversión al cristianismo, el paso que consideraba imprescindible, como ahora sabemos con cuasicerteza, para poder aspirar con garantías a la dirección de la Ópera de Viena, el puesto que más anhelaba y al que no podía aspirar como judío.
Durante este tramo final esperamos que en el escenario, idéntico al del comienzo, pero ahora con toda su tierra removida y despojado de los cadáveres que escondía, suceda algo. Sin embargo, salvo una operaria que, antes de la entrada del coro, sigue apartando frenéticamente la tierra con sus manos en busca de nuevos cadáveres o jirones de ropa, y a la que finalmente convencen para que abandone el lugar, no sin antes depositar extendido su mono de protección blanco como un poderoso símbolo de lo que acaba de acontecer, no sucede nada más. Castellucci evita un gesto de autor o un coup de théâtre innecesarios, porque la resurrección, tal y como él la entiende, ya se ha producido ante nuestros ojos. Ya no hay nada más que añadir.
Nadie entra, nadie puede ya salir y la única aparición es la de una visible y audible lluvia final que cae incesantemente después de que soprano, contralto y los miembros del coro, ahora de pie tras haber cantado sentados hasta entonces, proclamen (los versos son ahora del propio Mahler): “¡Oh, cree, tú no naciste en vano! / ¡No has vivido y sufrido en vano! / ¡Lo que ha nacido debe perecer! / ¡Lo perecido, resucitar! / ¡Deja de temblar! / ¡Prepárate para vivir!”. Castellucci recurre visiblemente al tercer elemento, el agua, ya presente anteriormente en la tierra mojada y el aire húmedo, de un modo no muy diferente a como hacía Robert Carsen en la escena final de Ocaso de los dioses. Puede ser un símbolo de regeneración, de pureza, de renacimiento, de limpieza espiritual, o también las lágrimas simbólicas por unos muertos anónimos que por fin han dejado de serlo.
Esa-Pekka Salonen dirigió una versión intensa y doliente a la Orquesta de París, necesariamente amplificada, con todos los inconvenientes que ello comporta. Mahleriano de larga trayectoria, el finlandés cargó las tintas solo en momentos muy puntuales, clímax siempre debidamente preparados con una perfecta graduación y acumulación de las tensiones, sobre todo en los movimientos impares. Aunque no es su repertorio natural, la formación francesa se plegó con flexibilidad a sus indicaciones, con momentos destacados protagonizados por el oboísta Alexandre Gattet y el flautista español Vicens Prats. Salvo algunos desajustes en los instrumentos de metal que tocaban fuera de escena (en la parte inferior del estadio), el difícil balance con la percusión amplificada (tocada por hasta siete instrumentistas) y un pequeño problema en la amplificación al comienzo de la sinfonía (en la entrada de los oboes a partir del compás 18), fue una interpretación sobresaliente: era difícil saber si ella ilustraba lo que sucedía arriba en el escenario o viceversa. Pero, al igual que en las imágenes que inventó Derek Jarman para acompañar la grabación del propio Benjamin Britten de su War Requiem, lo que es seguro es que foso y escena se enriquecían y estimulaban mutuamente.
La respuesta del público, con algunos abucheos aislados a Castellucci cuando salió a saludar, fue muy positiva, y eso que el intenso calor reinante en el interior del estadio/sarcófago de Vitrolles no puso las cosas fáciles (un par de personas mayores llegaron a perder el conocimiento y tuvieron que ser atendidas por los equipos médicos). Pero no menos intensa fue la experiencia de ver cómo el italiano nos ponía cara a cara frente a las atrocidades humanas, al tiempo que restituía la dignidad y la identidad a ese amasijo de cadáveres enterrados o simplemente arrojados como objetos descoyuntados, quién sabe en qué circunstancias, a una fosa común. Quien quiera verlo y experimentarlo podrá hacerlo el próximo día 13 gracias a la transmisión en directo que podrá verse en arte.tv, aunque es seguro que el componente espacial y sensual, así como la presencia física, constituyen elementos esenciales de la propuesta de Castellucci.
Dejemos a Mahler la última palabra. Él sabía que su obra (en un principio solo instrumental) apuntaba irremediablemente a las postrimerías del ser humano y, con el poema de Klopstock completado por él mismo, el último movimiento afrontó, retomando el material de la secuencia Dies irae que ya había utilizado en el primer movimiento, “el terrible problema de la vida: la redención”. Le abría el camino la referencia a la “dichosa vida eterna” (“ewig selig Leben”) de Urlicht, un motivo que reaparecería in extremis, cerrando el arco, y en un contexto muy diferente, en los últimos suspiros de Das Lied von der Erde, con sus “ewig” (”eternamente”) sumiéndose progresivamente en el silencio. Mahler formulaba así, a la manera de una grandiosa epopeya escatológica, el primero de sus muchos empeños por exorcizar su propia muerte, la más fiel compañera durante toda su vida.
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